miércoles, 29 de mayo de 2019

DUDAS: CAPITULO 42




Paula esperó el resto del día, sin dejar de preguntarse si Pedro había analizado todo y decidido que no podía confiar lo suficiente en ella como para que trabajara allí. Preguntándose si podría explicarle lo de Raquel.


Aquella tarde, se marchó de la oficina sin saber nada de él. Cerró la puerta y decidió que lo que hubiera pasado en su casa debía ser importante.


El cartel de Doug Ruggles era impresionante. Lo había hecho aún más grande y más elaborado que el que habían destruido.


«Así es como siempre ha sido Gold Springs», pensó, contemplando la ciudad sumida en sombras. Orgullosa y determinada a sobrevivir, recogiendo una y otra vez las piezas rotas.


Recogió a Manuel en casa de los Chaves e intercambió algunas miradas con Tomy mientras esperaba a su hijo. Tuvo ganas de preguntarle abiertamente si era el responsable de los actos vandálicos, pero no fue capaz de encontrar las palabras.


Sin duda no estaba bien, pero un sentido de lealtad la mantuvo en silencio. Nunca habían estado próximos, pero era el tío de Manuel y el hermano de Jose. No tenía el ánimo de preguntárselo.


Manuel se mostraba entusiasmado con la obra de teatro, en la que de pronto tenía muchas ganas de participar. Parecía que uno de los ángeles era una niña de pelo dorado que le había guiñado un ojo mientras cantaban.


—Lleva ortodoncia —explicó, enumerando sus evidentes atributos.


—Parece agradable, Manuel —sabía que sólo era el comienzo de los enamoramientos de su hijo. Algún día, encontraría a una chica, se casaría y tendría hijos propios. Algún día sería abuela.


—Mira —Manuel captó su distraída atención y señaló hacia el porche de su casa—. Ahí está Pedro.


Tenía razón. La camioneta no se veía, pero Pedro se hallaba sentado en los escalones. Llevaba unos vaqueros y un jersey marrón, y cuando se incorporó, el cielo brilló a su espalda con los rayos moribundos del sol.


Paulaa pensó que siempre lo recordaría de esa manera, sin importar qué sucediera entre ellos. 


Lo miró con ojos hambrientos; apagó el motor pero no bajó del vehículo.


—¿Puede quedarse a cenar? —preguntó Manuel al tiempo que abría su puerta.


—Si él quiere… —asintió.


—¡Pedro! —Manuel lo saludó con entusiasmo—. Mamá dice que puedes quedarte a cenar.


—¿Sí? —preguntó él, sin quitarle los ojos de encima.


—Sí —aseguró el pequeño, para añadir con tono confidencial—, y esta vez puede cocinar ella.


Paula recogió el bolso y cerró la puerta de la camioneta. No oyó su respuesta y se sintió incómoda, sin saber qué esperar.


—Me gustaría hablar con tu madre a solas durante un minuto, Manuel —pidió—. Si no te importa.


—No, está bien —aceptó de inmediato. Había oído los rumores sobre su madre y el sheriff en la casa de sus abuelos.


—Entraré en seguida —le prometió con sonrisa vaga. No tuvo que alzar la vista para saber que su hijo miraba por la ventana—. ¿Has averiguado algo sobre el incendio?


—Los especialistas creen que es obra de dos personas que estaban de paso —se encogió de hombros—. Los capturaron en el escenario de otro incendio por la zona. Probablemente me han hecho un favor. Además, la casa no era gran cosa. Creo que voy a intentar vender la tierra.


Entonces, ella lo miró. Casi todo su rostro se encontraba oculto por las sombras.


—¿Vas a dejar que te echen de la ciudad? No pensé que abandonaras con facilidad.


—Voy a intentar encontrar un lugar con una casa —le sonrió; sólo deseaba abrazarla y besarla—. En este momento, no dispongo de tiempo para construirla yo, pero necesito un lugar mío.


—Oh.


—¿Habría importado? —preguntó, deseando oír cómo lo decía.


—Creo que Gold Springs te necesita —cruzó los brazos a la defensiva.


—Paula, sobre lo de la noche pasada, esas cosas estúpidas que dije… no las pensaba. Las dije porque Manuel, tú y Gold Springs significáis algo para mí. Algo que temía perder —apoyó las manos en sus brazos—. Quiero hablarte de Raquel.


—La mujer de las octavillas —tragó saliva. Se sentaron en los escalones del porche, sin mirarse.


—Lo que ponía el texto es verdad —explicó, reviviendo la noche de quince años atrás—. Raquel y yo estábamos prometidos para casarnos. Nunca le gustó que pusiera mi vida en peligro. Empezó a beber. No me di cuenta. Me encontraba ocupado, y me pareció que ella estaba como siempre. Esa noche, llamó un amigo mío desde un bar y me informó de que debía ir a recogerla —hizo una pausa y Paula le tocó el brazo.


—No tienes que…


—Está bien —manifestó con pesar—. ¿Te acuerdas de lo que te comenté sobre el dolor y aprender a superarlo? Yo he pasado por lo mismo. A veces aún lo paso —Paula guardó silencio—. Llegué y nos pusimos a discutir. Ella lloraba cuando la metí en el coche. Me suplicó que dejara el cuerpo de policía, me dijo que me necesitaba más que el resto del mundo. Yo le indiqué que mi trabajo era importante para mí. Se puso histérica y empezó a pegarme y a tratar de que parara el coche. Se tiró sobre el volante y afirmó que quería morir —alzó la vista al cielo oscuro—. Nevaba y los caminos estaban resbaladizos. Perdí el control del vehículo, que terminó dando la vuelta sobre una zanja. Raquel se vio expulsada al suelo y quedó atrapada por el coche. Murió antes de que pudiera llegar auxilio.


Se le quebró la voz y Paula apretó con más fuerza sus rodillas, sintiendo la pérdida de ambos.


—Al principio pensaron que yo también había estado bebiendo. Me suspendieron de empleo y sueldo, pero jamás presentaron cargos contra mí. Con el tiempo, volví a mi puesto, pero sabía la verdad. Yo era responsable de su muerte. Era joven y ambicioso. Nos empujé a los dos al punto de ruptura. No lo comprendí hasta que ya fue demasiado tarde. Ella odiaba que corriera riesgos, riesgos que yo consideraba necesarios para mejorar mi carrera, se volvió hacia ella y le tomó la mano. Cuando te conocí y me contaste lo de Jose, me di cuenta de lo que debió sentir Raquel. Jose murió como un héroe, pero eso no importa. Su ausencia era real. No quería lastimar a Raquel. No quiero lastimarte a ti y a Manuel.


Paula se acercó a él hasta que sus fríos alientos se entremezclaron en el crepúsculo.


—¿Así que decidiste vivir solo en vez de volver a herir a otra persona o a ti mismo? Eso es lo que yo he hecho, Pedro. Por eso tú y yo no podemos…


La besó antes de que pudiera pronunciar esas terribles palabras. Los labios de Paula se abrieron y su calor se unió contra el frío de la noche.


—Ambos tenemos mucho que superar —susurró él, acariciándole la mejilla, húmeda por una lágrima—. A ambos nos aguarda un largo camino —Paula parpadeó—. Será mejor que me vaya —dijo él al fin, soltándola y poniéndose de pie—. Quería que conocieras la verdad y darte las gracias por todo el trabajo que has realizado en la oficina.


—¿Y qué hay de las octavillas? —preguntó sin desear que se fuera—. ¿Qué hay de tu trabajo?


—Esta mañana hablé con Mike Matthews y algunos de los comisionados. Sue Drake sabía todo desde el principio —explicó—. Pretenden convocar una reunión después del Día de los Fundadores. Quiero contárselo a todo el mundo.


Suspiró. No se iba a marchar de la ciudad.


—Puede que surjan algunas preguntas. Pero creo que todo el mundo está dispuesto a darte una oportunidad, Pedro.


La miró y deseó su contacto. Pero podía percibir la duda en su voz, y el sabor de su propia duda le sabía a cenizas en la boca.


—Creo que funcionará, Paula —acordó—. Has sido de gran ayuda.


—Gracias —repuso con seriedad—. Lo lamento tanto, Pedro. Lo de Raquel —«y todo», pensó.


—Fue hace mucho tiempo —musitó y meneó la cabeza—. Mañana es el Día de los Fundadores, ¿verdad?


—Llueva o truene —se obligó a responder.


—Nos veremos entonces.


Lo observó alejarse en la oscuridad. Quiso llamarlo, pero no pudo encontrar las palabras.


—¿A dónde va, mamá? —sonó la voz aguda de Manuel desde la ventana.


—Ha de ocuparse de algunas cosas —le contestó. Tembló por el frío y algo más.


Estaba aterrada. Pensaba que ya se había librado de sus temores de que fuera sheriff, pero todas las viejas pesadillas la invadieron.


Ella podría haber sido Raquel. Pedro podría haber sido Jose. Los dos habían perdido a las personas que amaban porque pensaban que lo que hacían era más importante que sus vidas.


—¿Vas a entrar, mamá?


—Sí, Manuel —dijo cansada y subió despacio los escalones.


Cerró la puerta a la fría noche, luego permaneció horas despierta en la cama después de haber acostado a Manuel, incapaz de desterrar el calor de los brazos de Pedro a su alrededor.


El Día de los Fundadores amaneció soleado. A las ocho, ya había multitud de visitantes detrás de las barricadas que alineaban las calles de la zona vieja de la ciudad. En cada esquina, había puestos de sidra de manzana atendidos por rostros familiares con ropas antiguas.


Paula dejó a Manuel en la carroza que él había ayudado a decorar y atravesó con paso vivo el Parque de la Mina de Oro en el centro de la ciudad para alcanzar la ruta del desfile.


¿Y si se había ido de la ciudad antes de que tuviera la oportunidad de verlo? ¿Y si se había equivocado en dejar que se fuera la noche anterior antes de haber tenido la oportunidad de pensar?


La larga noche le había brindado la oportunidad de meditar. A las tres, se había obligado a levantarse y a sentarse para ver llegar la mañana.


Comprendió que eso era lo que le había hecho Pedro a su vida. Había sido una cálida mañana que habían atravesado su gélida oscuridad. Una parte de ella había muerto con Jose, pero otra había cobrado vida al besar a Pedro Alfonso. Aún le aterraba perderlo, tal como le había sucedido con su marido, pero la idea de no verlo nunca más resultaba devastadora.



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