domingo, 17 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 3




Tan pronto como Paula entró en el coche, se quitó los zapatos y metió la mano en el bolsillo de Jorge para sacar las gafas.


—¡Jamás volveré a salir sin ellas puestas! —juró mientras se las ponía.


Los coches, los edificios y las luces de la noche se hicieron visibles claramente. Las gafas, con sus gruesas lentes, le pesaban en la pequeña nariz. A pesar de la incomodidad, Paula recordó lo vulnerable que se había sentido sin ellas. 


No había podido ver nada y había quedado a merced de… ¡Aquel hombre!


Debió lanzar un gruñido en voz alta porque Jorge la miró fugazmente.


—¿Quién? ¿Spencer? —preguntó con incredulidad mientras se metía en la autovía.


—No, un hombre con quien… me he tropezado y al que espero no volver a ver nunca.


—Ya me parecía que no podías estar hablando de Spencer. Me ha dado la impresión de que le has gustado, Pau.


—Puede, pero ya no importa —suspiró, Spencer había acabado con sus esperanzas respecto a la tienda de modas.


Todos los esfuerzos de Jorge y la madre de Paula, desde el peinado y el maquillaje hasta los zapatos y quitarle las gafas no habían servido para nada. Paula se tocó el tejido del vestido, una de sus mejores creaciones. Ahora tendría que llevarlo a la tintorería antes de devolverlo a La Boutique, que se llevaría el cincuenta por ciento de lo que sacara por él al margen del coste del material y del trabajo. Si tuviera su tienda propia…


—¿Por qué dices que ya no importa? ¿A Spencer no le ha gustado la idea de la tienda de modas? ¿No va a ayudarte financieramente?


Paula sacudió la cabeza.


—Oh, Pau, lo siento. Quería ayudarte.


—Y lo has hecho. De no haber hablado con Spencer, seguiría persiguiendo un sueño imposible, continuaría matándome a trabajar para empezar un negocio que, casi con toda seguridad, fracasaría.


Pensó en Spencer, en la rapidez con que había considerado los problemas en los que a ella no se le había ocurrido pensar.


—Me alegro de haber hablado con él. Gracias, Jorge —dijo con cariño, tocándole el brazo.


Jorge era su mejor amigo, era como un hermano mayor para ella. Era el amigo que la había defendido cuando sus compañeros y vecinos la llamaban cuatro ojos, la había acompañado a los bailes del instituto cuando nadie más quería hacerlo. Jorge terminó sus estudios universitarios el mismo año que ella acabó el instituto, y ese mismo verano se casó con Joanne y se fue a vivir a Nueva York. Pero mantuvieron la amistad y, dos meses después, cuando Jorge volvió para realizar la venta de la casa de sus padres, ella le habló de sus planes y de sus problemas para conseguir un crédito. La semana anterior, se había alegrado enormemente cuando Jorge la llamó para decirle que él y su jefe iban a ir a Sacramento el martes y que quizá a Spencer le interesase invertir en la tienda.


—Sé que debe haber sido un golpe para ti, lo siento —dijo Jorge.


—¡No digas eso! Me has librado de meterme en una aventura desastrosa. Ya se me ocurrirá algo mejor —contestó Paula, que no quería que Jorge se enterase de lo desesperada que era su situación.


Rápidamente, cambió de conversación y le preguntó por Stella, su madre.


—¿Qué le parece la gran ciudad?


—Está mucho mejor desde que tiene un nieto a quien cuidar.


—La echo mucho de menos —dijo Paula pensando en las felices tardes que había pasado delante de la máquina de coser de Stella mientras sus padres estaban en fiestas o de viaje—. Fue ella quien me enseñó a coser.


—Y yo echo de menos a tu padre —comentó Jorge—, era el único que venía a los partidos de liga.


Continuaron hablando de los viejos tiempos hasta que llegaron a la enorme y tradicional casa de Paula.


—Dales a Stella y a Joanne un beso de mi parte, y otro para el niño —dijo ella mientras abría la puerta del coche—. Que tengas buen viaje. Y gracias otra vez, Jorge. Me alegra saber lo que no debo hacer.


Una vez en la casa, cerró la puerta con llave y, durante un momento, se apoyó en ella. Estaba cansada y se sentía vencida y angustiada. 


Después, respiró profundamente, enderezó los hombros y, sin hacer ruido, comenzó a subir la gran escalinata. Alicia se acostaba muy pronto; sin embargo, cuando llegó al vestíbulo del primer piso y vio la luz a través de la rendija de la puerta, sintió un súbito temor. ¿Le ocurriría algo? Olvidándose de su cansancio, entró en la habitación de su madre rezando por que no le hubiera dado otro ataque de asma.


Sintió un gran alivio al ver a Alicia recostada sobre las almohadas, con los ojos cerrados y un libro abierto en su regazo. El pequeño rostro de rasgos perfectos tenía aspecto juvenil, su piel era suave y sin arrugas. Las escasas canas realzaban los rubios cabellos de la mujer de cuarenta y nueve años.


Sonriendo, Paula se acercó para quitarle el libro.


—¡Oh, Pau, ya has vuelto! —Alicia parpadeó y habló rápidamente—. No sabes cuánto me alegro, me pongo muy nerviosa cuando estoy sola en casa. ¡No he podido pegar ojo!


—Lo siento —Paula le quitó el libro y lo puso encima de la mesilla de noche—. Voy a traerte un vaso de leche caliente, eso te ayuda a dormir.


—Muchas gracias, querida. No he comido desde que almorcé al mediodía.


—¡Alicia! Te he dejado pollo y ensalada en el frigorífico, y…


—Ya lo sé, pero no tenía hambre. Además, sabes que no me gusta comer sola.


—Bueno, ahora mismo lo solucionaremos —respondió Paula en tono animado—. Deja que antes me quite el vestido.


En su dormitorio, se desnudó, se puso una bata y luego fue al piso bajo, a la cocina.


—Oh, cariño, eres un encanto —dijo Alicia cuando su hija volvió con una bandeja—. Vamos, siéntate a mi lado y cuéntame qué tal te ha ido. Jorge ha sido muy amable al arreglar esta cita con su jefe. ¿Qué tal es?


—Muy simpático.


—¿Dónde habéis estado? ¿Te lo has pasado bien?


—Sí —respondió Paula sin mencionar que el motivo de la salida no era pasarlo bien porque a Alicia no le gustaba hablar de problemas económicos.


Por tanto, Paula le contó dónde habían estado, lo que habían comido y que el señor Spencer era un hombre muy interesante y muy guapo.


—Oh, me alegro de que lo hayas pasado bien —dijo su madre poniendo la bandeja a un lado después de comer—. Estabas guapísima, Pau, no parecías la misma. Me alegro de que Jorge haya logrado convencerte de que te quitaras las gafas. Es una pena que no puedas llevar lentes de contacto.


—Alicia, por favor, ya lo hemos intentado y no ha resultado.


Paula recordó la terrible irritación de sus ojos cuando se las probó. No podía llevar lentes de contacto porque, según el doctor, era alérgica a ellas.


—Lo sé, pero las gafas te comen la cara.


—Puede que no sean bonitas, pero me dejan ver —contestó Paula lanzando una breve carcajada.


Pobre Alicia, pensó Paula, ya no había fiestas ni viajes en su vida. Lo único que le quedaba de su vida social eran las partidas de bridge que seguían teniendo lugar en su casa los jueves por la tarde.


Después de estirarle las almohadas, apagó la luz de la mesilla de noche, se despidió de su madre y bajó a la cocina a dejar la bandeja. 


Preocupada por ella, pensaba en la radiante y activa mujer que había sido hasta hacía dos años, hasta la muerte de su esposo. La repentina muerte de Pablo Chaves fue un verdadero descalabro para ambas. Paula interrumpió sus clases en la escuela de diseño para ir al funeral y, casi antes de que éste acabara, Alicia tuvo que ser hospitalizada tras el primero de sus numerosos ataques de asma.


—Ha sido un golpe muy duro para ella —le dijo el médico a Paula—. No toleraría otra impresión tan fuerte.


Por ese motivo, fue a Paula a quien el abogado explicó la situación económica de la familia. Y fue Paula quien asumió la responsabilidad de la casa y de cuidar a su madre. Los ataques de asma continuaron, mermando la energía de Alicia y, a pesar del tiempo transcurrido, no había dejado de llorar la muerte de su esposo.


—Se casó con él cuando tenía dieciocho años —le dijo Stella a Paula en cierta ocasión—, y él la adoraba. Su vida de casados ha sido una larga luna de miel. Tu madre no te tuvo hasta diez años después de casada. Creo que nunca ha sabido qué hacer contigo.


No, no lo sabía, pensó Paula por aquel entonces. En vez de ser la réplica de la rubia y delicada belleza de Alicia, Paula era el patito feo, con el pelo negro y la desgarbada estatura de su padre. En realidad, Paula no era tan alta, uno sesenta y nueve de estatura; sin embargo, había alcanzado dicha estatura a los doce años, poniendo en evidencia el uno cincuenta y siete de su madre.


Al igual que su padre, Paula también adoraba a Alicia. En los recuerdos más felices de su infancia se veía sentada en el dormitorio de su madre, envuelta en una fragancia de perfume, mientras contemplaba a Alicia probándose un vestido tras otro. A menudo, se le había permitido elegir el vestido apropiado para la ocasión antes de que la enviaran con Stella, que parecía ser más su madre que la exquisita diosa llamada Alicia.


Durante su infancia y adolescencia, gran parte de su tiempo libre lo había pasado haciendo dibujos de mujeres parecidas a su madre que vestían trajes creados por su imaginación. 


Su padre la había animado, asegurándole que tenía mucho sentido artístico y mucha creatividad.


«Debería haberme obligado a estudiar cómo empezar un negocio, es mucho más práctico», pensó ahora Paula. Pero Pablo Chaves no era un hombre práctico; de haberlo sido, el despacho de abogados, fundado por su padre, no se habría ido abajo con tanta rapidez. Bajo la dirección de Pablo, los viejos clientes desaparecieron y entraron muy pocos nuevos. Paula se daba cuenta ahora de que su padre había descuidado los negocios, dedicando la mayor parte del tiempo a sus aficiones: la talla de madera y el tenis. A pesar de que el negocio no iba bien, ni él ni Alicia redujeron gastos; viajaban, daban fiestas fabulosas y enviaron a Paula a los mejores colegios. Hasta la muerte de Pablo, no supieron la precariedad de su situación económica.


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