lunes, 9 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 11




EL JUEVES, Paula arregló todo para que, cuando Pedro llegara al gimnasio, ella estuviera en los aparatos, haciendo ejercicio. Después de pensárselo mucho, había decidido que lo mejor era abordarle cuando él ya hubiera terminado de jugar el partido. Tendría sed y le invitaría a un zumo en el bar. El único problema era que no sabía cuánto duraba un partido de frontón.


Como tampoco sabía lo cara que era la ropa deportiva. Paula cerró los ojos al recordar lo que se había gastado en aquella ropa de color rosa. 


La verdad era que no le gustaba mucho aquel color, pero se sentía guapa con él. Debía ser porque estaba teñida de rubio.


Incluso se compró una botella de agua Evian, que pensaba rellenar con agua del grifo. Tenía que ahorrar, de alguna manera.


Dinero. Había reservado incluso una habitación en el hotel, para poder utilizar las instalaciones. 


Mejor no pensar en ello. Mejor no pensar lo que costaba la habitación de aquel hotel. Mejor no pensar que Connie se quedaba al cargo de la tienda.


Pero no podía evitarlo. De forma constante. A pesar de que intentara convencerse de que era una inversión de futuro.


Paula se dirigió hacia la bicicleta estática. El manillar estaba lleno de pequeños dispositivos, imposibles de saber para qué servían. Una de las pantallas estaba intermitente, preguntándole su peso, lo cual Paula no tenía intención de especificar. Debajo de esa función, había una en la que te decía las calorías que ibas gastando. Qué importaba.


Paula se subió a la bicicleta y empezó a pedalear. Los pedales se movían como si estuviera subiendo una montaña. Tenía que haber alguna forma de cambiar aquello.


Después de probar con varios controles, que más parecían ser los de un avión que los de una simple bicicleta, Paula consiguió que los pedales le ofrecieran menor resistencia, momento en el que acomodó en el sillín. La bicicleta que había a su lado estaba vacía, pero las demás estaban ocupadas. Se fijó en un tipo, que miraba al vacío mientras pedaleaba. Dos de las mujeres, se entretenían leyendo un libro.


Paula se puso a observar a la gente que estaba utilizando los aparatos, para aprender cómo funcionaban. Los instructores la ayudarían gustosos si se lo pidiera, pero no quería hacerse notar. Quería pasar por allí totalmente desapercibida, para dar la impresión de que ella era socia de aquel club. Seguro que algún día lo conseguiría.


A las cuatro y veinticinco, Paula dirigió su mirada al vestuario de los hombres. No sabía dónde estaban las pistas de frontón, pero seguro que Pedro iría allí a cambiarse.


A las cuatro y media, se dirigió a un aparato que parecía estar concebido para torturarte los pectorales. Estaba intentando con todas sus fuerzas levantar aquel peso, cuando apareció Pedro, acompañado de un amigo.


Paula trató de ocultarse inmediatamente. Si la veía, todo su plan se vendría abajo.


Pedro llevaba unos pantalones cortos de color azul marino. Tenía unas piernas fuertes y musculosas, brazos y hombros potentes y pecho amplio. Se movía con la gracia de un atleta. Se paraba de vez en cuando y se golpeaba el talón con la raqueta, mientras respondía con una carcajada a algo que le había dicho su compañero.


Hasta ese momento, Pedro Alfonso había representado un ideal para ella, el príncipe de sus sueños. Cuando Paula soñaba por el día con él, siempre se imaginaba su cara, con aquella mandíbula tan fuerte y sus relucientes dientes, sus ojos azules tan penetrantes y su nariz bien formada. La cara de Pedro había sido una constante en sus fantasías y nunca se había fijado en su cuerpo.


Pero estaba dispuesta a cambiar. Paula Chaves se acababa de dar un baño de realidad. Pedro Alfonso estaba como un tren.


Se olvidó por un instante de lo que estaba haciendo y el aparato le echó los brazos para atrás. Paula no pudo volverlos a juntar. Pedro estaba como un tren y ella como una foca.


—¿Quiere que le cambie el peso? —le preguntó un compañero de ejercicio, que estaba en el aparato de al lado.


Paula se volvió para mirarlo. Tenía unos hombros tan fuertes que casi no tenía cuello.


—No, gracias. Creo que hoy ya lo voy a dejar —y mañana, y al otro también.


—La próxima vez, tienes que poner menos peso. No puedes pretender ponerte en forma en sólo una sesión —y habiendo hecho aquel comentario, el hombre la saludó y se marchó.


A Paula no se le había ocurrido pensar que ella no estuviera en forma, aunque la verdad era que dependía demasiado de lo que hacían las pastillas adelgazantes en su figura.


De pronto observó que Pedro y su amigo se metían por una puerta, que había al final de un pasillo. Las pistas debían estar allí.



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