miércoles, 21 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 25




EL lago estaba tranquilo y silencioso. Pedro remó veloz y puso el bote en dirección a una isla que se encontraba no muy lejos de la orilla.


— Veníamos aquí cuando éramos pequeños —le dijo mientras ataba el bote a un árbol de la playa.


—¿Y de adultos?


—Nunca he traído a ninguna mujer, si es eso lo que quieres saber, Paula. Tú eres la primera.


Intentó agarrarla de la mano, pero ella se escabulló y se puso a pasear por la orilla de la mar cabizbaja. Llevaba unos pantalones cortos y un cuerpo de algodón. Su piel bronceada y su pelo adquirían un bonito tono bajo la luz de la luna.


Hubiera preferido tenerla entre sus brazos, pero verla desde lejos le daba la oportunidad de observar la elegancia de su figura. ¿Cómo podía no haberse fijado la primera vez que la vio? ¿Cómo podía haberle pasado inadvertida?


Cuando había andado unos veinte metros, se dio la vuelta.


—Supongo que no seré la última. 


Pedro se encogió de hombros.


— No lo sé. Lo que sí sé es que, cada vez que pienso que liarme contigo no es una buena idea, una parte de mí me grita lo contrario.


— ¡Ya me puedo imaginar qué parte!


—Estoy hablando de algo que va más allá de la atracción física.


—Pero no sabes cómo llamarlo o no quieres llamarlo de ninguna manera.


—Quieres que diga que es amor, pero ambos sabemos que es muy pronto —suspiró él—. Nos conocemos desde hace menos de dos meses. ¿Por qué no dejamos lo de los nombres para el final del verano y nos dejamos llevar, a ver qué tal nos va?


— ¿Te refieres a que nos escapemos por ahí a acostarnos y hagamos ver a la familia que solo somos buenos amigos?


—¿Tan mal estaría que solo fuéramos amigos?


— Sabes que nos resultaría imposible —contestó ella con el reflejo de la luna a su espalda. Parecía sola e indefensa—. Cuando una relación se estropea, nunca se convierte en amistad. Se convierte en dolor, amargura y pesar.


— Solo sé que quiero abrazarte —le dijo abriendo los brazos—. Ven aquí, preciosa.


Paula jugueteó con los pies en la arena. Intentó combatir el deseo de dejarse caer entre sus brazos. Pedro sonrió. Su mirada, la curva de su boca, la manera en la que se pasó la lengua por el labio superior y deslizó su mano desde la garganta al pecho y hasta la cadera no eran objeto de risas. Aquellos gestos eran pura pasión, eran como un imán que salía de ella y lo atraía hacia él.


Se encontraron a medio camino y cayeron sobre la arena. Pedro sintió la boca de Paula bajo la suya, que se abría, que lo recibía. Sintió sus manos bajo la camisa, acariciándole las costillas y el ombligo.


Sintió un tremendo calor en el vientre. Quería disfrutar del momento, quería recorrer centímetro a centímetro su cuerpo, pero estaba perdiendo el control. ¡La deseaba y tenía que ser ya!


La sintió caliente y húmeda al palpar la parte más femenina de su cuerpo. Merecía que la amaran con fineza, sofisticación y respeto. Pero él solo quería estar dentro de su universo, había pasado demasiado tiempo, quería perderse en su interior.


Pedro levantó la cabeza y la miró. Tenía la boca mojada por sus besos y los ojos brillantes.


—Tal vez, debería pedirte perdón por esto, pero arrepentimiento no es precisamente lo que tengo en mente.


Su sonrisa y su forma de retirarle el pelo de la frente lo conmovieron profundamente. Podía con la seducción, el flirteo, el sexo... estaba acostumbrado a tratar con mujeres así, pero la ternura de aquella mujer le hacía experimentar demasiados sentimientos.


¡Incluidos los remordimientos!


Pedro deseó por enésima vez haberla aceptado tal y como era y no haber encargado la investigación. Saber mientras hacían el amor que su detective en la Costa Oeste estaba realizando un informe exhaustivo sobre su vida lo ponía enfermo.


Le había dicho que siguiera con la investigación, pero el detective se había dado contra un muro porque la policía se negaba a revelar datos de un caso abierto.


—¿En qué piensas? —le preguntó Paula.


—En que podríamos irnos a nadar —contestó intentando apartar de él aquel sentimiento de culpabilidad.


—¿Aquí? —rio ella.


— ¿Por qué no? —propuso acariciándole un pecho—. Me parece recordar que te gusta nadar por la noche.


Paula volvió a reír y gimió débilmente, dándole a entender lo mucho que le estaban gustando sus caricias.


— Se me había olvidado aquella noche de la piscina.


—A mí, no. Fue la primera vez que te besé.


—Sí, y me mentiste. Me dijiste que no llevabas bañador —Y la estaba volviendo a engañar, pero aquella vez sobre algo mucho más importante. Aquello lo estaba volviendo loco. Paula creyó que no se acordaba de aquel episodio—. Me dijiste que estabas nadando desnudo.


— Sí y esta vez va a ser verdad. Vamos a nadar desnudos —Pedro se levantó y tiró de ella. Al ver sus curvas a la luz de la luna, recordó por qué la había llevado a aquel lugar. ¡Era peor que un adolescente en el asiento trasero del coche de su padre con una animadora! — . ¡Gallina el último! —gritó corriendo hacia la orilla y zambulléndose en el agua, que estaba tan fría como para acabar con cualquier muestra de libido.


Oyó su risa y, cuando sacó la cabeza, a unos cien metros de la orilla, se la encontró junto a él. Tenía los ojos más negros que la noche, a excepción de las estrellas que se reflejaban en ellos.


Paula cerró los ojos, se puso las manos detrás de la nuca y descansó haciendo el muerto. Sus pezones asomaban sobre la superficie del agua como islas de tentación.


— ¡El agua está tan calentita que es como darse un baño! —suspiró.


— Sí —contestó él apoyándose en un banco de arena—. ¿Dónde están las duchas de agua fría cuando uno más las necesita? Paula, te deseo de nuevo.


A Paula se le borró la sonrisa de la cara. Se acercó y se enroscó a él. Sus hombros parecían bañados por agua plateada.


—¿Por qué no me harto de ti, Pedro? —le preguntó seria, mirándolo a la boca — . ¿Por qué me arriesgo a sufrir dejándome arrastrar por ti?


Él acarició uno de sus rizos como ausente y se hizo otro tipo de pregunta.


«¿Cómo puedes ser tan sincera aparentemente, pero capaz de engañar tal y como indica el informe del detective?».


Paula ladeó la cabeza y le acarició la barbilla.


Pedro, ¿qué te preocupa?


—¿Parezco preocupado? —dijo intentando reírse.


—Te lo veo en la cara.


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