martes, 17 de septiembre de 2019

CENICIENTA: CAPITULO 37





Paula no sabía si morirse, desaparecer o morirse, cualquier cosa para poner fin a aquel horrible momento.


Habría querido estar en cualquier otro sitio. Si no hubiera estado apoyada en Pedro, se habría desmayado. No podía mirar a Pedro o a su madre. No podía mirar a nadie excepto a los ojos maliciosos de Deborah Alderman.


—Te has quedado sin champán, Deborah —le dijo Pedro, con un tono muy educado—. Permíteme que te acompañe a la mesa donde están las bebidas.


Paula le imploró con su pensamiento que no la abandonara, que se quedara y la ayudara a pasar aquel trago.


Pero, ¿por qué no la iba a dejar? Seguro que se sentía humillado. Todos habían descubierto que su prometida llevaba ropa que antes había pertenecido a una persona que no era aceptada por aquel grupo. Y Pedro iba a hacerle algunas preguntas a Deborah. Y Deborah se lo contaría todo a él y se daría cuenta de que no era la mujer que ella había querido aparentar. Se daría cuenta que ella era un auténtico fraude.


O una advenediza.


Eso era lo que todos estaban pensando. Paula lo sabía. Todo su montaje se había derrumbado en una sola noche. Los invitados empezaron a murmurar. Paula lo oía con claridad.


Tenía que irse de allí, antes de que Pedro y su familia se sintieran más avergonzados.


Paula miró a los ojos asombrados de Nadia y le dijo:
—Tengo que llamar a mis padres, si me perdonas...


—Claro.


Nadia le sonrió, pero estaba claro que se sintió más aliviada. Estaba claro que ella sabría mucho mejor cómo reparar aquel daño.


Y abandonó el salón con la mayor dignidad que pudo, sabiendo que todos tenían las miradas clavadas en ella.


Paula contuvo las lágrimas hasta llegar a su habitación. Una vez allí, cerró la puerta y se echó en la cama, cubriéndose la cara con la almohada, para que no oyeran su llanto.


Había estado a punto de conseguirlo. Ojalá hubiera tenido un poco más de tiempo, para prepararse mejor el papel de señora de Pedro Alfonso. Un poco más de tiempo para ser la mujer que Pedro pensaba que era. La mujer que él amaba.


Seguro que Pedro ya había descubierto quién era. No conocía a la verdadera Paula. Ni siquiera miraría a los ojos a la verdadera Paula. 


En aquel mismo momento, se dio cuenta de que, desde la primera vez que lo vio, lo único que había hecho era tratar de cambiar. Y en ese momento, despertó de su sueño. Porque todas aquellas últimas semanas habían sido un sueño. 


Porque, durante todo aquel tiempo, había pretendido ser una persona que ella no era en realidad, sólo para que Pedro se enamorara.


Había intentado aprender el comportamiento del mundillo en el que se movía Pedro. Pero se había confundido. Seguro que Pedro no aguantaría los comentarios y las miradas de los demás.


Ella había pensado que con amarlo, todo lo demás dejaba de tener importancia. Había estado convencida de que estaban hechos el uno para el otro. Había estado confundida.


Era casi media noche. Lo mejor era no quedarse allí.


No debía, ni quería que los Alfonso pasaran aquel mal trago. Lo mejor sería irse, sin hacer ruido.


Sin encender la luz, Paula sacó sus maletas, o mejor dicho, las maletas de Connie, las puso en la cama y empezó a meter toda su ropa, incluida aquella odiosa chaqueta.


Su habitación estaba en el ala frontal de la casa, al lado de la piscina. Paula abrió la ventana y sacó las maletas. Cuando estaba saliendo por la ventana, un rayo de luna iluminó el diamante de su anillo.


Aquel diamante había perdido su lustre y parecía una piedra falsa. Igual que ella. Se quitó el anillo del dedo, lo dejó en la mesilla de noche y se sintió más aliviada. Nunca se había sentido cómoda llevando una piedra de aquel tamaño. 


Otra razón más para no convertirse en la señora de Pedro Alfonso.


Nadie estaba cerca para ayudarla a llevar las maletas. Estaba feliz de que nadie se hubiera percatado de su huida, cuando se dio cuenta de que los coches de los invitados bloqueaban el suyo.


¿Cómo iba a salir de allí?


La casa de los Alfonso estaba demasiado lejos de la carretera como para ir andando, llevando tacones como llevaba.


Justo en aquel momento, Paula oyó las voces de algunos invitados despidiéndose en la puerta. 


Se escondió en el garaje y los observó meterse en sus coches.


Paula se dio cuenta de que tendría que irse en aquel momento, o quedarse escondida en el garaje, hasta que los coches de los que le impedían sacar el suyo se marcharan. Decidió esconderse y dejó las maletas al lado del cochecito que transportaba los palos de golf.


¡El carro de golf! Y el señor Alfonso había dejado las llaves puestas. Paula cerró los ojos. La huida no sería fácil. Con un poco de suerte, podía arrancar el coche.


Para ser un vehículo tan pequeño, el motor hizo mucho ruido y Paula temió que lo oyeran los Paula. Sacó el coche del garaje, quitándose los zapatos de tacón, para que le fuera más fácil conducirlo. Al cabo de los pocos minutos, Paula había logrado salir casi de allí, cuando la puerta de la casa se abrió. Paula giró el cochecito.


El cochecito se golpeó contra una piedra y se tambaleó. Paula pisó el pedal del freno. Uno de los zapatos se cayó al suelo.


—¿Paula? ¿Eres tú, Paula?


¡Pedro! No podía dejar que la encontrara. Pisó el acelerador. ¿Y si Pedro la seguía? ¿Y si pensaba que estaba robando el coche?


Si se marchaba, Pedro miraría los papeles del Mercedes y se daría cuenta de que era alquilado. Aquello sería definitivo. Pero Paula confió en estar lejos de allí cuando él lo descubriera.


Si lograba llegar a la caseta, dejaría el cochecito allí y tomaría un taxi. Ya resolvería lo del Mercedes más tarde.


Con el corazón en un puño, miró hacia atrás, para ver si alguien la seguía.


Pero lo único que vio fue una figura solitaria en el embarcadero de los Alfonso.






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