lunes, 25 de junio de 2018
LA TENTACION: CAPITULO 1
Paula Chaves estaba segura de que, si realmente existiera en concepto de karma, en ese momento ella sería una cucaracha en vez de una agente de una de las mejores agencias inmobiliarias del sur de Florida. Y en cuanto a los cínicos que comparaban a los agentes inmobiliarios con cucarachas, Paula no tenía tiempo para ellos. Estaba demasiado ocupada amasando grandes sumas de dinero.
Paula y Roxana, su compañera en Inmuebles Chaves-Pierce, habían hecho, en el amado Porsche rojo de Roxana, un viaje de casi tres horas que finalmente había merecido la pena.
Casa Pura Vida era una impresionante residencia de cinco dormitorios y seis baños a orillas de un lago.
—Echémosle otro vistazo —le dijo Paula a su compañera dirigiéndose una vez más a la casa.
En ese momento sonó el móvil de Roxana. Lo sacó del bolso de diseño, vio el número en la pantalla, murmuró algo poco agradable y lo volvió a meter en el bolso sin contestar. Seguía sonando cuando entraron en la casa.
—¿No crees que deberías responder? —preguntó finalmente Paula.
—Déjalo que suene —contestó Roxana encogiéndose de hombros—. Entonces, ¿cuánto crees que deberíamos pedir por este lugar? ¿Cinco y medio?
—No, por lo menos seis cuatrocientos —replicó Paula mientras abría las cristaleras que conducían a una gran sala.
Miró por encima de su hombro y vio que su compañera estaba comprobando la lista de llamadas a su móvil. Quienquiera que fuera, hizo que Roxana pusiera una mueca.
Paula entró en la cocina, que tenía una enorme cristalera para contemplar el maravilloso paisaje pero que no dejaba que quien estuviera fuera viera el interior. Se dirigió al centro de la estancia y apoyó la cadera en la isla central, donde Roxana y ella habían dejado los maletines al entrar. Se quedó allí hasta que su compañera entró en la habitación.
—¿Seis cuatrocientos? ¿Estás segura? —preguntó Roxana, retomando la conversación como si nunca la hubieran interrumpido.
—Sí.
La habilidad de Paula para tasar hasta el último centavo de una propiedad era un don de familia.
Su padre, con el que no había hablado desde hacía tres años, era un magnate inmobiliario en Chicago. Coleccionaba edificios de oficinas igual que otros hombres de su edad coleccionaban coches clásicos.
Todos aquellos años de adolescencia en los que Paula había medio escuchado las charlas de negocios durante la cena finalmente habían dado sus frutos. Era buena en su trabajo y le encantaba que le pagaran por husmear en las casas de los demás.
Roxana abrió su maletín y sacó un PDA, la única concesión que hacía a la organización, y sólo porque la hacía parecer importante. Tecleó algunos números y luego sacudió la cabeza.
—Yo digo que lo bajemos un poco. De todas formas, estamos hablando de una diferencia de menos de un millón de dólares. Será mejor que le echemos un vistazo rápido.
Roxana había entrado en el círculo social de Paula tres años atrás, cuando se había trasladado a Coconut Grove. Su compañerismo había tenido sentido al principio, cuando habían unido sus fuerzas. Roxana había llevado la contabilidad y había hecho que la oficina funcionara sin problemas, mientras que Paula se había concentrado en las ventas. Por entonces, a las dos les encantaba la salvaje vida nocturna de South Beach.
Entonces Roxana había cambiado. Y, para ser justos, era posible que Paula también lo hubiera hecho. Pero en los últimos meses Roxana se había entregado a las fiestas locas como si fuera un deporte de riesgo. Había dejado de lado a los amigos que tenía en común con Paula, diciendo que la aburrían. Llegaba tarde a la oficina, trabajaba cada vez menos y esperaba que le pagaran aún más. A Paula se le estaba agotando la paciencia.
—Para esta zona, seis cuatrocientos es una buena cifra. El cliente quiere conseguir lo máximo. Me dijiste que esto es una segunda vivienda, así que no hay prisa para venderla, ¿no?
—Eh... —Roxana dejó en el aire lo que fuera que estuviera a punto de decir.
Paula siguió su línea de visión. Un enorme SUV negro se había detenido junto al coche de Roxana.
Roxana se tensó. Vieron a hombre bajarse del asiento del copiloto y rodear el Porsche de Roxana. Otro tipo salió del SUV y se unió a él.
—¿Alguno de ellos es el propietario? —preguntó Paula, aunque tenía sus dudas. Roxana no se comportaría así si lo fuera.
—No exactamente.
—¿Amigos tuyos?
Paula necesitó toda su fuerza de voluntad para no decir la palabra «amigos» con sarcasmo. En su época salvaje, habían frecuentado tugurios de mala muerte, pero nunca habían llegado tan bajo como Roxana estaba haciendo últimamente.
—Son más bien conocidos —contestó Roxana—. Espera un segundo, me desharé de ellos —se fue antes de que Paula pudiera contestar.
Paula miró a través de la cristalera mientras su compañera hablaba con los hombres. Su actitud le decía que no estaba siendo una charla amigable.
Unos momentos después sonó su teléfono móvil. Consideró la posibilidad de no contestar, pero luego pensó que no era justo, cuando había regañado a Roxana por haber hecho eso mismo.
Al otro lado de la línea estaba su cliente más exigente. Paula saludó a Madeline y trató de contestar sus preguntas sobre el número exacto de enchufes e interruptores de la luz que había en una vieja mansión de Coral Gables, todo ello mientras intentaba no perderse detalle de lo que ocurría en el exterior.
Logró contentar a Madeline justo cuando la discusión al otro lado de la cristalera subía de tono. Estaba a punto de salir para hacer de mediadora cuando Roxana levantó sutilmente un dedo hacia ella y articuló con los labios unas palabras que a Paula le parecieron algo así como «Quédate ahí». Inmediatamente después vio con incredulidad que su compañera subía al asiento trasero del SUV.
«¡Maldición!»
Agarró su móvil y marcó el número de Roxana justo cuando el vehículo desaparecía de su vista. El mensaje que había grabado Roxana saltó tras el primer timbrazo.
—Hola, éste es el buzón de voz de Roxana Pierce. Por favor, deja tu nombre, número y un mensaje después de la señal. Te llamaré en cuanto pueda.
—Roxana, soy Paula. Llámame y cuéntame lo que está pasando.
Colgó el móvil y miró el reloj. La una y veinte.
Decidió llamar a la oficina.
—Hola, Susana —dijo cuando contestó la recepcionista—. Hazme un favor y llámame al móvil si Roxana aparece por allí... Sí, se suponía que tenía que estar conmigo, pero parece que se ha distraído un poco —después de sortear algunas preguntas, colgó y se dispuso a esperar.
Pasaron quince minutos. Veinte. Cuarenta.
Llamó dos veces más al móvil de Roxana con idéntico resultado. Lo único que seguía dándole paciencia con Roxana era el ser consciente de que algunos años atrás ella había sido tan irresponsable como su compañera.
A falta de algo mejor que hacer, Paula fue hasta la pared vertical de pizarra que había en el exterior y por la que discurría el agua que iba a parar a una piscina. Notó que sus músculos se destensaban un poco y sonrió. Definitivamente, aquélla era una casa para compartir con un hombre. Alguien sexy, alto y musculoso, con manos grandes y seguras y un buen sentido del humor...
Alguien como Pedro Alfonso...
¡Hey! ¿De dónde había salido ese pensamiento?
Confundida, Paula se apartó del agua. Tal vez Casa Pura Vida tuviera una fuente de la verdad en vez de una fuente de la juventud. Porque ella no había pensado conscientemente en Pedro Alfonso en años. De acuerdo, en meses. Y los sueños recurrentes no contaban. Estaba dispuesta a admitir que su subconsciente estaba fuera de control; no era fácil olvidar a un hombre que la fastidiaba tan fácilmente como la excitaba. Pero Pedro y la ciudad de Sandy Bend, en Michigan, formaban parte del pasado.
Entonces ella había sido otra persona y, a decir verdad, nadie a quien ella deseara recordar.
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