martes, 11 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 3



Paula salió de la cama y, gruñendo, se quitó el antifaz que usaba para dormir.


Siempre le costaba despertarse cuando la gente ya llevaba varias horas trabajando.


Pero eso no fue lo que hizo que su corazón latiera con fuerza. Tenía la sensación de que iba a suceder algo, de que iba a acceder a hacer… algo. Tras frotarse los ojos, vio un sobre junto a su mesilla de noche con algo que ella misma había escrito.


Ah sí. Tenía el recuerdo de haber respondido una llamada de teléfono y de haber anotado algo rápidamente.


¿Cuántas veces se había dicho que no tenía que responder al teléfono después de haber pasado toda la noche despierta? Pero con la escasez de trabajo, ya no desconectaba el teléfono.


¿Quién se había atrevido a llamarla a las nueve de la mañana?, se preguntó antes de pensar que ésa era una hora normal para el resto de trabajadores.


Estiró los músculos. Los oscuros paneles que cubrían las ventanas aseguraban que la brillante luz de Atlanta no se colara en su dormitorio mientras intentaba dormir.


Eso también le había puesto difícil encontrar la lámpara hasta que había instalado ese dispositivo para encenderla con una palmada. 


Ahuecó la almohada, se la colocó detrás de la espalda, y apoyada contra el cabecero de la cama, respiró hondo.


Probablemente a las nueve de la mañana habría respondido que sí a cualquier cosa que le hubieran preguntado por teléfono con tal de poder seguir durmiendo.


Ojeó las palabras que había garabateado y se preparó para descubrir a qué había accedido.


Bueno, no era demasiado malo. Una entrevista para Entre nosotras, el programa que solía ver por las tardes mientras desayunaba.


Si esa entrevista salía bien, podría resultar beneficiosa para su trabajo. Ese artículo suyo en el periódico ya le había dado una buena subida a sus ingresos. Unas cuantas semanas más como ésa y podría terminar de pagar el equipo de visión nocturna y la minicámara.


Unas mujeres compraban zapatos.


A otras les gustaban los bolsos.


Y ella no podía resistirse a los artilugios para espías; de hecho, ya le había echado el ojo a la cámara digital bolígrafo. Era un objeto ilegal en los cincuenta estados y su precio estaba por encima de los dos mil dólares, pero era todo lo que necesitaba para delatar a un hombre.


Se frotó la nuca. Pasar tanto tiempo sentada en el coche le destrozaba esa zona del cuerpo. 


Después vio el nombre que había escrito debajo de la hora a la que la habían citado para la entrevista previa al programa.


Pedro Alfonso.


En el momento de la llamada no lo había reconocido, pero ahora estaba totalmente segura. El pulso se le había acelerado y le sudaban las manos.


¡Vaya! Le extrañaba no haber escrito la «O» con forma de corazón, como hacía cuando tenía dieciséis años y no dejaba de escribir en su diario las palabras: «Pedro Alfonso».


Lo que su cuerpo adormilado no había sentido esa mañana lo estaba sintiendo ahora. Tenía la boca seca y mariposas revoloteando en el estómago.


A lo mejor era bueno que Pedro Alfonso nunca la hubiera besado.


Probablemente se habría desmayado allí mismo… aunque habría sido una desmayada feliz. Sin embargo, Paula Chaves nunca había intentado nada con ella.


Ni una sola vez.


Después de dejar el sobre encima de la cama, entró corriendo en el baño y se echó agua fría en sus mejillas encendidas. No quería volver a ver a Pedro. Él era su hombre ideal, lo había tenido en un pedestal antes de darse cuenta de que los hombres podían ser unos auténticos canallas. Había sido el chico de sus sueños.


Guapo, inteligente, con los hombros anchos. 


¿Por qué iba a arruinar su fantasía volviendo a verlo?


Seguro que ya no le veía igual. Tal vez esos hombros anchos que había visto en el instituto sólo lo habían sido porque era dos años mayor que ella. ¿Y si ahora tenía entrecejo? Una persona podía cambiar mucho en nueve años.


«¡Para!». ¿Por qué se estaba haciendo eso?


Paula había aprendido hacía mucho tiempo que ni Papá Noel ni el Ratoncito Pérez existían, pero por alguna razón no quería perder la ilusión de que Pedro Alfonso existía y que era perfecto.


Casi todas las otras ilusiones que había tenido sobre la vida, como encontrar un alma gemela o el hecho de que existiera la fidelidad, se le habían derrumbado. ¿El destino no podía permitirle mantener esa fantasía al menos?


Tras una ducha rápida, entró en el dormitorio para examinar su armario, aunque no tenía mucho donde elegir porque nunca había necesitado demasiada ropa. Hasta que dejó la policía, Paula había llevado su uniforme de la policía de Atlanta con orgullo y, cuando no estaba de servicio, había vestido ropa informal: vaqueros y camisetas.


Tal vez debería haberse gastado unos cuantos dólares en añadir alguna falda o una blusa en algún color que no fuera el negro. Pero, por otro lado, el negro era el único color aceptable para las operaciones de vigilancia.


Un momento… Allí al fondo. Sí, allí había algo que su madre le había enviado en un intento desesperado de convertirla en una señorita. 


Bien, era color lavanda. No un color que ella hubiera elegido, pero al menos la blusa era elegante y formal. La combinó con una falda negra recta, unas botas negras de tacón de aguja y con todo ello ya estuvo lista.


¿Qué pensaría Pedro de ella?


Tras recogerse su larga melena lisa y rubia en una cola de caballo, ya estuvo preparada para enfrentarse a la aniquilación de la única ilusión que le quedaba en la vida y para descubrir que Pedro Alfonso era un hombre más, como el resto.


Y aunque no lo fuera, se recordaría que tenía que mantenerse alejada de él porque era un hombre casado y con hijos.






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