viernes, 3 de agosto de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 21




Hasta la última de las habitaciones de todos los moteles y hoteles del pueblo estaba reservada. 


Estaba teniendo lugar el certamen regional de bandas de música universitarias, y toda la población estaba hasta los topes. Pedro no tardó en darse cuenta de que, a fin de cuentas, había tenido mucha suerte de encontrar habitaciones. 


La posada Charlotte era cara y había esperado servirse de eso como excusa para trasladarse, si eso era posible, pero ahora Paula y él tendrían que pasar allí al menos aquella noche. O más, si el tiempo no mejoraba. A juzgar por su expresión cuando vio la posada, Paula estaba encantada. Lo mejor que podía esperar Pedro era que al día siguiente saliera el sol; así podrían dedicarse a su trabajo.


Empapado, estremecido de frío y pensando en el magnífico aspecto del fuego que ardía en el salón, Pedro firmó en el libro de huéspedes. Sólo una de las habitaciones tenía bañera dentro, y se la había cedido a Paula.


—¿Le gustaría a usted y a su acompañante cenar aquí esta noche? —le preguntó la mujer que les había recibido un poco antes.


—Sí —respondió Pedro; salir con aquel tiempo no le apetecía nada en absoluto.


La mujer sonrió con expresión de complicidad.


—Disponemos de una habitación privada para las parejas jóvenes; se la enseñaré esta tarde. Servimos los aperitivos a las seis. La cena a las siete.


Pedro consultó su reloj; eran cerca de las cuatro y media.


—Muy bien.


Pero aquello no marchaba nada bien.


La habitación de Paula estaba en el piso bajo, y la de Pedro en el tercero, así que habían quedado en encontrarse en el salón. En seguida se dio cuenta de que no estaba vestido debidamente. Otras tres parejas, todos matrimonios jubilados, estaban charlando con Paula cuando entró en la sala. Las cenas elegantes no habían entrado ni en su programa ni en su presupuesto...


Paula llevaba un vestido negro, y se había puesto unos pendientes de brillantes. Tenía un aspecto maravilloso... Aunque siempre estaba maravillosa.


Pedro permaneció por unos instantes en el umbral observando la facilidad con que Paula cautivaba con su conversación a los otros huéspedes... de la misma forma que lo había cautivado a él. Vibrante y efervescente: así era Paula, y la gente parecía animarse en su presencia.


—¡Pedro, aquí estás! —Paula atravesó la habitación, lo tomó de la mano y prácticamente lo arrastró hasta donde se encontraban los demás.


Secretamente divertido, se integró en una conversación sobre la historia de la posada Charlotte, mientras pensaba en la facilidad que tenía Paula para hablar con la gente. En cierto momento ella lo tomó del brazo, lo cual lo sorprendió, pero no puso ninguna objeción.


Momentos después, su anfitriona les informó que la cena estaba lista y, con una sonrisa, llevó a Pedro y a Paula a una pequeña habitación de planta redonda, contigua al salón.


—Este es el nido de los amantes —les explicó con una maliciosa sonrisa antes de desaparecer.


Pedro se había quedado pálido como el papel.


—¡Oh, Pedro!


—Pensé que aquí podríamos hablar con más tranquilidad de la programación de mañana —se dijo que probablemente aquella excusa le sonaba a Paula tan falsa como a él mismo—. Y si el tiempo no mejora, nuestra tercera pareja podría usar esta habitación para su petición...


Si acaso era posible, la expresión de Paula se suavizó aun más. Tomándole una mano, le dijo con un suspiro:
—Está bien. No tienes por qué justificarte por haber reservado esta habitación. Sabías que me encantaría —se sentó en una silla, esbozando una cariñosa e íntima sonrisa—. Y ésa es razón suficiente.


Sintiendo reseca la garganta, Pedro se llevó a los labios su copa de agua. El hado parecía haberlo dispuesto todo de aquella forma y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Por otro lado, sinceramente, tampoco sabía lo que quería hacer.


Paula se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en los nudillos. Pedro la miró con expresión de sospecha por encima del borde de su copa.


—Quiero saberlo todo sobre Pedro Alfonso.


—No hay mucho que contar —repuso con tono despreocupado.


—Oh, yo creo que sí —Paula tomó un sorbo de agua, sin dejar de mirarlo a los ojos.


Pedro se le aceleró la respiración. Fuerzas incomprensibles parecían haberse puesto en movimiento. Fuerzas poderosas contra las que no debería oponerse. Al otro lado de aquella mesa se hallaba sentada una hermosa mujer que le estaba dedicando toda su atención. Una hermosa mujer a la que había estrechado entre sus brazos hacía dos noches. Una hermosa mujer a la que le gustaría besar una y otra vez hasta que la cabeza le diera vueltas...


—Háblame de tu familia. ¿Tienes sobrinas?


Pedro suspiró profundamente y empezó a hablar.


Una vez que empezó a hablar, ya no pudo detenerse. Era como si hasta entonces Paula sólo hubiera conocido una versión en blanco y negro de Pedro y ahora lo viera a todo color. 


Medio maravillada, medio compasiva, escuchó la historia de sus padres, de su hermana y de su cuñado Patricio, el poeta.


Pedro le contó los hechos con una tenue exasperación que indicaba bien a las claras que se preocupaba constantemente por su familia. 


Paula empezó a valorar la gran responsabilidad que había asumido a una edad en que, normalmente, la mayoría de las personas todavía se estaba planteando qué hacer con su vida. También le dijo muchas más cosas de las que pensaba; no en vano Paula tenía una larga experiencia en entrevistas. El talante y la actitud de Pedro ponían de manifiesto a un hombre que había madurado demasiado rápido, y que en el proceso se había convertido en una persona seria y sombría.


Para cuando el chef les sirvió la sopa de verduras, como aperitivo antes de la cena, Pedro había conseguido intrigar aún más a Paula. Cuando les fue servida la ensalada, la intriga se había convertido en admiración. Y la admiración se tornó placer y deseo de entablar sólida amistad durante el segundo plato... Pero lo mejor llegó con el postre, cuando se convenció de que acababa de enamorarse de él.


Lo supo en el mismo instante en que sucedió. 


Su torrente de palabras se había ido consumiendo poco a poco. Pedro se inclinó hacia adelante y le tomó ambas manos entre las suyas.


—Necesitaba hablar de mi familia —le miraba las manos mientras hablaba—. No sé por qué lo has hecho... pero gracias por haberme escuchado —y le besó los nudillos con exquisita ternura.


Paula lo miraba con fijeza, absolutamente cautivada. Pedro le sonrió con una expresión tan sincera y abierta que la conmovió hasta el fondo del alma. Fue entonces cuando se enamoró de él.


Debería haberlo esperado. Desde el momento en que la besó a la luz de la luna, había estado balanceándose en el abismo. Pero aquella revelación de Pedro había terminado por empujarla al abismo.


Pedro le soltó las manos cuando la dueña de la posada apareció para servirles el café. Paula se sentía como si estuviera flotando. Pedro Alfonso... tan guapo, tan sincero, tan discreto, sin llamar la atención sobre sí mismo... El hombre que la había estado apoyando durante años, sin que ella se diera cuenta.... El hombre al que amaba.


Era cierto que la primera impresión no había sido nada positiva. Pero una vez que había empezado a sentirse atraída por él, todo había ocurrido a una velocidad celérica. Y se le había puesto la piel de carne de gallina para demostrarlo...


—Esta noche ya no les molestaré más —dijo la mujer antes de retirarse.


Paula miraba el café sin verlo realmente. 


Todavía se estaba recuperando de la impresión que se había llevado al darse cuenta de que estaba enamorada.


—Y ahora yo quiero saberlo todo sobre Paula Chaves —le dijo en aquel momento Pedro, riendo suavemente e imitando sus anteriores palabras—. Háblame de tu familia.


Paula tuvo que recordarse que aquella pregunta era inocente y bienintencionada. Pedro no podía saber que se negaba por principio a hablar de su familia. Ya se disponía a decírselo, cuando vaciló. Aquel hombre tan cerrado en sí mismo se había sincerado con ella. Creía estar enamorada de Pedro, y sospechaba que él sentía lo mismo. 


No podía negarse a hablar de lo que le había ocurrido a su familia.


Por un instante, Pedro pensó que Paula no iba a contestarle.


—Mi padre murió cuando yo tenía ocho años —respondió al fin, evitando mirarlo a los ojos—. Mi madre volvió a casarse cuando cumplí diez, y mi padrastro y yo no nos llevábamos bien.


—Lo lamento...


Paula hizo un gesto de indiferencia y continuó su relato:
—Yo no era su hija; era un gasto extra. Él... se quejaba de cada céntimo que gastaba en mí. Mi madre no cesaba de decirme que deberíamos sentirnos agradecidas de tener un techo sobre nuestras cabezas. Me marché de casa tan pronto como pude... ¿Sabes? me resulta muy duro hablar de esto.


—Entonces, no tienes por qué...


—Sí —lo interrumpió ella.


Sin decirle nada, Pedro le tomó una mano. 


Estaba fría.


—Yo creía... creía que una vez que yo me hubiera marchado, mi madre lo abandonaría.


—Y no lo hizo —al ver que asentía, añadió—: Conocí a tus padres cuando visitaron el estudio —recordaba bien al hombre que le había preguntado cuánto dinero le pagaba a su hija. No a su hijastra... sino a su hija. Pedro no se lo había dicho y la situación se había tornado bastante incómoda. Al intentar recordar a su madre, sólo logró visualizar a una persona silenciosa, pasiva, sin personalidad.


—Cuando mamá no lo dejó, me di cuenta de que era porque no tenía ningún otro lugar a dónde ir, así que alquilé un apartamento de dos habitaciones tan pronto como pude permitírmelo, y le dije que podía venirse a vivir conmigo. Pero aun así se quedó con él.


Al detectar el tono dolido de su voz, Pedro le apretó la mano.


—Quizá no quería significar una carga para ti.


—¿De la misma manera que yo lo era para ella? —inquirió, mirándolo con la misma expresión que una niña herida pidiendo ayuda, consuelo.


—Tú jamás serás una carga para nadie —declaró Pedro con firmeza—. Tu madre debía de amar a tu padrastro; por eso se quedó con él.


—¿Cómo podría alguien amar a una persona así?


«Y no a mí»; esas eran las últimas palabras de la pregunta que no llegó a pronunciar.


—Bueno, ya te he dicho que llegué a conocerlo y... —Pedro estuvo a punto de decirle que el hombre no era tan malo, pero se detuvo; no podía mentirle. La miró fijamente a los ojos—... bueno, es un tipo detestable, asqueroso.


Paula parpadeó por un instante, y luego rió sorprendida. Tuvo que llevarse una mano a la boca para contener una carcajada.


—No debí haber dicho eso —se disculpó Pedro, aunque no lo sentía.


—Sí —sonrió Paula—. Sí que debías decirlo. Es un tipo detestable —rió de nuevo—. ¡Me he pasado años intentando ganarme la aprobación de un tipo detestable! —continuó riendo hasta que se le saltaron las lágrimas. Después de frotarse los ojos, continuó—: Y sigo viviendo en un apartamento de dos dormitorios, esperando el día en que mi madre se dé cuenta de que está casada con un tipo detestable, en vez de con un príncipe.


Sacudiendo la cabeza con gesto arrepentido, Paula aspiró profundamente. Ya recuperada del todo, señaló el plato de bombones que la anfitriona les había servido con el café, y que todavía no habían probado.


—Vaya, nos hemos olvidado de estas maravillas... —exclamó con tono divertido.


Pedro se dijo que la Paula de siempre había vuelto, pero ahora sabía que el fondo se ocultaba una niña pequeña que sólo ansiaba ser amada.



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