miércoles, 7 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 12




El viejo castillo en el que se celebraba el Baile del Corazón estaba envuelto en luces y piedras preciosas.


Había telas colgadas del techo y corazones de papel por todas partes.


Todo hablaba de unos excesos que hacía mucho tiempo que habían dejado de impresionar a Pedro.


Aunque lo hubiesen hecho al principio. Todo, la riqueza, la grandeza, habían sido fuentes de fascinación cuando había vuelto a París con dieciséis años, después de ocho años viviendo en otro mundo. No se había acordado de la riqueza de su familia, de su padre y de su hermano, que lo habían acogido calurosamente.


Pero durante los siguientes catorce años había empezado a ver la mugre de las relucientes fachadas de la élite que solía frecuentar aquellos eventos. Él mismo se había manchado y había manchado a otros.


No, el castillo no le llamaba la atención, pero ella, envuelta en encaje carmesí, con las piernas al descubierto, sí que le hacía girar la cabeza. 


Interesante, después de tres años sin que una mujer hubiese tenido aquel efecto en él.


Una cosa era el interés sexual pasajero y otra muy distinta el deseo que sentía por Paula.


–¿De qué se supone que vas disfrazada? –le preguntó, tomándole la mano y dirigiéndola hacia el salón de baile.


Sus labios, de color rojo cereza esa noche, esbozaron una sonrisa. Una máscara dorada cubría parte de su rostro, haciendo que sus ojos pareciesen más brillantes, más misteriosos.


–Soy la tentación.


Sí, lo era. Y tres años antes, Pedro se habría perdido en ella. Habría permitido que el deseo le nublase la mente.


Pero ya no era ese hombre. Era capaz de controlarse.


–¿Y tú, de qué vas? –le preguntó ella, mirando de arriba abajo su traje negro.


Pedro se inclinó y aspiró el aroma suave y femenino de Paula, que hizo que se le encogiese el estómago.


–No me gusta disfrazarme.


Ella se echó a reír.


–No creo que nadie lo ponga en duda.


–Supongo que no.


Todo el mundo conocía demasiado bien su reputación como para que lo mirasen mal, pero sabía que pensaban cosas poco halagadoras de él. Para ellos, era el chico que había crecido entre lobos en África. El hombre cuyo padre lo había acogido, lo había llevado a la mejor universidad y había intentado que tuviese éxito. 


El hombre que se había burlado de los esfuerzos de su padre traicionando a su hermano, el querido heredero del anciano.


Pedro utilizaba aquello en su beneficio. Podía hacer lo que quería y tenía muy poca competencia, ya que todo el mundo pensaba que no podía rebajarse más.


Y tal vez tuviesen razón. Era posible que no pudiese caer más bajo.


–No es justo –continuó Paula, sonriéndole, de verdad.


–¿Por qué? 


–Porque yo voy disfrazada.


–Sí.


El encaje era tan delicado que no costaría nada arrancárselo y dejarla desnuda. Le quitaría el carmín de los labios a besos, con la máscara puesta. Se la imaginó desnuda, solo con la máscara.


Aunque la llevase, sabría que era ella. Incluso en sus fantasías, las marcas de su cuerpo estaban ahí. Las marcas que significaban que era Paula, y ninguna otra mujer.


Ella se sintió como si le estuviese traspasando el vestido con la mirada y agradeció llevar puesta la máscara.


–¿Cuándo vamos a sentarnos a cenar? –le preguntó, deseando tener una mesa entre ambos, algo que la distrajese, porque en esos momentos solo podía pensar en él.


Había pensado que conseguiría desequilibrarlo con su disfraz, pero era ella la que seguía sintiéndose incómoda. Normalmente la ropa la ayudaba a sentirse segura, ya que sabía que podía cambiar la percepción que la gente tenía de ella.


Pero con Pedro no lo estaba consiguiendo. 


Cuando había ido a recogerla y la había recorrido con la mirada, había pensado que iba a devorarla.


¿Qué habría hecho si eso hubiese ocurrido? ¿Y cómo habría reaccionado él? Probablemente, Pedro habría salido corriendo de la habitación después de haberle arrancado el vestido, horrorizado con la idea de haber estado a punto de mancharse las manos al hacerle el amor a una mujer tan desfigurada.


Tal vez las cicatrices no fuesen para tanto, pero ella no veía otra cosa cuando se miraba al espejo, y prefería no saber qué pensaban los demás, sobre todo, desde que aquel chico solo había querido quitarle la camiseta para ver lo horribles que eran.


Ni desde que su madre solo había sido capaz de intentar reconfortarla diciéndole: –Con lo guapa que eras… No, desde entonces no había tenido ganas de intentarlo. Y, si algún día lo hacía, sería con alguien a quien conociese de verdad.


Alguien a quien le importase.


–Nos sentaremos a cenar cuando todo el mundo haya terminado de parlotear.


–¿Ese es el término técnico? 


–Eso creo, aunque yo nunca lo practico.


A Paula no le cabía la menor duda. A Pedro no parecía importarle lo que los demás pensasen de él. De hecho, solía mostrarse frío y distante.


Todo lo contrario que ella, que fingía sentirse segura de sí misma e iniciaba las conversaciones para poder tener el control de la situación. Era la misma idea que la del vestido de esa noche. Nadie dudaría de que se sentía segura de sí misma. Y esa seguridad, junto con las cicatrices, mantenía a casi todo el mundo a raya.


Por desgracia, no parecía estar funcionándole con Pedro. Aunque era de imaginar que había pocas cosas en el mundo que pudiesen intimidarlo.


De hecho, se enfrentaba a sus retos. Incluso tocándola. Paula todavía podía recordar la noche del club y sentir cómo le había tocado la piel.


Todavía no sabía por qué lo había hecho.


–Bueno, podríamos parlotear el uno con el otro – sugirió, arrepintiéndose al instante–. Quiero decir que… podemos hablar de negocios.


–De acuerdo –contestó Pedro, tomando dos copas de champán de la bandeja de un camarero y tendiéndole una.


Paula agradeció tener algo con lo que distraerse.


El modo en que Pedro la miraba, el modo en que la había mirado desde que se habían encontrado esa noche, la tenía hecha un manojo de nervios.


Pero tenía que controlarse. No quería sentirse rechazada, a pesar de saber que sobreviviría a ello.


Había muchas cosas a las que podía sobrevivir, pero por las que prefería no tener que pasar.


–De acuerdo –repitió ella, dando un trago a su copa.


No quería que se le subiese a la cabeza. No estaba acostumbrada a tomar alcohol y Pedro ya la hacía sentirse aturdida con su mera presencia.






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