miércoles, 21 de agosto de 2019
AMARGA VERDAD: CAPITULO 24
Después de aquella noche, Pedro no la vio durante casi dos semanas. Quería quitársela de la cabeza, pero no podía. Además de contarle secretos que no debería de haber revelado jamás, había complicado aún más las cosas acostándose con ella.
Era inútil pensar que solo había sido sexo porque sabía que no era cierto. Habían hecho el amor y de una manera tan maravillosa que lo que sentía por Esmeralda Stanford se había esfumado.
Aunque Hugo lo perdonara por haberse aprovechado de su hija en un momento de debilidad, él no podría perdonarse a sí mismo jamás.
¿Qué era lo que la hacía tan difícil de olvidar? ¿Su fragilidad? ¿Su vulnerabilidad al oír la verdad sobre su madre? ¿O sería que simplemente sintió compasión por ella?
¡No! ¡No era compasión lo que sentía su cuerpo cuando recordaba aquella noche!
Para empeorar las cosas, había recibido otro informe del detective. La información que contenía justificaba las sospechas que tenía sobre ella. Debería sentirse bien, pero le pesaba tanto que deseó no haberlo encargado nunca.
Sospechosa de fraude y conspiración no eran datos muy bonitos.
El jueves lo llamó su madre para comunicarle que, al día siguiente, se iban todos a la finca y contaban con él. Pedro intentó poner como excusa que tenía mucho trabajo. No podía soportar la idea de ver a Paula y tener que fingir que lo máximo que había habido entre ellos había sido un apretón de manos. Verla en bañador y no poder tocarla y, para colmo, saber que la estaban investigando en Vancouver.
Su madre se enfadó ante su negativa e insistió en que a Hugo le haría mucha ilusión porque creía que estaba evitando ir a verlos por algo.
«¡Porque me da vergüenza verlo a él o a Paula!». Al final, tuvo que aceptar. Se dijo que había sido porque tendría que ver a Hugo tarde o temprano, pero sabía que había algo más. Era consciente de que la atracción hacia Paula Chaves se le había ido de las manos. Aunque hubiera deseado que fuera de otra manera, quería estar con ella.
Cuando llegó al lago la noche siguiente, intentó mantener las distancias y, por lo visto, lo consiguió demasiado bien. Así se lo hizo saber Natalia cuando estaban en la cocina recogiendo la cena.
— Se lo has dicho, ¿verdad? Lo de su madre.
—¿Por qué lo dices?
—¿Por qué va a ser? Porque no os miráis, porque cuando ella habla tú haces como si no existiera, pero luego, cuando crees que nadie te ve, la observas como un depredador. Se lo has dicho, ¿verdad?
— Sí. Desearía no haberlo hecho —contestó apoyándose en la nevera.
—Es mejor así. Tiene derecho a saberlo. ¿Lo sabe papá?
—No.
—Bien, pues si no quieres que se dé cuenta, será mejor que disimules.
Pedro no solía aceptar los consejos de su hermana de diecinueve años, pero, en aquella ocasión, se dio cuenta de que tenía razón.
Fue al porche, donde estaba Paula, con Katie a sus pies, hablando con Hugo y con su madre,
— Voy a dar un paseo para bajar la cena. Ven conmigo, Paula, y así te enseño los alrededores.
A Paula no le dio tiempo ni a protestar porque la agarró de la muñeca, la levantó y la condujo escaleras abajo hacia el lago.
— No te molestes en decirme que preferirías la compañía de una víbora. Ya me he dado cuenta —le dijo cuando se hubieron alejado lo suficiente—. Tengo que hablar contigo.
—Espero que sea urgente —díjo ella masajeándose la muñeca—. Si has averiguado más cosas de mi madre, te agradecería que no me las contaras. No estoy dispuesta a pasar dos veces por lo mismo.
— ¡Paula, por favor! —le dijo agarrándola del codo.
— ¡No me toques! —exclamó furiosa.
—De acuerdo. No te toco, pero escúchame.
—Bien, no creo que tenga otra opción contestó orgullosa. Pedro se dio cuenta de que le estaba costando retener las lágrimas.
—Mira —le dijo amablemente —, sé que lo has pasado mal estas dos semanas, pero, si te sirve de consuelo, para mí tampoco ha sido un camino de rosas.
— ¿Por qué? ¿Porque rompiste la promesa que le habías hecho a Hugo?
Pedro asintió.
—Él sabía que saber la verdad sobre tu madre no te iba a hacer ningún bien.
—He asimilado eso. Mi madre no era perfecta, como no lo somos ninguno de nosotros. Ni Hugo, ni tú, ni yo. Me sorprendió escuchar la verdad, pero podré vivir con ello porque hay algo que es más importante que lo que sucediera antes de que yo naciera. Mi madre era una buena madre. Y mi padre, también. Y no me refiero a Hugo.
—Entonces, ¿por qué estás tan triste? He encontrado tu pendiente, si es eso lo que te preocupa.
— ¿Cómo eres capaz de pensar que lo que me preocupa es un pendiente? —le preguntó mirándolo fijamente.
Pedro se puso rojo como no recordaba haberse puesto desde que tenía diez años.
—No, claro, supongo que es porque... porque estuvimos juntos.
— ¡No intentes edulcorarlo! —le espetó—. ¡Lo que hicimos fue tener una aventura de una noche! ¿No es así como los hombres os referís a un encuentro con una mujer que no os importa y a la que no queréis volver a ver?
— ¡Paula, para! No quiero escuchar ese tipo de comentarios.
—¿Te escandaliza la verdad?
—No es la verdad y lo sabes.
—¿Ah, no? —dijo mientras una lágrima solitaria temblaba entre las pestañas—. Pues te voy a contar mi verdad. Me siento vulgar y sucia por cómo me comporté contigo. ¡No has sido el primer hombre con el que me he acostado, pero sí el único que me ha hecho sentirme como una fulana!
— ¡No digas eso! —le dijo agarrándola, a pesar de su resistencia—. Para porque no te pienso soltar.
— Suéltame —insistió intentando darle una patada en la espinilla. Al fallar, la frustración hizo que estallara en lloros.
La estrechó entre sus brazos y sintió cómo se movía su cuerpo por los espasmos.
—Te voy a decir una cosa —le susurró escondiendo la cara entre su pelo—. Ojalá yo hubiera sido el primer hombre con el que te hubieras acostado. Me hubiera encantado enseñarte lo que es la pasión. Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. Entonces, tal vez...
— ¿Nos habríamos enamorado? No creo, Pedro. El amor no surge solamente cuando es conveniente. El amor no se controla.
¡Ni el deseo, tampoco! El tenerla entre sus brazos le recordaba los momentos que habían pasado juntos hacía dos semanas. Sentía el calor de su cuerpo y deseó poseerla de nuevo.
Le levantó la barbilla y la miró a los ojos.
— Pedro, por favor, déjame —murmuró—. No puedo soportar que me compadezcas.
— No es compasión —contestó él con una voz embriagada por un sentimiento que no acertaba a explicarse—. Paula, te deseo. Te deseo más que nunca y sé que tú a mí también —Ella miró por encima de su hombro—. ¿Verdad que sí?
—Deja de interrogarme. Esto no es un juicio.
—Contéstame —le suplicó rozándole los labios—. Si no es verdad, no volveré a molestarte.
— Sí, te deseo —confesó— y me aborrezco a mí misma por ello.
— Hay un bote en el embarcadero. Ven al lago conmigo. Estaremos solos —le pidió recorriendo el camino de vuelta a la casa — Paula dudó‐—. Por favor, ven conmigo Paula— suplicó abrazándola.
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