jueves, 15 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 4




Pasaron diez, veinte minutos. Los nubarrones cada vez amenazaban más lluvia. En ese momento, vio que una de las ventanas de la casa se iluminaba.


—Fenomenal. Me deja aquí helándome y él se va a ver a su amante. No me extraña que le dijera a Hugo que no nos esperaran para cenar.


Palpó a ver si encontraba algo en el suelo del asiento de atrás para pasar el rato.


Un periódico o algo así. Lo único que encontró fue el pasaporte de Pedro.


Fue como un imán y, antes de poder reaccionar, lo estaba abriendo.


A diferencia de la foto que ella llevaba en su pasaporte, que la hacía parecer una delincuente, la de Pedro Andres Alfonso parecía hecha por un fotógrafo profesional.


Tenía pómulos sobresalientes, pelo negro, unas pestañas que harían palidecer de envidia a cualquier mujer y un hoyito irresistible en la barbilla. Ya se había dado cuenta de que medía más de uno noventa y seguramente su sastre estaría encantado de hacer trajes para un cuerpo tan perfecto y proporcionado.


¡Una pena que no hubiera estado en la fila cuando Dios había repartido simpatía!


Era ciudadano canadiense, pero había nacido en Harrisburg, Pensilvania, el 23 de abril de hacía treinta y cuatro años. Viajaba mucho y a lugares más bien exóticos.


Turquía, Rusia, Lejano Oriente, Marruecos y Grecia.


El viaje más reciente había sido a El Cairo y el más lejano a Rarotonga. Había estado dos veces en Río de Janeiro en los últimos tres años y en Bahía, cuatro veces. Entre todos aquellos viajes y las visitas a su amada, se preguntó de dónde sacaría el tiempo para trabajar.


Molesta por que la hiciera esperar, Paula cerró el pasaporte y, al mirar hacia la casa, se encontró con Pedro, quien, a pesar de la lluvia, estaba junto a la ventanilla mirándola.


Al darse cuenta de que la había pillado, se puso roja como un tomate de pies a cabeza. No podía hablar ni parpadear. Se quedó petrificada, rezando para que fuera una alucinación.


—Estaba en el suelo —intentó justificarse, aunque sabía que no había excusa, cuando él subió al coche. Pedro no contestó. No hacía falta.


—Lo recogí porque el pasaporte no es algo que se pueda dejar por ahí tirado.


Pedro se arrellanó en el asiento sin decir nada.


Paula se dio cuenta de que lo estaba empeorando y decidió callarse. Sin embargo, el silencio de Pedro la estaba exasperando.


— Se le podría haber caído en la calle y no se habría dado cuenta, y luego ya sabe la lata que es volvérselo a hacer. Además, si hay que salir de repente de viaje o sí acaba en manos de alguien sin escrúpulos que... que...


—¿Ha terminado ya?


Paula bajó la cabeza y se dio cuenta de que todavía tenía el pasaporte en la mano.


— Sí —contestó dejándoselo en el regazo.


— ¡Gracias a Dios!


Pedro tiró el pasaporte por encima del hombro y arrancó. Era plena hora punta y decidió no hablar más para dejar que se concentrara en el tráfico, pero, cuando ya habían salido de la ciudad, Paula decidió hablar.


— Me temo que no hemos empezado con muy buen pie y quiero pedirle perdón por lo que me toca.


Él se encogió de hombros.


—Normalmente, no suelo cotillear las cosas de los demás, pero, como tardaba un poco, estaba buscando algo para leer.


—Entonces, me tendré que dar por satisfecho de que solo fuera mi pasaporte, porque llevo unos cuantos documentos legales ahí atrás. Cuando hubiera acabado de leerlos, podría haberme chantajeado por romper la confidencialidad cliente— abogado.


—No sabía que fuera abogado.


— Ni yo que usted fuera una metomentodo, así que estamos iguales.


Paula lo observó. Era realmente guapo.


— ¿Por qué está tan decidido a odiarme, Pedro?


—No siento nada por usted, ni en un sentido ni en otro, señorita Chaves. Ya le he dicho que es usted un incordio, pero habré acabado con ello en el momento en el que la deposite en casa de Hugo. Eso, siempre y cuando no le haga daño a él ni a nadie que me importe.


—Obviamente, usted piensa que es eso a lo que he venido.


—Vamos a dejarlo en que, según mi experiencia, la manzana raras veces cae lejos del árbol. 


Paula lo miró atónita.


—¿Y eso qué quiere decir?


—Eso quiere decir que, si se parece usted en algo a su madre... —se interrumpió como si hubiera hablado demasiado.


—¿Qué sabe usted de mi madre?


—Más de lo que me gustaría.


— ¿Por lo que le ha contado Hugo?


—Hugo no tuvo contacto con ella en más de veintiséis años.


— ¡Exacto! Así que sus opiniones no son de fiar.


—Por una vez, estamos de acuerdo —contestó tomando una salida de la carretera que llevaba a un restaurante—. Le propongo que comamos algo. Stentonbridge está todavía a más de dos horas.


Por una parte, quería decirle que le interesaba más que le aclarara el tema referente a su madre, pero se dijo que no sería inteligente hacerlo. Había ido en busca de respuestas, pero no las quería de él. Aunque él no quisiera admitirlo, se veía que estaba cargado de odio y Paula no quería que estallara en una carretera oscura en mitad de la nada.


Había esperado mucho tiempo para saber la verdad, así que podría esperar un par de horas más.




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