domingo, 16 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 23




Pero lo cierto era que no quería dejar sola a Paula en un momento como aquél… Y que quería gozar de su compañía.


Paula se mordió el labio por si había aceptado la invitación con demasiado entusiasmo, pero el caso era que ya no podía echarse atrás. 


Además, ¿qué mal había en que cenaran juntos?


—Llevamos la ropa de trabajo —señaló, aunque sabía que no importaba.


Pedro llevaba vaqueros y una camisa azul, y ella una de sus faldas de vuelo y una camisa rosa que se ajustaba a sus curvas. Estaba…


—Bueno, no estamos mal —añadió con una sonrisa—. A no ser que necesites ponerte corbata…


—Supongo que sí, pero eso no es un problema —Pedro abrió la guantera y sacó una corbata azul—. Luciano siempre lleva una de emergencia.


—¿Quieres que te haga el nudo? —ofreció Paula.


Pedro accedió, y disfrutó con el roce de sus dedos en el cuello y con la expresión de satisfacción con la que contempló el trabajo terminado al tiempo que daba una palmadita sobre el nudo. Sí, lo disfrutó en la misma medida que le gustaba que Paula hubiera actuado sin pensarlo, con la espontaneidad con la que hacía aquello que quería.


«No seas ingenuo sintiéndote feliz al pensar que de verdad le interesas, Alfonso. Deberías preocuparte y marcar distancias».


Pedro frunció el ceño y abrió la puerta. Los dados estaban echados. No podía seguir analizando cada paso que daba.


En cuestión de minutos estaban sentados en una mesa al borde de la pista de baile. En aquel momento no bailaba ninguna pareja, pero Pedro pudo imaginar a Paula en el centro, moviéndose al compás de la música.


—¿Marisco para los dos? Hay una gran variedad —dijo Paula, dejándole ver la carta. 


Inclinaron la cabeza para estudiarla hasta que llegó la camarera y le indicaron la selección que habían hecho.


Luego Pedro volvió su atención hacia su… ¿Cómo llamar a su acompañante en una cena con baile? ¿Y por qué asumía que bailarían?


La tensión creció en su interior al tener ese pensamiento, pero al cabo de unos segundos desapareció y volvió a sentirse cómodo. Sonrió a Paula, que también parecía más animada. ¿Y no era ésa la razón de que estuvieran allí?


Sus miradas se encontraron y una corriente de muda comprensión pasó entre ellos que hizo estremecer a Paula. En su interior bullían sentimientos contradictorios: la desilusión por su familia, pensamientos relacionados con la situación de Pedro, la alegría de estar con él, las alarmas que saltaban cuando sentía esa alegría…


Pedro se había echado atrás la última vez. 


Después de besarla no había querido… ¿Y si aquella noche sí quería? ¿Podía ella permitirse que sus sentimientos se intensificaran sabiendo que él no podía corresponderla? Si Pedro se sentía atraído por ella a ciertos niveles, pero no a otros, ¿quería saberlo?


«Como si pudieras elegir si quieres o no sentir algo hacia alguien, Paula».


Esa creencia le había funcionado un tiempo. 


Había creído estar a salvo. Y lo estaba. Aquella cena no era más que una cita excepcional debida a la hora, a que Pedro quería animarla y a que estaban lejos de casa. No había nada de romántico en ella.


Y sí, también era cierto que le gustaría aprovechar la oportunidad para hablar con él de su situación porque Paula estaba cada vez más convencida de que Pedro no la había superado. Al menos no completamente.


—Se nota que la música forma parte de ti.


Las palabras de Pedro sacaron a Paula de su ensimismamiento, que sólo entonces se dio cuenta de que estaba balanceándose al tempo que marcaba la música.


—Me encanta la música de todas las épocas —comentó ante la atenta mirada de Pedro.


Llegó la comida y Paula rió ante la enorme cantidad que habían pedido.


—No te preocupes, la acabaremos —Pedro sonrió—. No tienes ni idea de cuánto soy capaz de comer —tomó la tenaza para abrir la langosta—. No sé si te diste cuenta de que cuando dejamos la casa de la montaña no quedaba ni una miga de lo que habíamos comprado.


Tenía razón, Paula no lo había notado.


—Debiste comerlo por la noche.


—Sí, me temo que soy un comilón de madrugada —Pedro probó la langosta—. Es cuando tengo más hambre.


—Por eso te comes las provisiones de chocolate de los demás —bromeó Paula—. Que conste que no me importó. Sólo me di cuenta porque dejaste más de los que tenía originalmente.


Pedro la miró fijamente.


—No me di cuenta de que los había comido todos hasta que vi los envoltorios sobre la mesa.


—¿Te los comiste mientras explorabas el programa de gráficos? —Paula dio un sorbo al vino mientras se preguntaba si Pedro era consciente de lo que implicaba que estuviera dispuesto a hablar con ella de sus peculiaridades de una manera tan relajada—. Debía habértelo enseñado yo misma.


—Lo pasé bien curioseando.


Pedro demostró que era capaz de comer en grandes cantidades, y charlaron amigablemente, hasta el punto que Paula logró dejar de pensar en lo que Pedro estaría pensando o en si estaba bien lo que estaban haciendo.


—Bailemos —Pedro se puso en pie y le tomó la mano.


Paula sintió al instante que todo su cuerpo reaccionaba. Pedro bailó con ella sujetándola de las manos hasta que, al cabo de unos minutos, las apoyó en sus caderas y se quedó prácticamente paralizado mientras ella apoyaba las suyas en sus hombros y se mecía con la música. Cerró los ojos y deslizó una mano hasta el corazón de Pedro, entregándose al instante con toda su alma.


Sólo serían unos segundos… Nadie tenía por qué sufrir




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