jueves, 22 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 27




La casa era antigua, del siglo XIX. Aunque había sido construida para aguantar los duros inviernos, el suelo de madera sonaba y las paredes eran delgadas.


Aunque la habitación de Pedro no hubiera estado pegada a la suya, probablemente habría oído también todos sus movimientos.


Paula tenía la ventana abierta de par en par y lo oyó perfectamente meterse en la cama. Si giraba un poco la cabeza, veía el reflejo de su lamparilla de noche, que iluminaba una rama de un pino cercano.


Una polilla se dio contra la ventana y siguió volando en busca de la luz. «Como yo, pobre, no se va a quedar contenta hasta que no se queme una por dejarse llevar por su propia locura», pensó con tristeza.


Pedro apagó la luz. Oyó los ruidos del colchón bajo su cuerpo. Paula se preguntó si se dormiría con facilidad y olvidaría los momentos que habían compartido haciendo el amor o si se quedaría despierto en la oscuridad preguntándose hacia dónde iba su relación.


Cerró los ojos y revivió la hora que habían pasado en la isla. Recordó el primer encuentro, demasiado rápido, pero suficientemente magnífico como para querer más. Y el siguiente... la noche de terciopelo, el agua contra sus cuerpos...


Volvió a sentir el cuerpo de Pedro, rápido y de líneas puras, que la había arrastrado por una corriente pasión, por rápidos desconocidos hasta que, al final, la había llevado al borde de la cascada.


Sintió que se le ponía la carne de gallina y se tapó con la sábana. Había sido perfecto. ¡Perfecto! Hasta que, llevada por la emoción del momento, las palabras que le martilleaban la cabeza habían estado a punto de salir de su boca.


Se había mordido la lengua a tiempo, menos mal que no había roto aquella norma que él había dejado tan clara, pero estaba segura de que Pedro se tenía que haber dado cuenta.


La segunda vez que habían hecho el amor había sido diferente. Se habían acoplado suavemente, un adjetivo que no parecía hecho para aquel cuerpo, fuerte y musculoso. Sin embargo, había sentido una rara ternura en él, casi un instinto de protección. Acostumbrada a su naturaleza demoledora, aquella otra parte de él la había pillado por sorpresa y había barrido las defensas que había colocado con esmero.


Lo malo era que no había sido capaz de contentarse. Se había comportado como una niña en una tienda de caramelos. Había sido avariciosa y había deseado más.


—Ahora que ya has obtenido todo lo que has querido, parece que tienes prisa por deshacerte de mí. Solo soy una amante... y siempre según tus condiciones — le había dicho cuando, de vuelta, Pedro había encendido el motor del bote en lugar de ir remando como a la ida.


Pedro había levantando la cabeza y la había mirado con tanta frustración que ella había deseado que le cortaran la lengua.


— Sé que en las películas este es el momento en el que el protagonista dice que tiene buenas intenciones, pero creo que ya hemos dejado claro que no es nuestro caso. Si estás buscando una relación duradera, te estás equivocando de hombre. El sexo que compartimos es maravilloso, pero creí que había quedado claro que eso es todo lo que vamos a compartir.


Lo peor era que Pedro tenía razón. Ya eran mayorcitos como para dejar que la atracción física confundiera al sentido común. Lo malo era que la lógica chocaba contra su intuición femenina, que le decía que Pedro Alfonso era el amor de su vida.



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