sábado, 4 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 3




Lo observó alejarse, consciente de que Pedro seguía detrás de ella, pero sin atreverse a mirarlo. Se esforzó por concentrarse en la foto que tenía delante, una bahía donde se divisaban formas de tortugas gigantes nadando en las aguas cristalinas. Quizá él captara la indirecta y se marchara.


–No sé si ignoras totalmente mi presencia –dijo él, con su voz grave– o si te encanta ignorarme a mí.


Se había acercado hasta ponerse a su lado y Paula alzó la vista y se vio atrapada en la penetrante mirada de color zafiro de él. La sangre se le subió a la cabeza. Y a los pechos, que sentía pesados y doloridos. Se le secó la boca. ¿Cómo hacía él aquello? Se sentía casi mareada, pero se las arregló para decir con frialdad:
–¿Por qué? ¿Las mujeres siempre notan tu presencia cuando entras en una habitación?


–¿Tú qué crees?


Y entonces Paula se dio cuenta de que no tenía que jugar a aquel juego. Ni a ningún otro. 


Él no era nada para ella. Nada. «Pues deja de portarte como si tuviera algún tipo de poder sobre ti». Sí, una vez había cometido un error estúpido. ¿Pero y qué? Hacía mucho tiempo de eso. Era joven y estúpida y había pagado su precio. No a él, sino al Universo. Pero no le debía nada. Ni siquiera educación.


–¿La verdad? –soltó una risita–. Creo que eres increíblemente grosero y arrogante, además de tener el ego más grande que ningún hombre que haya conocido jamás.


Él enarcó las cejas.


–E imagino que habrás conocido a unos cuantos.


–Seguro que menos que las mujeres que has conocido tú, si hemos de creer a la prensa.


–No lo niego. Pero si quieres jugar al juego de los números, me temo que no ganarás nunca –a él le brillaron los ojos–. ¿Nadie te ha dicho que las reglas para hombres son muy distintas a las reglas para mujeres?


–Solo en el Universo anticuado que pareces habitar tú.


Él se encogió de hombros.


–Puede que no sea justo, pero me temo que es un hecho de vida. Y a los hombres se nos permite comportarnos de un modo que se censuraría en una mujer.


Su voz se había convertido en una caricia aterciopelada. Paula sintió que se ruborizaba e intentó alejarse.


–Déjame pasar, por favor –dijo, intentando que no le temblara la voz–. No tengo necesidad de seguir aquí oyendo teorías de neandertal.


–En eso tienes razón –él le puso una mano en el brazo–. Pero antes de irte, quizá esta sea la oportunidad ideal para dejar algunas cosas claras entre nosotros.


–¿Qué clase de cosas?


–Creo que sabes de lo que hablo.


–Me temo que no –ella se encogió de hombros–. Nunca he podido leer el pensamiento.


La mirada de él se endureció.


–Pues permíteme que lo deje claro. No te acerques a mi hermano, ¿de acuerdo?


Paula lo miró incrédula.


–¿Cómo dices?


–Me has oído. Déjalo en paz. Búscate otro al que clavarle las garras. Seguro que habrá muchos que estén deseándolo.


Paula sentía los dedos de él a través del jersey y era casi como si la marcara con su contacto, como si prendiera fuego a su piel. Se soltó con rabia.


–No puedo creer que tengas el valor de decir algo así.


–¿Por qué no? Me preocupo por él.


–¿Quieres decir que te dedicas a espantar a los amigos de Pablo?


–Hasta ahora no he sentido la necesidad de hacer otra cosa que vigilarlos un poco, pero hoy sí –él sonrió sin humor–. No sé cuál es tu índice de éxitos con los hombres, aunque imagino que debe de ser alto. Pero creo que debo aplastar cualquier esperanza que puedas tener diciéndote que Pablo ya tiene novia. Una mujer hermosa y decente que lo quiere mucho –le brillaron los ojos–. Y yo que tú no perdería más tiempo con él.


–¿Y él tiene algo que decir en el tema? –preguntó Paula–. ¿Has elegido ya el anillo de compromiso y decidido dónde va a ser la boda y con cuántas damas de honor?


–Aléjate de él, Paula –repuso Pedro, cortante–. ¿Entendido?


Lo irónico de aquello era que Paula no tenía inclinaciones románticas hacia Pablo Alfonso y nunca las había tenido. Su amistad, si podía llamarse así, no iba más allá de pulsar un «Me gusta» o un emoticono sonriente cuando él colgaba en las redes fotos de sí mismo disfrutando al sol con amigos. Verlo ese día le había resultado reconfortante porque se había dado cuenta de que a él no le importaba lo que había ocurrido en el pasado. Pero Paula sabía que se movían en mundos totalmente diferentes que nunca chocaban. Él era rico y ella no. Le daba igual que tuviera novia, pero la orden imperiosa de Pedro era para ella como si agitaran un trapo rojo delante de un toro.


–Nadie me dice lo que tengo que hacer –repuso con calma–. Ni tú ni nadie. Veré a quien yo quiera y tú no puedes impedírmelo. Si Pablo quiere contactarme, no lo rechazaré porque lo digas tú. ¿Entendido?


En la cara de él vio incredulidad, seguida de rabia, como si nadie nunca se hubiera atrevido a desafiarlo tan abiertamente, y ella intentó ignorar el mal presentimiento que la embargó de pronto. 


Pero había dicho lo que quería y ahora tenía que alejarse antes de que empezara a pensar lo que había sentido cuando la tocaba.


Se volvió y salió de la galería, sin darse cuenta de que su chal de color crema había resbalado de sus dedos insensibles. Solo era consciente de la mirada de Pedro clavada en su espalda, lo que hacía que cada paso le pareciera un paseo lento a las galeras. El ascensor de cristal llegó casi inmediatamente, pero Paula temblaba cuando llegó a la planta baja y, cuando salió a la ajetreada calle de Londres, tenía la frente cubierta de sudor.




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