martes, 10 de julio de 2018
BESOS DE AMOR: CAPITULO 8
Santiago seguía dormido.
Paula estaba sentada al borde de la cama, con expresión angustiada. El niño seguía teniendo fiebre y empezaba a pensar seriamente en llamar a un médico. Aunque no era la primera vez que se ponía malito; en un niño de cuatro años eso es perfectamente normal.
Por lo visto, no se había movido en toda la tarde, pero Paula temía que se asustase al despertar en una habitación extraña, de modo que dejó la lamparita encendida.
Cuando bajó a la cocina, Luisa estaba cocinando como para un regimiento. Había hecho estofado de carne, pollo de corral en salsa y varias tartas. Había, además, unos filetes en el horno de leña y una cacerola llena de patatas cocidas.
Estaba echando el estofado en varias fiambreras de plástico mientras hablaba con un señor mayor, que estaba sentado a la mesa. Debía ser el abuelo de Pedro, pensó Paula. Parecía cansado y tenía la nariz roja, seguramente por el frío.
—¿Necesitas ayuda, Luisa?
—No, gracias —contestó la mujer—. Pedro nos ha dicho que has trabajado mucho esta tarde.
—En el cobertizo hace demasiado frío como para quedarse de brazos cruzados —sonrió Paula.
—Por cierto, te presento a mi padre —dijo Luisa entonces—. El abuelo de Pedro, Pablo Marr.
—Encantada de conocerlo, señor Marr.
El hombre asintió con la cabeza.
—Voy a lavarme un poco antes de cenar.
Pablo salió de la cocina y las dos mujeres lo miraron en silencio.
—No habla mucho —sonrió la madre de Pedro—. Está cansado y... bueno, creo que le cuesta mucho acostumbrarse a los cambios que ha habido en el rancho desde la muerte de Francisco.
Luisa intentaba mantener la sonrisa, pero Paula vió angustia en sus ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Como si la conociera de toda la vida, como si los problemas que parecían tener tras la muerte de Francisco Alfonso fueran sus propios problemas.
Fue un alivio cuando Pedro entró en la cocina.
Se había cambiado de ropa y tenía el pelo mojado de la ducha.
Al verlo, Paula sintió algo en su interior. Un ramalazo de deseo que no había sentido en mucho tiempo. Y no quería sentirlo por Pedro Alfonso. Pero cuando él la miró, se le puso la piel de gallina.
Hubiera querido gritarle: ¡Deja de mirarme así! ¡Yo no soy parte de tu vida y nunca lo seré!
—¿Cómo está el niño?
—Sigue dormido, y tu madre dice que no se ha movido en toda la tarde.
—¿Quieres llamar al médico?
—Si mañana sigue teniendo fiebre, tendré que hacerlo.
—Muy bien.
—¿Hay algún médico cerca?
—En Blue Rock —contestó Pedro.
—Supongo que para vosotros, eso está cerca.
Poco después, Pete entró de nuevo en la cocina y todos se sentaron a comer.
No hablaron mucho, pero Paula no se sentía incomoda. La comida era buena, la cocina estaba calentita y la sensación de familia era muy agradable.
Después de cenar ayudó a Luisa a limpiar los platos y quince minutos más tarde estaba en la cama, sabiendo que Santiago la despertaría a media noche.
Como había supuesto, el niño se levantó a las doce, muerto de hambre. Seguía teniendo un poco de fiebre, pero parecía estar mejor.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario