martes, 10 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 7




Eran las nueve de la noche y decidió echar un vistazo por los casinos. Con desgana, echó cinco dólares a una máquina tragaperras, sólo por oír el ruido, y le sorprendió ganar seiscientos dólares de golpe. Al menos, así pagaba los gastos del viaje.


Pero ni la máquinas ni las mesas de blackjack lo interesaban y decidió tomarse una cerveza en la barra mientras veía el espectáculo «Cenicienta sobre hielo» para olvidar sus problemas.


Y allí fue donde vio a Paula Chaves por primera vez, patinando. Tenía un cuerpo atlético y muy femenino, con aquel vestido de lentejuelas. Su sonrisa era tan brillante que podría haber hecho funcionar el generador del rancho. Sus gestos eran elegantes y estudiados. Era increíble.


Sin dejar de pensar en aquella chica, Pedro entró en el salón de baile para tomar la última cerveza...


—Sólo estaba haciendo un poco de tiempo antes de irme a dormir —le dijo a Paula entonces, en el cobertizo—. Pero no sabía que iban a montar ese número.


—Y no estabas borracho ni tenías los ojos puestos en los premios, como todos los demás.


Los premios eran impresionantes: un descapotable, una mansión y un crucero de dos semanas para la pareja que estuviera casada más tiempo.


Cada pareja tenía que firmar un documento en el que afirmaban no conocerse en absoluto, algo que se comprobaría más tarde. El desarrollo de su relación sería filmado y mostrado en televisión. La última pareja que quedase, ganaba todos los premios.


Pedro había visto el programa varias veces y sabía que, de las diez parejas, sólo dos permanecían casadas. Y en uno de los casos, parecían a punto de matarse, pero no querían abandonar. La audiencia estaba fascinada con el reality show.


Paula y Pedro no conocían las reglas antes de la ceremonia y decidieron no tomar parte en el numerito. El precio por aquellos regalos era demasiado alto. Habían firmado su intención de divorciarse casi inmediatamente después de la ceremonia y la cámara que tenían asignada dejó de filmarlos.


Yo no pensaba seguir adelante. No estoy tan desesperada —dijo Paula entonces—. Pensé que no pujarías por mí porque estaba claro que yo no tenía ganas de... tontear.


—Pues lo pasamos muy bien esa noche —sonrió Pedro.


—Sí, es verdad —murmuró ella, poniéndose colorada—. Pero ya sabes a qué me refería.


Seguía recordando la escena: los promotores del espectáculo habían organizado un baile para que las parejas se conociesen y después pasar inmediatamente a la acción. Había una docena de hombres dispuestos a pujar y más de veinte chicas vestidas de novia.


Paula era «Cenicienta sobre el Hielo» y un actor de tercera categoría recién llegado de Los Ángeles era el «Príncipe Encantado». Pedro no tenía intención alguna de pujar. De hecho, estaba a punto de marcharse cuando comenzó el baile.


Pero entonces había visto a Paula. Al contrario que las otras chicas, ella no quería estar allí. La había visto patinar como una autentica profesional, sonriendo a su publico, pero en aquel momento estaba paralizada, muerta de miedo. El tipo que hacía de maestro de ceremonias tuvo que decirle algo al oído para que pusiera buena cara.


Y ella lo intentó. Tenía la sonrisa más bonita que Pedro había visto en su vida... pero no se dejó engañar. Estaba muy cerca y podía ver la angustia que había en sus ojos verdes.


De modo que empezó a pujar por Cenicienta, junto con otros dos tipos borrachos que no parecían darse cuenta de que ella no había prometido pasar la noche con nadie, como hicieron otras chicas. Pedro ganó la subasta por quinientos veinte dólares y subió al escenario para llevar a cabo lo que él suponía un matrimonio de broma.


Después de firmar los papeles, los dos habían hecho los votos. Y, por un momento, Pedro casi sintió que los hacía de verdad. Tenía que ser por las cervezas, se dijo. O por el cansancio. El caso era que su cerebro le estaba jugando una mala pasada.


Sólo después, cuando las cámaras los rodearon, ambos se dieron cuenta que estaban metidos en un buen lío.


—¿Quieren dejar el concurso? —les preguntó uno de los organizadores.


—Queremos dejarlo —dijeron los dos a la vez.


—Sí, bueno, en realidad te habíamos incluido por la publicidad, Cenicienta. Ya imaginábamos que no querrías seguir adelante.


Después de eso, le dio a cada uno un modesto cheque «para sus gastos«.


Seguramente, para pagar el divorcio.


—Sólo era una formalidad. Y tienen suerte, las otras parejas no reciben un cheque si dejan el concurso.


—¿Qué lo habéis dejado? —exclamó otra de las novias—. ¿Estáis loco? ¡Esta es una oportunidad única! ¿Habéis visto las fotos de la casa? ¡Es un palacio!


—Yo no... —Paula no pudo terminar la frase porque un periodista le colocó la cámara prácticamente en las narices.


Pedro guardó el cheque en el bolsillo de los vaqueros y la tomó de la mano para sacarla del salón. Caminaron durante diez minutos en silencio, pasando por delante de los hoteles y las luces de neón hasta que ella dijo por fin: «Gracias».


Después, entraron en un restaurante y charlaron hasta el amanecer.


—El caso es que tenemos que divorciarnos —dijo ella, rompiendo el silencio—. No es tan fácil como nos dijeron. No podemos anular el matrimonio. En la mayoría de los estados, eso sólo puede hacerse en casos de fraude. Y tampoco podemos hacerlo en Nevada porque uno de los dos debería residir allí durante, al menos, seis semanas. Yo no puedo hacerlo y supongo que tú tampoco, ¿no?


—¿Seis semanas? —rió Pedro—. No podría marcharme de aquí ni seis horas.


—Ya me lo imaginaba —suspiró ella—. Si lo hacemos en Montana, hay que alegar diferencias irreconciliables o haber estado separados durante más de ciento ochenta días consecutivos.


—Me temo que hemos perdido esa segunda posibilidad.


Paula se quedó en silencio durante cinco segundos y después murmuró una maldición.


—No lo había pensado. Qué tonta...


—Nos quedan las diferencias irreconciliables —apuntó Pedro.


—El problema es que no las hay. Yo... la verdad es que tú nunca me has hecho nada malo. Sólo fue algo que ocurrió...


—Y quieres que «deje de ocurrir» sin tener que montar un escándalo, ¿verdad?


—Eso es. No quiero que parezca que estamos matándonos. De modo que nos queda Pensilvania, donde me han dicho que un divorcio de mutuo acuerdo tarda de cuatro a cinco meses.


—Eso suena bien.


—Pero hay un problema. Alan quiere... bueno, los dos queremos casarnos cuanto antes.


—Pues me temo que tendrás que esperar, Paula —dijo Pedro entonces—. No podemos hacer otra cosa.


—Tienes razón —suspiró ella—. De todas formas, he traído los papeles que me dio el abogado por si querías firmarlos. El resto del papeleo lo haremos por correo.


Cinco minutos después salieron del cobertizo envueltos en una nube de tristeza que Pedro no sabría explicar y que no le gustaba tanto.


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