lunes, 18 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 4





Con gesto cansado, dejó el plato y la taza en el lavavajillas y subió las escaleras preguntándose qué podía hacer. Le estaba resultando difícil pagar la hipoteca. Había pensado en vender la casa, pero tenían que vivir en alguna parte; además, ¿qué haría ella sin el ático? Su padre lo había preparado para ella especialmente: grandes ventanales, equipo de música y unos suelos de madera noble para que ella y sus amigos pudieran hacer fiestas. Pero Paula, en vez de dar fiestas, lo había convertido en un excelente estudio y no sabía cómo podría arreglárselas sin él.


El día siguiente era primero de mes. Paula se metió en la cama y comenzó a pensar en la mensualidad de la hipoteca y en otros pagos que debía efectuar. La Boutique. Le dolía la cabeza de hacer tantos números.



****


Paula. Paula Chaves. No conseguía dejar de pensar en ella.


Pedro Alfonso dejó de escribir y comenzó a golpear la superficie del escritorio con el lápiz. Por fin, lo dejó, se recostó en el respaldo de su sillón de cuero y contempló la lluvia de febrero golpear los cristales de su estudio.


Había comenzado el libro un día muy parecido a ése, en su casa en Inglaterra, paseando por el bosque, pensando; sobre todo, en sus pacientes y en que se sentía cansado. 


Cansado de escuchar a las personas quejarse de su vida… o de que alguien la hubiera destrozado. Estaba cansado de ayudarles a salir de las trampas que ellos mismos habían preparado para sí.


Fue un día así, volviendo a la mansión después de un paseo por el bosque, cuando deseó poder escribir un manual para salir de las trampas emocionales que uno se tendía a sí mismo.


En realidad, fue una idea caprichosa lo que le llevó a plasmar sus pensamientos en un papel y a dárselos a un agente que conocía. Fue él el más sorprendido cuando el agente se le presentó con un contrato de una editorial americana. Inmediatamente después, completó el bosquejo y se preparó un horario para escribir; pero no consiguió avanzar mucho.


No encontraba tiempo para escribir. La mansión familiar que tenía en el campo llevaba en su familia generaciones y generaciones; emplazada a ciento cincuenta kilómetros de Londres, era el lugar perfecto para escribir. Pero había turistas, necesarios para pagar los impuestos y el mantenimiento de la mansión, a pesar de que nadie vivía en ella. Lisa vivía con su esposo y sus hijos en California, y él vivía en su piso en Londres. A pesar de que era el lugar apropiado para preparar el libro, los turistas le mantenían invariablemente distraído.


Por otra parte, también en Londres, con sus pacientes, amigos y clubs le resultaba imposible concentrarse… y las mujeres.


—Las mujeres siempre serán un problema para ti, querido hermano —le dijo Lisa en uno de sus viajes a casa—. La culpa es de tus ojos color avellana y del hoyuelo de la barbilla. Cuando empiezas a preguntarle a una mujer cosas sobre sí misma, por la forma como lo haces, cree que estás intentando ligar. De lo que las mujeres no se dan cuenta es de que, simplemente, las examinas como si fueran gusanos.


Pedro protestó y dijo que las mujeres jamás le habían parecido gusanos. Le gustaban las mujeres.


—Sí, te gustan, todas. Pero ya has pasado los treinta y no te has enamorado todavía. Así que te sugiero que vengas a pasar una temporada conmigo a América. Será perfecto, podrás vivir en la casita que tenemos para huéspedes y te prometo que allí tendrás toda la tranquilidad que quieras para escribir. También podrás pasear por el bosque, porque tenemos bosque, y pensar. Y te prometo que no dejaré a los niños que te molesten.


Dos meses más tarde, le pasó los pacientes a su socio y aceptó la invitación de su hermana. Lisa, fiel a su palabra, no dejaba que nadie le molestase y su trabajo como escritor comenzó a progresar. Ahora, casi había concluido la última corrección y si seguía así…


Se levantó bruscamente, se acercó a la ventana y, de nuevo, se quedó contemplando la lluvia.


Algo en los ojos de esa chica… Había visto miedo en ellos, pero también valor y decisión.


Paula. Paula Chaves. Su nombre debía estar en la guía telefónica.



****


A Paula le encantaba la lluvia. Siempre que ésta golpeaba los ventanales de su estudio, se sentía segura y capaz, se sentía como si pudiera crear una docena de trajes extraordinarios por los que le darían una fantástica cantidad de dinero con la que podría pagar la hipoteca. Se echó a reír. Bueno, tenía que terminar el vestido que estaba dibujando. Y si conseguía cortar el traje deportivo y terminarlo al día siguiente… Quizá, con dos trajes, podría pagar la mensualidad de febrero.


Se miró el reloj, había llegado la hora de prepararlo todo para la partida de bridge de su madre. Salió del estudio y bajó al piso bajo para arreglar las mesas y las sillas.


—¿Crees que deberíamos encender la chimenea? —preguntó Alicia mientras distribuía las cartas y las fichas—. Anima mucho la habitación, ¿no te parece?


—Sí, tienes razón —respondió Paula.


Paula tomó unos troncos del jardín y encendió la chimenea mientras Alicia preparaba café y refrescos. Luego, Alicia subió a su cuarto a cambiarse de ropa y Paula, notando que había dejado de llover, salió a cortar unas flores para adornar la mesa donde iban a servir el refrigerio.


Las camelias, en una esquina de la casa, estaban preciosas.


Estaba delante del fregadero sacudiendo el agua de las hojas de las flores cuando sonó el teléfono. 


—¿Diga?


—¿Paula? ¿Paula Chaves?


—Sí.


—Soy Pedro Alfonso.


—¿Quién? —preguntó ella tratando de ponerle rostro a aquel nombre.


—Nos conocimos el martes por la noche… en mi mesa, en el restaurante.


—Oh. Sí, ya sé —sintió un nudo en la garganta al reconocer la ronca voz con acento británico.


—Me gustaría invitarla a cenar mañana por la noche, o cualquier noche que le venga bien.


—Yo… —durante unos momentos, no supo qué decir.


Los hombres casi nunca la invitaban a salir. Y ahora, ese hombre al que… ni siquiera había visto, lo hacía. La había besado y, al hacerlo, casi le dio vueltas la cabeza y…


—¿Y bien? —insistió él.


—Yo… no tengo por costumbre salir con hombres a quienes he conocido en la calle.


Él lanzó una queda carcajada.


—No nos hemos conocido en la calle, sino en un restaurante respetable.


—A mi madre, eso le parecería conocerse en la calle.


Él volvió a reír y Paula sintió un repentino deseo de saber cómo era. Pero… eso era ridículo, no conocía a ese hombre.


—No, no creo que sea una buena idea. De todos modos, muchas gracias, señor Alfonso.


—Alfonso.


—¿Qué?


—Alfonso. Pedro Alfonso.


—Ah, sí, perdone. Bueno, señor Alfonso, estoy muy ocupada y…


—Espere, no cuelgue. La otra noche, me dejó con un recuerdo obsesivo, con la imagen de una hermosa mujer de ojos encantadores que no he conseguido olvidar.


¿Ella? ¿Estaba hablando de ella? Ese hombre también debía tener problemas con la vista.


—Lo siento, señor Alfonso, no puedo salir con usted —dijo Paula con decisión—. Le agradezco la invitación, pero… estoy muy ocupada. Adiós.


Colgó rápidamente.



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