jueves, 8 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 13




–¿Cómo va el vestido para Look? –le preguntó este mirándola con interés.


Y ella se derritió bajo su mirada. Recordó lo que había ocurrido unas horas antes en su taller.


Había deseado acercarse y tocarlo. Apretar sus labios contra los de él. Hacerle sentir lo que ella estaba sintiendo.


Parpadeó.


–Estupendamente. Más o menos como lo has visto esta tarde. Karen ha visto un boceto y le ha gustado, así que confío en que va bien. Aunque siendo algo tan importante… 


Él se encogió de hombros, todavía no había probado el champán.


–Cada paso que des será un paso adelante. Yo suelo darle la misma importancia a todos mis negocios. Así, nunca se me pasa nada.


–Umm. Y así no te pones nervioso con las cosas más grandes, supongo.


–Yo nunca me pongo nervioso.


–¿Nunca? 


–No. Tomo una decisión y actúo en consecuencia. No me pongo nervioso. Ni me arrepiento de nada.


El tono de la conversación cambió y la voz de Pedro se endureció. Paula se preguntó si todo lo que le estaba diciendo era verdad. Si vivía la vida sin arrepentimientos. Si realmente le había robado la novia a su hermano y la había dejado, y nunca se había arrepentido de ello.


Una parte de ella, la parte física, estaba mirándolo a los ojos, estaba viendo su mandíbula apretada, su puño cerrado, y lo estaba creyendo. Pero algo en su interior le decía que no era cierto. Que no podía serlo. No sabía por qué, pero estaba casi segura de que debía hacer caso a sus ojos y no a su tonto corazón.


–Eso debe de ser… liberador.


Ella se arrepentía de muchas cosas. De cosas que no había sido capaz de controlar. De cosas que habían sucedido a su alrededor y que la habían hecho sentirse atrapada.


–Una interesante elección de las palabras –comentó él en tono frío y desinteresado.


–La verdad es que no. Debe de ser agradable hacerlo todo con tanta seguridad.


–A ti no parece faltarte tampoco, Paula.


Pedro se inclinó hacia delante y ella bajó la vista para no mirarlo a los ojos, pero la posó en su mano, que estaba acariciando la copa de champán, movimiento que le hizo pensar en tener aquellas manos en su piel, tocándola, acariciándola también.


–Aunque, a veces te sonrojas. Como ahora –añadió Pedro.


Ella retrocedió un paso.


–Hace calor.


–¿Quieres que salgamos un poco a tomar el aire? 


Paula asintió y se dirigió hacia el balcón. Quiso alejarse de él, que la seguía de cerca.


–Estoy bien –le dijo, agradeciendo el aire frío de la noche.


–Un hombre no debe dejar nunca sola a su cita.


–¿Otra lección de caballerosidad? 


–Es solo que siempre soy consciente de mi maravillosa reputación –comentó Pedro en tono sarcástico, y con un toque de amargura.


–O, al menos, del titular en los periódicos de mañana –dijo Paula, intentando animar un poco la conversación.


Se apoyó en la barandilla del balcón y miró hacia las luces blancas que colgaban del enrejado cubierto de parras. Solo tenía que centrarse en ellas en vez de en el hombre que tenía al lado para estar bien.


–En cualquier caso, será interesante leerlos.


–Sobre todo, ahora que hemos desaparecido de la fiesta para estar a solas en este balcón.


Él se echó a reír.


–Deberías trabajar de periodista.


–No tengo estómago suficiente –le respondió Paula.


La melodía procedente del salón salió por las puertas abiertas y Paula cerró los ojos y disfrutó de ella.


–¿Te gusta? –le preguntó Pedro.


–Sí, si te soy sincera, la música de discoteca no es lo mío.


–¿Pero las oportunidades de promoción sí? 


–He conocido a muchas personas, a muchas clientas, en discotecas. Pero acudo a ellas por trabajo, no por placer.


Pedro le quitó la copa de la mano y la dejó, junto con la suya, en la barandilla de piedra que había detrás de ella. Le tocó la mano con cuidado y Paula notó que un calor muy agradable la invadía.


Luego se la agarró para acercarla a él muy despacio.


Paula movió los pies, su cuerpo se inclinó, todo antes de que a su cerebro le diese tiempo a reaccionar.


Pedro la abrazó por la cintura, la acercó más.


Paula imaginó que la expresión de su rostro sería de sorpresa, pero era normal que le sorprendiese que Pedro la hubiese tocado, que sus cuerpos estuviesen pegados.


–He pensado que te gustaría bailar, dado que disfrutas tanto de esta música –le susurró al oído, haciendo que se estremeciese.


–Ah –fue lo único que fue capaz de contestarle ella, con el corazón acelerado.


No sabía por qué no se apartaba de él. Por qué no le decía que no.


Bueno, sí que lo sabía. Porque se sentía bien. Y había sufrido tanto en la vida que… le resultaba extraño e increíble sentirse tan bien.


Deleitarse con el calor de su mano en la espalda, con la sensación de su otra mano envolviendo la de ella.


Balanceándose a su mismo ritmo, en vez de pelear con él. En vez de pelear consigo misma.


–Tentación –susurró Pedro, con la mejilla apoyada en la curva de su cuello–. Qué buena elección.


Entonces le soltó la mano y apoyó la suya en la curva de su cadera, moviéndola después hacia arriba y dejándola justo debajo de la curva de sus pechos.


Paula ya había imaginado cómo serían sus caricias, pero aquello era real. Lo único que la separaba de sus manos era una fina barrera de encaje.


El ritmo de la música pareció apagarse y siguieron el suyo propio. Los movimientos de Pedro eran lentos y sensuales, más seductores de lo que Paula habría podido imaginar. Se acercó más y ella se dio cuenta de que estaba tan excitado como ella.


Movió la cabeza y trazó con su aliento caliente una línea desde debajo de su oreja hasta la cicatriz que tenía en el hombro, sin tocarla con los labios en ningún momento, haciendo que el cuerpo de Paula se pusiese tenso de deseo, que quisiese apretarlo contra ella para sentir sus labios en la piel.


Lo deseaba tanto que le daba miedo, la ponía nerviosa.


Se balanceó suavemente entre sus brazos, rozando sus pechos contra el de él, y el deseo se apoderó de todo su cuerpo. Nunca había sentido nada igual, ni siquiera lo había imaginado.


Inclinó la cabeza, dejando al descubierto todo su cuello. La respiración caliente de Pedro siguió acariciándola, la punta de su nariz le tocó suavemente la piel.


Luego se apartó, la miró y le hizo inclinar la cabeza hacia el otro lado para repetir la acción. 


Paula se puso tensa cuando dejó de notar su calor. Le puso la mano en la nuca y supo que seguía allí, tocándola, pero no podía sentirlo.


Fuese dolor o placer, calor o frío, no lo sentía. La cicatriz que había estropeado su piel era la señal del daño sufrido más abajo. De la pérdida de terminaciones nerviosas que jamás se recuperarían, de sensaciones que Paula no volvería a tener.


Lo soltó y retrocedió.


–Lo siento –le dijo. No pudo decir nada más. Solo lo sentía. Volvía a arrepentirse–. Deberíamos ir a ver cómo va la cena.


El rostro de Pedro era como una máscara, indescifrable.


–¿Tienes hambre? 


Tenía náuseas.


–Es tarde. Y seguro que sirven algo espectacular –le respondió.


Él seguía inmóvil, en silencio.


–Gracias por el baile –añadió Paula, ya que no podía fingir que no había tenido lugar.


Pedro asintió y le tendió la mano. Ella apretó los dientes e intentó contener las lágrimas de frustración.


No podía tocarlo en esos momentos. Si lo hacía, era posible que se viniese abajo.


Pero no era una mujer débil. Nunca permitía que la viesen llorar y no iba a hacerlo en esa ocasión.


–Creo que puedo sola –le dijo.


Él sonrió de medio lado.


–Por supuesto.


Al menos pronto tendrían una barrera física entre ambos, una mesa, y estarían rodeados de gente rica que serviría de parachoques.


Aunque ya fuese demasiado tarde.


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