martes, 17 de septiembre de 2019
CENICIENTA: CAPITULO 36
Paula creyó incluso oír el sonido de trompetas y un coro de ángeles cantar. Pedro Alfonso le había pedido que fuera su esposa. El cosmos estaba perfectamente alineado. ¿No se deberían oír los sonidos de las trompetas?
Con una sonrisa, bajó su cabeza y lo miró. Más guapo no podía ser. Y además, en aquel momento, sus ojos tenían un cierto aire de vulnerabilidad. Él le agarró la mano. Era evidente que estaba emocionado. ¿Por qué no se oían las trompetas?
—¿Paula? —Pedro parecía inseguro, lo cual no era tan grave, para alguien que estaba tan seguro siempre de sí mismo.
—Oh, Pedro. Claro que sí. Me encantaría ser tu esposa.
La cara se le iluminó de alegría. Se puso de pie y le apretó las manos.
—No nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero no creo que por esperar un poco vaya a quererte más.
Decía cosas muy románticas. Justo las que ella quería oír.
—Oh, Pedro —Paula no estaba diciendo nada interesante, pero Pedro parecía no darse cuenta.
La tenía agarrada de las manos. ¿No deberían besarse?
Aquel pensamiento pareció ocurrírsele a los dos al mismo tiempo. Paula se inclinó hacia adelante al mismo tiempo que Pedro. Los dos se empezaron a reír e inclinaron sus cabezas hacia un lado. El problema fue que los dos la inclinaron hacia el mismo y se dieron de narices.
Pedro le sostuvo la cabeza con mucha suavidad y la besó, con inmensa dulzura.
Habían cerrado el compromiso. Paula suspiró.
—Tengo un regalo para ti —Pedro se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de terciopelo—. Me fijé en él, cuando fui a la ciudad esta mañana —abrió la caja.
Paula casi tuvo que cerrar los ojos por el destello de una luz blanca que se reflejaba del diamante. Se quedó boquiabierta. El tamaño de aquella piedra era impresionante.
Pedro sacó el anillo, le agarró la mano izquierda y se lo colocó en el anular.
—¡Es inmenso!
—Sí, lo es.
—¿Le has dicho a tus padres que nos vamos a casar?
—No con esas palabras. No lo sabía ni yo cuando te invité a venir. Pero mi madre debió oír algo que te dije y ha organizado una fiesta para anunciar nuestro compromiso.
—¿Para eso vienen todos esta noche?
—Lo único que esperan es una señal nuestra —Pedro le agarró de la mano otra vez—. Paula, si no te gusta este anillo, podemos cambiarlo por otro.
—Es precioso —le dijo ella—. Estoy emocionada —sonrió, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla—. Gracias.
—Yo también estoy emocionado. Yo nunca me imaginé que fuera una persona tan impulsiva —le dijo, mirándola con dulzura—. ¿Has visto en lo que me has convertido?
Él se lo dijo como un cumplido. Ella se dio cuenta. Pero no le había hecho nada. A excepción de ponerse en su camino cuantas veces fue necesario, para que se diera cuenta de su presencia. Estaba claro de que se había enamorado de ella. Le había propuesto matrimonio.
Y ella lo había aceptado. Se iba a casar con aquel joven dinámico, increíblemente guapo llamado Pedro Alfonso. Se iba a convertir en la señora de Pedro Alfonso.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Pedro la agarró del brazo.
—¿Está preparada la futura señora Pedro Alfonso para conocer a todo el mundo?
—Sí —suspiró Paula, agarrándose a su brazo. Su fantasía, su sueño, se había hecho realidad.
Ella era la cenicienta y él, el príncipe encantado.
—No te preocupes, vas a gustarle a todo el mundo —le dijo, dándole unos golpecitos en el brazo.
—Eso espero —más de lo que él se hubiera imaginado.
Cuando se dispusieron a salir del estudio, Paula revisó mentalmente todo lo que había estado leyendo durante las dos últimas semanas. Todos la iban a juzgar.
Tan pronto como Paula y Pedro pisaron el salón, la señora Pedro corrió hacia ellos.
—¡Oh! —se puso frente a ellos y juntó sus manos—. No tenéis que decir nada. Lo puedo leer en vuestras caras.
Pedro miró a Paula y ella sonrió. De pronto, se le arrasaron los ojos de lágrimas.
—¡Atención todo el mundo! —dijo la señora Alfonso, dando unas palmadas—. Tengo que anunciar un compromiso. ¿Felipe, dónde estás?
—Aquí, Nadia —la gente se apartó, para dejar pasar al señor Alfonso, que, cuando apareció, estrechó la mano de su hijo. A Paula le dio un inmenso abrazo.
—Bueno, bueno —dijo la señora Alfonso, para poner fin a aquella escena tan emocionante—. Os quiero presentar a Paula, que muy pronto se va a convertir en nuestra nuera.
Un rumor, expresando felicitaciones, surgió en el salón.
—¡Champán! —dio el señor Alfonso—. ¿Habéis puesto champán a enfriar, Nadia?
—¡Claro! —respondió ella, al tiempo que con unas palmadas llamaba a un camarero.
Paula se vio rodeada de gente que no había visto nunca, estrechándole la mano y fijándose en el diamante que llevaba en el anillo.
Una mujer de pelo negro, no mucho mayor que Paula, levantó las cejas y dijo:
—Los negocios te deben ir bien —le dijo a Pedro. Se acercó a Paula y le dio un beso al aire—. Has cazado una buena pieza, cariño.
—Yo soy el que ha cazado una buena pieza —le respondió Pedro. La había oído. Y para recalcarlo más, la abrazó de nuevo.
Con una sonrisa un tanto despectiva, la mujer los dejó solos.
—No le hagas caso —le dijo Pedro al oído—. Deborah es la segunda mujer de Philip y nunca ha encajado mucho con toda esta gente.
Nadia oyó lo que dijo su hijo.
—Pedro, ese hombre se divorció de Charlotte después de treinta años de estar casados, para casarse con esa advenediza—dijo la señora Alfonso—. La aguantamos porque está casada con Philip, pero nada más.
Paula se sintió incómoda. Se quedó observando a Deborah Alderman, caminando entre toda aquella gente. Algunos ni siquiera la miraban, otros miraban a otro sitio cuando pasaba a su lado.
Qué horrible sería sentirse rechazada de aquella manera. Paula no sería capaz de soportarlo.
Tendría que concentrarse en decir lo correcto, para que nadie la despreciara.
La gente empezó a acercarse. Paula se pegó a su lado. Se sentía más segura así. Más aceptada.
—¿Dónde será la boda?
—¿Cuándo será la boda?
—¿La vais a celebrar en el club?
—¿Y en qué otro sitio lo vamos a celebrar?
—¿Son del club los padres de ella?
—¿Quiénes son sus padres? ¿Los conocemos?
—¿Dónde viven?
Le hacían tantas preguntas y tan rápido, que era imposible responderlas, excepto la última.
—En Tejas, al este —les gritó ella, para que todos la pudiera oír.
—¡Qué horror! —dijo una mujer, vestida con un traje azul—. No hay ningún sitio decente en Tejas para celebrar una boda.
Paula ni siquiera había tenido tiempo de pensar dónde lo iban a celebrar. En sus sueños siempre se había imaginado que sería en una iglesia, con bonitas cristaleras y con un órgano. Y por supuesto, con el vestido de novia que ella había alquilado a Stephanie. En la pequeña iglesia de su pueblo no cabía la cola de aquel vestido. Y ella estaba decidida a casarse con él, pasara lo que pasara. Suspiró. El vestido de sus sueños y el hombre de sus sueños. Qué bonita era la vida. Miró a Pedro. Él inclinó la cabeza hasta que la tuvo muy cerca de la de ella. Paula olió el fresco aroma de su loción de afeitado.
—Yo prefiero casarme en Houston —le dijo ella.
—¿Estás segura?
—Es donde vivo ahora—dijo.
Pedro le apretó la mano.
—La boda se va a celebrar en Houston —dijo Pedro en voz alta.
La mujer con el vestido azul se agarró del brazo de Nadia Alfonso.
—Tienes que decirle a Yve que se encargue de todo.
—¿Yve? —preguntó Paula.
La mujer con vestido azul siguió diciendo:
—Nadia, tendrás que hablar con la madre de ella. Mantente en tus trece. Ya sabes que las madres de las novias quieren controlar todo —dijo, dirigiendo otra mirada a Paula.
—¡Yve! —dijo otra mujer, que llevaba un montón de turquesas—. Si quieres que la boda salga bien, lo mejor será que llames a Yve.
—Estoy segura de que la madre de Rose y yo organizaremos todo perfectamente —murmuró Nadia Alfonso.
Todo había ocurrido tan deprisa que a Paula no se había acordado de llamar a sus padres.
Aquello les iba a dejar de piedra. Ni siquiera ella se había imaginado que aquel mismo fin de semana iba a ocurrir lo que estaba ocurriendo.
—Yo sólo pensaba en algo sencillo, como una copa y una tarta —dijo Paula.
Un silencio saludó su comentario.
—¡A la salud de los futuros señor y señora Pedro Alfonso! —dijo Felipe levantando su copa—. Les deseo toda la felicidad del mundo.
Paula bebió champán. Estaba bueno. Muy bueno. Aquello la reconfortó. Las burbujas la animaron. Se lo bebió todo.
Cuando bajó el vaso, se fijó en que todas las mujeres la miraban de una manera un tanto rara. ¿Qué ocurría?
—¿Y qué? —señaló Nadia Alfonso al camarero—. ¿Por qué no va a beber? —les preguntó a todas las demás mujeres, de forma desafiante—. Yo siempre he pensado que era ridículo que no bebiera la persona por la que los demás estaban brindando.
—¡Oíd todos! —dijo el señor Felipe.
No tenía que haberse bebido el champán. No se había acordado. Miró con cara de preocupación a Pedro. Él no había bebido, pero cuando la miró, lentamente se puso la copa en los labios y bebió.
Paula se sonrojó y supo que no había nada que ella pudiera hacer. De pronto, el camarero apareció con una bandeja y ella levantó otra copa llena de champán. Pedro hizo lo mismo.
—Y ahora, un brindis por todos vosotros, deseándoos lo mejor.
En ese brindis era cuando le tocaba beber a ella y eso fue lo que hizo, consciente de que Pedro y ella eran los únicos que lo hacían.
A lo mejor todos se olvidaban de su error y lo achacaban a los nervios. A lo mejor si no se confundía más, todos la aceptarían. Prefería morir, antes que avergonzar a Pedro y a sus padres.
Toda aquella tensión la estaba dando dolor de cabeza. Se preguntó si todo aquello, alguna vez, sería la forma normal de comportarse para ella.
—Te llamas Paula, ¿no?
Paula asintió a la mujer que estaba mirando su anillo.
—Nadia nos ha contado que tienes una boutique en Village.
—Sí —aquel era un terreno bastante peligroso, pero Paula no iba a dar más importancia a su tienda de la que tenía.
—Stephanie Donahue sacó su vestido de novia de la tienda de Paula —le dejo Nadia a la mujer.
—Oh —por el tono de la mujer, estaba claro que aquello la impresionó—. Un vestido impresionante.
—¿Y es de esa misma tienda de dónde has sacado esa preciosa chaqueta? —le preguntó.
—Pues sí —Paula admitió, un poco tímidamente.
—Es gracioso, Joyce. Nunca te gustó esa chaqueta cuando yo la llevaba.
Todo el mundo giró la cabeza y miró a Deborah Alderman, que estaba de pie, alejada un poco de todos. Estaba bebiendo tranquilamente champán.
—Puede ser que le quede mejor a Paula de lo que te quedaba a ti —respondió Joyce—. Tanto que ni siquiera me he dado cuenta de que era la misma chaqueta —le dijo, dirigiéndole una sonrisa letal.
—Yo sí que me di cuenta —continuó Deborah—. Pero no te preocupes, porque no me verás con ella otra vez, porque la llevé a una pequeña tienda de ropa de segunda mano, cuando se me cayó el botón de arriba.
Todo el mundo miró el broche que Paula había puesto en la chaqueta.
—Creo, querida—le dijo Deborah con una voz muy falsa—, que a tu chaqueta también le falta el botón de arriba.
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