Dos semanas más tarde, Paula y su madre estaban sentadas a la mesa mientras desayunaban. Todos los días temía ver en su madre señales de cansancio, pero no las encontró. Jamás había visto a Alicia tan animada.
—Siempre vamos dos o tres a almorzar juntas —estaba diciendo Alicia —. Hoy vamos a ir al Coffee Tree, es donde llevamos a Ruth la semana pasada. Es un sitio muy elegante.
—Desde luego, vas vestida para la ocasión. A propósito, Alicia, quería decirte que tengo que volver a Nueva York mañana.
—Estupendo, querida —dijo Alicia antes de meterse un trozo de melón en la boca—. La señora McGinnis y yo prepararemos la partida de bridge.
Paula sintió un gran alivio, a su madre no le importaba que se marchara. Y ese cambio había tenido lugar en dos semanas tan solo. ¿Se sentía Alicia más independiente? Pedro había dicho que era lo mejor que podía pasarle a su madre. Y ella le había contestado que…
«¿Por qué me enfado tanto con él?»
—Gracias, señora McGinnis —dijo Paula cuando la señora McGinnis retiró los platos de la fruta y sirvió el bacón y los huevos.
Después, la señora McGinnis le dio un papel a Paula.
—Perdone, pero quería revisar la lista de la compra con usted. ¿Es todo lo que necesitamos? Voy a ir al supermercado después de dejar a la señora Chaves en el trabajo.
—No, no se moleste, Esteban va a venir a buscarme —dijo Alicia.
—¿Esteban? —preguntó Paula mirando a su madre, al igual que la señora McGinnis.
—Esteban Poindexter. Paula, no puedes imaginarte quién es.
—No, no lo sé.
Pero veía algo en los ojos de su madre que no había visto en mucho tiempo.
—Ha sido una verdadera casualidad. Cuando vino el otro día a la clínica, le mandé al sitio que no era porque había otro hombre, un tal señor Stephens, que iba a venir a por las lentillas. El doctor Hardy se enfadó un poco, pero Dexter se echó a reír. Dijo que no podía comprender por qué le querían hacer pruebas de alergia para los ojos. En fin, cuando salió, le hablé de la técnica de relajación que Pedro me ha enseñado, funciona de maravilla. Bueno, la verdad es que yo no la he practicado; sí, una vez. En fin, desde que he empezado a trabajar no me he puesto mala. Creo que el aire de la clínica me sienta bien.
Pedro la había ayudado, Pedro se interesaba realmente por su bienestar.
—Y me dijo que probaría la técnica. Después, me dijo quién era. Paula, es Dexter Diamond.
—¿Y quién es Dexter Diamond?
—Paula, por favor. Es el que escribe la columna de bridge en el periódico todos los días, escribe bajo seudónimo; se llama Poindexter, y escribe con el seudónimo de Dexter Diamond. En fin, empezamos a charlar y fue entonces cuando le dije que no estaba de acuerdo con el análisis que hizo de una partida el otro día, pero… Oh, ahí está. Tengo que marcharme. No, espera. Paula, ábrele la puerta mientras yo me retoco el carmín de los labios.
Paula abrió la puerta y se encontró delante de un hombre de aspecto distinguido de oscuros cabellos plateados en las sienes. Llevaba unas gafas metálicas.
—Buenos días. Usted debe ser Paula.
—Sí. Entre, por favor. ¿Le apetece una taza de café?
Dexter rechazó la invitación porque, según dijo, no quería que Alicia llegara tarde a su trabajo.
Cuando se marcharon, Paula aún sonreía.
«Voy a decirle a Pedro que tenía razón».
Pero… ¿querría hablar con ella? Durante la primera semana que Alicia había trabajado, Pedro llamó dos veces para invitar a Paula a cenar, pero ella rechazó las invitaciones.
Paula se acercó al teléfono y marcó ansiosa el número de teléfono esperando que una voz ronca con acento británico contestara la llamada.
****
—Está bien, está bien, quizá me haya equivocado —dijo Pedro al tiempo que tiraba su bolsa de viaje en el asiento trasero del coche de Richard; después, se sentó al lado de su cuñado—. Pero no te precipites. Cuando vuelva de Nueva York…
—¡Y tan equivocado, maldita sea! Estoy deseando que vuelvas —Richard se metió en la autovía camino del aeropuerto—. Tengo que hacer algo y pronto, todo está patas arriba desde que Ruth se marchó.
—¿En una semana?
—En una semana. Puede que no lo sepas, pero se necesita cierto grado de concentración para apretar el botón debido en el teléfono y para indicarle a la gente la puerta por la que tienen que pasar. Y tu Alicia Chaves… En fin, para darte un ejemplo, el otro día llamó a un laboratorio para pedirles los resultados de unas pruebas y por poco no me mata del susto.
—¿Y eso?
—La cuestión es que me había hecho un examen médico de rutina y, cuando llamó para que le dieran los resultados de las pruebas creí que me daba algo. La cuestión es que se equivocó de nombre y le dieron los resultados de un pobre hombre que se llama Hardy.
—Ya veo. Hardy, Hartfield… Sí, mezcla los nombres.
—Al menos, debería distinguir los pacientes de los médicos. Es todos los días, Pedro. El otro día también se confundió con un tal Poindexter, le mandó al especialista en alergias y quien le tenía que ver era yo. Y Miller estuvo a punto de hacerle pruebas de alergia a una chica que tenía cita con el dermatólogo.
—Sí, entiendo tu problema.
Pedro se frotó la barbilla pensativo. Era un desastre.
—De todos modos, creo que el trabajo le ha sentado bien —comentó Pedro.
—A ella sí, pero a nosotros no. No, Pedro, tiene que marcharse. Ya estoy entrevistando a otras personas para el puesto.
—Ya lo tengo —dijo Pedro con el rostro iluminado—. Contrata a alguien para que haga el trabajo y yo pagaré por Alicia; ella, lo único que tendrá que hacer es sentarse, estar guapa y sonreír a los pacientes. Eso, no podrás negarlo, se le da muy bien.
—Sí, desde luego, eso se le da muy bien. Deberías verla cuando pide disculpas, es toda sonrisas y dulzura. Este tipo, el de la confusión con la alergia, viene a verla todos los días. Y te garantizo que no está enfermo.
—En ese caso, todo solucionado —declaró Pedro cuando Richard paró el coche en el aeropuerto—. No te costará nada, yo pagaré porque Alicia esté allí, encantadora como siempre, y tú contratas a alguien para que haga el trabajo.
—¿Y qué voy a decirle a Alicia para que no mande a la gente al médico equivocado?
—No le digas nada, estoy seguro de que podrás encontrar a alguien suficientemente inteligente como para corregir los errores de Alicia sin que ella se dé cuenta —Pedro se volvió para recoger la bolsa—. Y gracias por traerme, te veré dentro de unos días. Hasta pronto.
****
En aquel viaje, la primera noche de Paula en Nueva York Spencer la besó. La tomó tan de sorpresa que no se resistió. Al menos, no al principio. Luego, cuando lo pensó, se alegró de que la hubiera besado, había oído decir que siempre se aprendía de la experiencia. Sí, era cierto, ella había aprendido mucho con aquel beso.
Después de pasar el día entero en fábricas de tejidos, Spencer la acompañó a su habitación y la besó.
Y la dejó totalmente fría.
Paula le puso las manos en el pecho y le apartó de sí; luego, volvió la cabeza hacia un lado.
—Paula, no tengas miedo de mí.
—No es eso. Yo…
—De acuerdo, querida, no voy a presionarte —los dedos de Spencer juguetearon con sus cabellos—. Paula, piensa la oferta que te he hecho de acompañarme a Japón, ¿de acuerdo?
—No voy a… quiero decir que… está bien, lo pensaré —dio unos pasos hacia atrás, separándose de él—. Es tarde y estoy muy cansada.
—Está bien, me iré. Pero seguiremos hablando mañana.
—Sí. Buenas noches.
Cuando Spencer salió, Paula cerró la puerta y se apoyó en ella. Sin embargo, su mente estaba muy lejos del hombre que acababa de besarla.
Pensaba en Pedro. Su instinto no la había engañado. Sólo podía haber un hombre en su vida, Pedro Alfonso. Él era el único hombre cuyos besos le penetraban más que los labios.
La reunión con Sue no estaba programada hasta primeras horas de la tarde del día siguiente, por lo que Paula tuvo toda la mañana para hacer lo que quisiera. Fue de compras y compró una blusa azul para su madre y un vestido para ella.
Un vestido especial.
Estaba un poco nerviosa ante la idea de volver a ver a Spencer. Ojalá hubiera tomado lecciones de Debby, o de Alicia, sobre como quitarse de encima, sin ofenderlos, a hombres que querían coquetear con ella. No tenía experiencia en ese campo y no estaba segura de cuándo una persona se comportaba con sinceridad o cuándo sólo quería flirtear. Por otra parte, le gustaba Spencer y no quería hacer nada que pudiera estropear su amistad o su relación de trabajo.
Cuando Spencer fue a recogerla al hotel, su comportamiento fue en todo momento caballeroso, profesional y amistoso. Sin embargo, Paula no estaba del todo cómoda.
Más tarde, insistió en invitarla a cenar aquella noche, y Paula sabía que, después, vendría «la última copa en la habitación del hotel».
Después de la reunión con Sue, Spencer tuvo que pasarse por la oficina para contestar a unas llamadas de larga distancia y consultar algo con uno de sus socios. Eran casi las ocho cuando se presentó en el Marriott. Iban a ir a un restaurante de los más lujosos con una excelente vista de la ciudad.
—¡Es maravilloso! —exclamó Paula completamente deslumbrada por la infinidad de luces que brillaban en las ventanas de los rascacielos, en los puentes, en las calles, las líneas de tráfico… El restaurante era toda la planta, por lo que vio la ciudad en todas direcciones.
Spencer sonrió al ver su entusiasmo.
—¡Sabía que te gustaría!
Y, para pesar de Paula, añadió:
—Hay muchas cosas que quiero enseñarte.
Hasta que el camarero no les llevó el postre, Spencer no mencionó el viaje a Japón. Y le refutó todas y cada una de las diplomáticas razones que ella le dio para no acompañarlo.
Por fin, Paula le pidió disculpas y, con intención de poner en orden sus ideas, fue al baño.
Allí, se quedó unos minutos preguntándose sobre la mejor manera de rechazar la invitación.
Quizá, lo mejor fuera la honestidad.
«No quiero ir contigo»; no, eso era muy busco.
«No quiero darte una idea equivocada»; no, eso era muy presuntuoso. Y si decía; «estoy saliendo en serio con un hombre y…», pero eso no era verdad. ¿O sí?
El día del río, Pedro se había comportado como si sintiera lo mismo que ella. Pero, más tarde, habían discutido.
«Oh, Pedro, ojalá estuvieras aquí».
Dos minutos más tarde, lo vio. Cuando salió del baño de señoras, casi se tropezó con él.
Durante un momento, perpleja, se preguntó si no estaría viendo visiones. Sin embargo, al sentir la mano de él en su brazo, se convenció de que era real.
—Paula—y a ella le hizo feliz la expresión de placer que vio en sus ojos—. ¿Puede ser que estemos destinados a encontrarnos en restaurantes? Debe tener algún significado, ¿no te parece?
Paula no podía hablar. Le sonrió mientras pensaba lo guapo que estaba con aquel traje azul marino. Deseó poder decirle que…
Entonces, oyó la tos de una mujer y vio a Pedro volverse.
—Oh, Crystal, recuerdas a Paula Chaves, ¿verdad?
—Oh, soy terrible recordando nombres —respondió Crystal con una expresión interrogante mientras miraba a Paula condescendientemente—. No lo recuerdo. ¿En serio nos hemos visto antes?
—Sí, en el club de tenis de Sacramento —contestó Paula, que recordaba hasta el último detalle.
Era la mujer del bikini que miraba a Pedro como si quisiera comérselo aquel domingo por la mañana.
—¿Qué tal? —consiguió añadir Paula mientras se preguntaba si la ropa de Crystal era francesa.
¿Cómo si no el vestido de lame dorado podía ser más insinuante que el bikini?
—¿Te apetece sentarte con nosotros, Paula? —preguntó Pedro—. Quiero decir, tú y tu acompañante, por supuesto.
—Gracias, pero vamos a marcharnos ya.
—Sólo para el café y el postre —sugirió él.
Sin prestar atención a lo que Crystal acababa de decir:
—Por favor, Pedro, no insistas, la esperan.
—No, gracias —respondió Paula—. Encantada de veros a los dos.
Muy tensa, Paula se dio media vuelta y se dispuso a ir a su mesa.
—Espera. ¿Podríamos vernos mañana? ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? —le preguntó Pedro.
—Me voy mañana al mediodía —contestó ella.
Y antes de que Pedro pudiera volver a hablar, lo hizo Crystal.
—Oh, qué pena. Pedro y yo vamos a quedarnos aquí varios días y nos habría encantado volverte a ver. Pero… es la vida —a continuación, puso una mano en el brazo de Pedro con gesto posesivo—. Querido, siéntate.
Paula regresó a su mesa con suma angustia.
Pedro y esa mujer iban a estar allí varios días.
Sin embargo, consiguió sonreír cuando se reunió con Spencer.
—Lo siento, me he encontrado con…
—Sí, ya lo he visto. ¿Con el amigo de tu familia?
—Sí.
—Alfonso, ¿no?
Paula asintió haciendo un esfuerzo por no volver la cabeza y mirar a la mesa de Pedro.
—Debe ser un amigo muy íntimo.
—No, no tanto.
No, Pedro no era un amigo íntimo, quizá lo fuese de Crystal Morris. Al pensar en lo que Crystal y Pedro podían ser, sintió una angustia profunda y tuvo que luchar por combatir las lágrimas. Pero se dijo a sí misma que no tenía derecho a estar enfadada, ni a llorar.
En cualquier caso, fuera como fuese la situación entre Pedro y Crystal, ella tenía que ser honesta.
—Escucha, Spencer, respecto a Japón…
Spencer le puso una mano sobre la suya.
—No te preocupes por Japón. Lo creas o no, soy bastante intuitivo. Puedo oír un no aunque no lo pronuncies.
Aquella noche, Spencer no le pidió que lo invitase a una última copa.
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