sábado, 4 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 2





Paula sintió que se quedaba paralizada. Le habría gustado que se le ocurriera una respuesta apropiada que lanzar a aquel griego arrogante que la miraba como si fuera una mancha en el suelo y le hablaba como si fuera una ramera. Pero lo cierto era que no se atrevía a hablar, por miedo a decir solo cosas sin sentido. Porque ese era el efecto que le producía él. El efecto que producía a todas las mujeres. Hasta cuando hablaba con ella con desprecio en los ojos podía reducirla a un nivel de anhelo que no era como lo que sentía con la mayoría de los hombres. Podía lograr que fantaseara con él aunque solo exudara oscuridad.


Paula había visto cómo lo había mirado su madre. Veía cómo lo miraban las otras mujeres de la galería, con miradas hambrientas pero nerviosas, como si observaran a una especie diferente y no supieran bien cómo lidiar con él. 


Como si comprendieran que debían apartarse, pero se murieran por tocarlo de todos modos. Y ella no podía juzgarlas por eso, ¿verdad? 


Porque había pegado con fuerza su cuerpo al de él y ansiado que saciara el profundo anhelo que sentía dentro. Se había comportado como una tonta, había malinterpretado un gesto sencillo de él y se las había arreglado para empeorar una situación ya de por sí mala.


La última vez que lo había visto, su vida se había derrumbado y ocho años después seguía lidiando con los efectos colaterales. Paula apretó los labios. Había sufrido demasiado para permitir que aquel multimillonario arrogante le hiciera sentirse mal consigo misma. Sospechaba que el reto burlón que brillaba en los ojos azules de él iba destinado a conseguir que se excusara y desapareciera, pero ella no haría eso. En su interior empezaba a forjarse una rebelión silenciosa. ¿De verdad creía él que tenía el poder de echarla de aquella galería pública como la había echado de otro tiempo de su isla privada?


–No iré a ninguna parte –dijo. Vio que los ojos de él se oscurecían de rabia–. Estaré encantada de mirar las fotografías de Lasia. Había olvidado lo hermosa que es la isla y puedo entretenerme hasta que vuelvas –sonrió–. Te espero aquí, Pablo. Tarda todo lo que quieras.


Obviamente, no era la respuesta que quería Pedro y Paula vio que la irritación endurecía los hermosos rasgos de él.


–Como quieras –dijo–. Aunque no sé cuánto tardaremos.


Ella lo miró a los ojos con una sonrisa.


–No te preocupes. No tengo prisa.


Él se encogió de hombros.


–Muy bien. Vamos, Pablo.


Echó a andar con su hermano al lado y Paula, aunque se dijo que debía apartar la vista, no pudo hacer otra cosa que mirarlo fijamente, como todas las demás personas de la galería.


Había olvidado lo alto y duro que era, porque se había obligado a olvidarlo, a purgar su memoria de una sensualidad que la había afectado como ninguna otra. Sin embargo, tenía la impresión de que parecía incómodo con el exquisito traje gris que llevaba. Su cuerpo musculoso parecía constreñido, como si estuviera más a gusto con los vaqueros cortados que había llevado en Lasia. Pero de pronto se le ocurrió que no importaba lo que llevara ni lo que dijera porque nada había cambiado. Lo veía y lo deseaba, era así de sencillo. Pensó en lo cruel que era la vida porque el único hombre al que había deseado en su vida era un hombre que la despreciaba.


Apartó la vista con un esfuerzo y se obligó a concentrarse en una fotografía que mostraba la isla que llevaba generaciones en la familia Alfonso. Lasia era conocida como el paraíso de las Cícladas, con buenos motivos, y Paula había tenido la sensación de que entraba en el paraíso en cuanto había pisado su arena plateada. 


Había explorado con placer su interior exuberante, hasta que la sorprendente caída en desgracia de su madre había hecho que tuvieran que acortar la visita. Jamás olvidaría las hordas de periodistas ni el flash de las cámaras en el rostro cuando bajaban del barco que las había llevado de vuelta a El Pireo. Ni los titulares a su vuelta a Inglaterra, o las vergonzosas entrevistas que había dado su madre después y que solo habían servido para empeorarlo todo. Paula se había visto manchada por el escándalo, una víctima de circunstancias más allá de su control, y las repercusiones continuaban todavía.


¿No era eso lo que la había hecho ir allí esa tarde a verse con Pablo y recordar la belleza del lugar, como si así pudiera trazar una línea debajo del pasado y cerrarlo de algún modo? 


Había confiado en poder erradicar parte de los recuerdos y reemplazarlos por otros mejores. 


Había visto una foto de Pedro en el periódico, de la noche de la inauguración, con una guapa pelirroja colgada del brazo. Desde luego, no había esperado encontrárselo allí esa tarde.


–¿Paula?


Se volvió hacia Pablo. Pedro estaba un poco detrás de él y no se molestaba en ocultar una sonrisa de victoria.


–Hola –dijo ella–. No has tardado mucho.


–No –musitó Pablo–. Oye, me temo que tengo que irme. Tendremos que posponer el encuentro. Pedro quiere que vaya a Oriente Medio a ocuparme de un barco.


–¿Ahora? –no pudo evitar preguntar ella.


–En este mismo momento –comentó Pedro–. ¿O debería haberlo consultado antes contigo?


Pablo se inclinó y le dio un beso en cada mejilla.


–Te pondré un mensaje luego –dijo, sonriente–. ¿De acuerdo?


–Bien –repuso ella.




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