sábado, 8 de septiembre de 2018
PERSUASIÓN : CAPITULO 36
Después de la cena, la fiesta perdió la mayor parte de su brillo para Paula.
Todos los demás parecían felices... las miradas de parientes hablando a toda velocidad como si llevaran largo tiempo sin verse, esperando la aparición de la mujer que no tenía idea de que ellos estaban allí.
Paula se mantuvo apartada lo más posible después que Pedro, sin decir palabra, la llevó abajo y desapareció en seguida después de haberla depositado en un sillón cerca de una de sus tías.
La tía no hizo más que alabar a su sobrino; según descripción, él era nada menos que un santo. Nadie podría encontrar un marido mejor.
Paula escuchó y sintió deseos de gritar.
Y ese deseo fue aumentado a medida que los parientes se acercaban uno tras otro para conocerla, preguntándose cada uno a su modo cómo iban las relaciones entre ella y Pedro.
"Amigos, solamente amigos" respondía ella una y otra vez, hasta que creyó que las palabras quedarían grabadas en su cerebro por el resto de su vida.
Casi había llegado al punto de buscar una forma de escapar cuando Verónica recorrió apresuradamente las habitaciones pidiendo a todos que hicieran silencio pues el automóvil de su marido acababa de detenerse en el camino privado.
En seguida se hizo silencio en toda la casa.
Paula también esperó, con los nervios tensos, pero no por la misma razón. Dejó que sus ojos vagaran por la habitación y notó por primera vez las flores distribuidas estratégicamente.
Su mirada dejó de examinar la habitación para dedicarse a la gente. Altos, bajos, gordos, flacos, viejos, jóvenes, de edad mediana, bien vestidos, mal vestidos, con buen gusto y con mal gusto. Eran una mezcla heterogénea, como cualquier otra multitud. Pero tenían una cosa en común, lo placentero de sus expresiones. Y si algunos pocos parecían contrariados o preocupados, por las líneas que marcaban sus rostros ella supo que esa situación era solamente temporaria.
Finalmente su búsqueda tuvo su recompensa. Pedro estaba de pie al lado de su hermana en el extremo de la habitación, esperando, aparentemente, la entrada de su madre. Pero sus ojos estaban posados en ella, Paula quedó atrapada por esa mirada. Él le enviaba un mensaje y ella lo recibía. "No seas cobarde", la desafiaba él. "Ven aquí... quédate a mi lado. ¡Hazlo! ¡Sigue tu impulso!"
Le costó un esfuerzo tremendo, pero Paula logró apartar la mirada. Al hacerlo estaba reconociendo el desafío de él, no tuvo duda alguna. Pero quizá era una cobarde. ¿Había un refrán que decía que los cobardes viven más tiempo? Quizá lo que ella necesitaba era más tiempo para pensar. Todo había sido tan precipitado, tan inesperado.
La puerta principal se abrió y se oyó una voz femenina que protestaba.
—Teo, no sé por qué insistes en hacer esto. Puedo ver las nuevas cortinas en cualquier momento. En realidad, hoy yo no quería salir y...
Entonces la mujer apareció. Si le hubieran pedido a Paula que señalara a la madre de Pedro, jamás habría elegido correctamente. La mujer era menuda, no mucho más grande que ella misma; su pelo era de un opaco tono castaño, su cara, aunque no fea, no se aproximaba a la escultural belleza de sus hijos.
La mujer se detuvo y miró sorprendida la habitación llena de gente. En sus labios se formó una pregunta silenciosa. Pero entonces vio a Verónica y a Pedro, y supo la verdad.
Verónica no esperó más. Corrió los pocos metros que las separaban y rodeó a su madre con un abrazo cariñoso.
—Feliz aniversario, mamá.
Pedro tomó en seguida el lugar de su hermana. Se inclinó para tomar a su madre en brazos y cuando lo hizo, la expresión atónita de su madre se disolvió en una bruma de lágrimas. Pronto todos empezaron a felicitarla y a converger sobre la sorprendida mujer.
Paula no advirtió que Pedro se detuvo junto a ella, de modo que dio un pequeño respingo cuando él dijo, suavemente:
—Ven a conocer a mi madre.
Dejó que él la condujera a través de la habitación. Cuando la presentaban, Paula se percató de que era el centro de atención de un numeroso grupo. Se encogió interiormente cuando creyó que Pedro continuaría con la farsa y la presentaría como prometida, pero su preocupación fue infundada. Ni él ni Verónica dijeron nada.
Vista de cerca, la madre de Pedro no era más espectacular que desde el extremo de la habitación, excepto por sus ojos. Eran de un suave color gris paloma, vivaces, llenos de amor y de lágrimas. La bondad y la ternura eran las ventanas hacia el alma de esta mujer, y cuando ella la saludó con afecto, Paula se sintió reconfortada pero al mismo tiempo presa de una gran tristeza.
A continuación, y sin mucho esfuerzo, pudo escabullirse de la multitud y observar desde un costado mientras los presentes eran entregados y abiertos. Numerosas veces oyó mencionar el nombre del padre de Pedro. Al principio fue con pena; después, con tonos de afectuoso recuerdo. Empezaron a circular historias graciosas y la gente empezó a reírse, sin excluir a la madre de Pedro, aunque la risa de la mujer sonaba un poco tensa.
Durante todo ese tiempo Paula permaneció sola, olvidada, que era exactamente lo que ella quería puesto que en realidad no era parte de la familia.
Sin embargo, tuvo que participar en la cena que siguió, y como le tocó sentarse al lado de Pedro, su apetito ya reducido fue prácticamente nulo. El notó que ella comía muy poco pero no hizo ningún comentario y se contentó con hablar con un primo que estaba sentado frente a ellos.
Paula fingió escuchar, pero las palabras se borraron. Ella se limitaba a existir, casi flotando a la deriva. No sabía qué pasaba con ella, por qué todo parecía estar sucediéndole a una extraña, como si ella fuera una cascara vacía que ocupaba un espacio y que hablaba sólo cuando se veía obligada a hacerlo.
Pedro había dicho que la amaba. ¿Toda esta experiencia era nada más que un sueño... un mal sueño, en realidad? Por el rabillo del ojo observó que Pedro pinchaba un trozo de pollo con el tenedor y se lo llevaba a la boca. El la había besado, le había dicho que la deseaba, le había dicho que la amaba y después que quería casarse con ella. ¡Oh, Dios! ¿Por qué? Sólo porque un hombre diga que te ama y que quiere casarse contigo, no significa que tengas que responder afirmativamente. Ni siquiera tienes que responder. El dijo que no creía que lo que existía entre los dos fuera meramente una atracción sexual. ¿Era verdad? ¡Maldición, estaba tan confundida! ¿Esta fiesta no iba a terminar nunca? Ansiaba regresar a la tranquilidad de la cabaña. Ahora deseaba estar allí. Necesitaba paz, silencio. Tenía que pensar.
Después de la comida Paula se movió silenciosamente con la multitud y entró a una habitación del fondo de la casa de donde habían retirado los muebles. Se sobresaltó cuando un toque suave como una pluma en su brazo le llamó la atención.
Era Verónica. Pero la atención no era para ella.
Con los ojos llenándosele de lágrimas, Verónica señaló la pareja que, en ese momento, eran los únicos que ocupaban el centro del área despejada. Eran Pedro y su madre; bailaban a los melancólicos compases de una melodía de Gershwin. Los oídos de Paula habían estado al principio sordos para la música, pero mientras observaba, el sonido se le hizo más claro: "Alguien que me vigile". Los versos eran cantados por una mujer cuya voz sonaba cargada de emoción y que hacía que hasta el más endurecido de los que la oían sintieran las profundidades de su deseo.
—Era la canción favorita de mis padres —susurró Verónica con la voz tensa, los ojos llenos de lágrimas—. Todos los años, desde que nosotros podemos recordar, ya fuera que celebraran su aniversario con una fiesta o no, mi padre siempre ponía ese disco y bailaban con mi madre. Entre ellos, era una especie de ritual. El me contó una vez que la primera vez que salieron juntos fueron al cine a ver una película cuyo tema principal era esa canción. Dijo que se enamoró de mamá en aquel momento y que ella se enamoró de él. Se casaron pocas semanas después.
La canción continuó y Pedro siguió moviéndose lentamente con su madre.
—Me alegro de que Pedro baile ahora con ella —dijo Verónica—. Está muy bien. El se parece mucho a papá cuando era joven.
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