miércoles, 24 de abril de 2019

AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 12





Paula se preguntaba cómo había podido mantener la calma. Todos los dardos envenenados de Ana habían dado en el blanco, pero no había querido que su prima lo notase. Podría haberle dicho muchas cosas, pero no había querido rebajarse y utilizar las mismas tácticas de Ana.


El curso de los acontecimientos sólo había hecho que se sintiera más humillada, ya que Alex se había acostado con Ana antes que con ella.


Obviamente, lo que había encontrado en su prima había sido mejor que lo que ella había podido ofrecerle.


—Estás muy pálida. ¿Te encuentras bien? —le preguntó Pedro, volviendo con una taza de café.


—Perdona, ¿qué has dicho? —respondió ella. 


Era difícil olvidar los amargos recuerdos y concentrarse en el presente.


—La conversación con la novia te ha dejado al borde un ataque de nervios —comentó él con franqueza.


—No te voy a contar todos los detalles horribles —dijo Paula irguiéndose un poco—. Pídeme otro café mientras voy a retocarme el maquillaje.


Pedro admiró su determinación mientras ella se abría paso entre la multitud de invitados. Tenía que reconocer que Paula Chaves tenía agallas.


Paula se había tomado dos tazas de café y le dolía terriblemente la cabeza. La novia estaba a punto de marcharse y todos los invitados estaban apelotonados en el vestíbulo para la tradicional despedida. Ana buscó deliberadamente a su prima y la miró con malicia. Paula recordó su encuentro con Alex poco antes y casi sintió pena por ella. Podía afrontar aquella mirada con total tranquilidad, lo que hizo que el gesto de Ana se ensombreciera.


Paula se preguntó qué era lo que había hecho para que Ana la odiara tanto. Vio cómo su prima levantaba el ramo y se lo tiraba con tanta fuerza a la cara que le tiró el sombrero. Paula sonrió a pesar de que el dolor le había llenado los ojos de lágrimas. Cuando Pedro recuperó el sombrero, estaba pisoteado.


—Ahí va la paga de una semana —comentó ella, tirándolo a la papelera más cercana. No quería recuerdos de aquel día.


—Pau, ¿podemos llevaros a alguna parte? ¿A casa de tu madre? — preguntó su tío George.


—Tenemos una habitación, pero gracias de todos modos —dijo Pedro.


Paula sintió la presión de las manos de él, como de plomo, sobre sus pesados hombros.


—Creo que ya puedes dejar de actuar —le dijo cuándo su tío se hubo marchado—. Has cumplido con creces tus obligaciones. Espera, se me ha ocurrido algo más que puedes hacer. Deshazte de esto —le dijo poniéndole las flores en las manos.


— ¿No se supone que te auguran una boda inminente?


—No, si puedo evitarlo.


—Creo que eso es tentar al destino, Pau—dijo Pedro pronunciando muy despacio el nombre que ella tanto odiaba—. ¿O acaso debería llamarte señorita Chaves ahora que la función ha terminado?


—Cállate —le sugirió Paula, mirándolo con profunda antipatía.


—Tienes resaca, ¿verdad?


— ¿Es que tú no has bebido nada?


—Nada con alcohol —afirmó él—. Después de un largo vuelo, hubiese sido una equivocación. Tú has sido uno de mis primeros… trabajos.


—Pensé que serías uno de esos tipos machos que están convencidos de que su constitución de hierro puede soportar cualquier cosa. ¿O eres un fanático de las pesas?


—Estás muy resentida, pero no me hagas el blanco de tus frustraciones. No soy lo que diríamos un tipo sufrido.


—Puedo imaginarme lo que eres —le espetó en un tono muy desagradable.


Pedro la agarró por el brazo cuando Paula echó a andar.— ¿Qué? —preguntó suavemente.


Ella miró la mano que le agarraba el brazo y exclamó, escogiendo las palabras cuidadosamente:
—Un gigoló.


Pedro se echó a reír de una forma desinhibida.


—Cuando te pones santurrona y remilgada, frunces las comisuras de los labios. Así —añadió tocándoselas con los pulgares—. Tengo que confesar que me halaga que creas que tengo todos los atributos necesarios.


Paula había pensado en disculparse por aquella acusación tan fuera de lugar, pero aquella respuesta inesperada la había dejado sin habla. El roce de los dedos contra sus labios la hizo respirar entrecortadamente. Cuando Paula lo
miró, la expresión de los ojos semicerrado de Pedro se desvaneció tan rápidamente que pensó que sólo había sido producto de su imaginación. «Tengo que frenar estas fantasías eróticas», se dijo.


—He tenido un día horrible, así que puedes ahorrarte tus comentarios —le espetó—. ¿Crees que si me voy alguien lo notaría?


—Estoy seguro de que todo el mundo se dará cuenta cuando nos marchemos —replicó—, pero eso sólo reforzaría aún más tu papel como mujer realizada de los noventa.


Paula odiaba el sarcasmo que había en su voz, incluso más que el calor que le recorría todo el cuerpo.


—No tengo la culpa de los prejuicios de la gente.


—Sí la tienes cuando los perpetúas con tu actitud —le contestó Pedro imperturbable—. ¿Nos vamos? —sugirió a continuación, contemplando la indignación de Paula con una sonrisa.


La habitación no tenía nada que la distinguiera del resto de las habitaciones del hotel. Era lujosa e impersonal. Paula se lavó las manos y la cara, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama con los ojos medio cerrados. Luego, vio a Pedro estirarse en el sofá, demasiado pequeño para él. Debería haberle cedido la cama, pero no le dijo nada. «Un poco de incomodidad le vendrá muy bien».


Luego le dijo entre bostezos:
—Sólo necesito una siestecita.


El día había sido muy estresante. Hacer frente a sus emociones había sido más traumático de lo que se había imaginado. El vino probablemente la había ayudado, pero tenía efectos secundarios. Los párpados le pesaban como el plomo y cerró los ojos completamente.


De repente, se le ocurrió que estaba siendo confiada al encerrarse en una habitación con un completo desconocido. Desconfiaba de él instintivamente, pero no se imaginaba que pudiese aprovecharse de la situación. Se fue quedando dormida y no sintió que él la cubría suavemente con el cobertor.




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