martes, 29 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 9





Quería dejarle claro que no seguía pensando en ella. Bueno, el recuerdo de su cara le había hecho perder la concentración en alguna reunión, pero estaba seguro de que con el tiempo se habría olvidado de ella. Y que no hubiera sentido la inclinación de fijarse en otra mujer desde entonces era lo más lógico.


Sólo un tonto se lanzaría al agua tan poco tiempo después de haber sido mordido por un tiburón.


—Pero hay una diferencia entre una mujer que me deja y una mujer que se ha reído de mí.


Paula no dijo nada. Ya se había disculpado, pero estaba claro que sus disculpas no iban a hacerlo cambiar de opinión.


¿Y si había ido allí buscando algo más que una explicación? ¿Y si había ido para pedirle el dinero que se había gastado en ella? Sí, la había invitado a comer, a cenar... y le había comprado ropa. El viaje a Barbados había sido inesperado y no llevaba bañador o ropa para ir a la playa. Por eso aceptó ir de compras con él, aunque sintiéndose culpable.


«Sexo con todos los gastos pagados».


Esa frase la hacía sentir peor que si fuese una vividora. Por supuesto, había dado toda esa ropa a una organización benéfica en cuanto volvió a Londres, pero dudaba que Pedro la creyese.


Y luego estaba el asunto del billete de avión en primera clase... ella no sabía lo que había costado, pero seguramente una barbaridad.


Paula se puso pálida al pensar cuánto dinero le debía. ¡Y ni siquiera tenía trabajo!


En dos semanas empezaría a trabajar en el colegio del pueblo, sustituyendo a la profesora titular, que estaba de baja por maternidad, pero aun así no podría pagarle nunca. 


Angustiada, enterró la cara entre las manos, dejando escapar un gemido.


—Sí, lo sé —dijo Pedro, sin una traza de simpatía—. Nuestros pecados suelen pillarnos desprevenidos.


‐No entiendo cómo has podido localizarme.


—Porque tú te aseguraste de que fuera un secreto, claro. Pues resulta que conocí a la auténtica Amelia Doni en casa de mi madre. Imagina mi sorpresa al descubrir que es una mujer italiana de más de cuarenta años.


—¿Qué le dijiste?


—Nada, yo no le doy explicaciones a nadie. Pero descubrí quién debería haber estado cuidando de su apartamento y sólo fue una cuestión de tiempo que mi gente atase cabos hasta llegar a ti.


—¿Tu gente?


—Te sorprendería lo eficientes que son cuando hace falta. Como perros de presa.


—Ana me pidió que ocupara su puesto ya que Catrina no podía hacerlo porque estaba en Londres...


‐En una clínica de rehabilitación, lo sé.


—No quería que su madrina supiera nada. Y no le hemos hecho daño a nadie.


‐¿De verdad crees que a mí me importan los problemas de esa cría?


‐No, sólo intento explicarte que...


—Vamos al grano, si no te importa. Cuando aparecí en el apartamento, ¿por qué no me dijiste inmediatamente quién eras?


—Me pillaste en un mal momento —Paula suspiró—. Estaba... estaba...


—Deja que te ayude: ¿jugando a la señora de la casa con un vestido que no era tuyo?


‐¡No!


—¿No qué? Ah, sí, se me olvidaba que tienes un problemilla con la verdad.


‐Me había dado un baño de espuma y, de repente, me apeteció probarme uno de esos vestidos tan bonitos que había en el vestidor. Yo nunca he tenido algo tan caro y no pude resistirme a la tentación. ¿Tú nunca has sentido la tentación de hacer algo que no deberías hacer?


—Curiosamente, yo conozco la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal.


‐Pero entonces no me pareció que fuese importante.


—¿Y cuándo empezó a parecerte que estuviera mal? 


—Yo no sabía que ibas a ir al apartamento —murmuró Paula—. Y entraste sin que te invitase...


—¡No se te ocurra echarme a mí la culpa de lo que pasó!


—¡No te estoy echando la culpa a ti! —Paula miró el reloj, angustiada.


Aunque durante los últimos dos meses el tiempo parecía haber pasado como una lenta agonía, de repente, iba a toda velocidad.


‐¿Tienes que ir a algún sitio? —le preguntó Pedro—. ¿Has quedado con algún tonto que te cree alguien que no eres?


Paula apretó los puños, intentando pasar por alto la ironía.


—Estaba intentando explicarte que cuando llegaste al apartamento no se me ocurrió contarte que llevaba puesto un vestido que no era mío. ¡Se supone que ni siquiera debería estar en ese apartamento! No quería causarle problemas a mi amiga Ana y no conozco a Catrina, pero ella no quería que nadie supiera dónde estaba...


—Ah, claro, y como eres un ser humano considerado y amable, decidiste no decir nada.


—Yo no esperaba que las cosas terminasen como terminaron —se defendió Paula, mirando el reloj de nuevo. Sólo habían pasado cinco minutos desde la última vez y Pedro sólo había tomado un sorbo de café.


—¿Quieres decir acostándonos juntos?


—¡Sí!


—Pero para entonces tampoco se te ocurrió que yo debería conocer la identidad de la mujer con la que estaba compartiendo mi cama.


—No fingía cuando estaba contigo.


—¿Perdona?


—Lo siento mucho, de verdad. Es que tenía miedo de...


—¿De perderte las cosas buenas de la vida?


—No, yo no soy así.


—Perdona si no te creo.


—Pero era virgen —le recordó Paula.


—¿Y qué quieres decir con eso? —le espetó Pedro. Le molestaba que no se mostrase avergonzada. Era una falsa y una mentirosa, pero conseguía enternecerlo con su mirada aparentemente inocente—. ¿Tu virginidad es una excusa para haberme mentido durante dos semanas? Tal vez la verdad es que te pareció divertido intercambiar tu virginidad por dos semanas de vacaciones con un hombre rico.


—¡No me conoces en absoluto si eres capaz de decir eso!


—¿Por qué no me dijiste la verdad cuando terminaron las vacaciones? —insistió Pedro—. ¿Por qué desapareciste sin decir nada?


Paula abrió la boca, pero volvió a cerrarla enseguida. ¿Cómo iba a decirle que le habría confesado la verdad si aquélla hubiera sido la aventura sin importancia que ella esperaba?


Pero no había sido una simple aventura porque, sin darse cuenta, se había enamorado de Pedro y no podía soportar la idea de marcharse dejándolo con una expresión de odio. 


Por eso había tomado un avión de vuelta a Londres sin decirle nada.


Ana había tenido que volver a Roma para cuidar del apartamento cuando ella aceptó la invitación de ir a Barbados, de modo que ya no tenía nada que hacer en Italia. 


Además, Pedro había «amenazado» con buscarla en Londres y eso era algo a lo que no podía arriesgarse.


—Debería haber dejado una carta, una nota... algo.


—Porque decírmelo a la cara hubiera sido demasiado difícil, claro.


—Sabía cómo reaccionarías. Como lo estás haciendo ahora.


—Dime una cosa, por curiosidad: ¿qué parte de tu personalidad tuviste que cambiar para hacer ese teatro?


‐!No tuve que cambiar nada!


—Entonces de verdad eres una chica dulce, auténtica, divertida... me resulta difícil creerlo.


—Mira, esto no nos está llevando a ningún sitio —Paula se levantó—. Todo fue un terrible error y lo único que puedo decir es que lo siento y que entiendo que estés enfadado conmigo —las lágrimas amenazaban con asomar a sus ojos, pero parpadeó furiosamente para controlarlas.


Aquello era una pesadilla. Ella no había esperado que la encontrase en un pueblecito irlandés.


—¿Por qué no dejas de mirar el reloj? —le preguntó Pedro—. Es la cuarta vez en los últimos quince minutos.


No quería ni imaginar que tuviese una cita. 


Algún chico del pueblo que había estado esperando ansioso su regreso. 


Alguien que, al menos, tenía el lujo de conocer a la auténtica Paula en lugar del personaje que se había inventado en Roma.


—No lo sé, no me había dado cuenta.


—¿Y para quién es toda esa comida que está en la encimera? ¿Esperas a alguien? ¿Es por eso por lo que has dejado la universidad y has vuelto aquí?


—¿De qué estás ha‐hablando? —Paula estaba tan nerviosa que no dejaba de tartamudear y el tartamudeo saboteaba cualquier intento de parecer inocente.


—Me pregunto qué diría tu novio si supiera que has pasado dos semanas en compañía de otro hombre. No creo que le hiciera ninguna gracia. ¿Le has contado tu aventura en Barbados o me estabas utilizando para aprender a moverte en la cama?


—¡No digas tonterías! —le espetó ella, el rostro colorado tanto por sus acusaciones como por las evocativas imágenes que despertaban sus palabras.


Aquella primera noche era virgen, pero al final de esas dos semanas se había convertido en una criatura voluptuosa cuyo cuerpo había sido meticulosamente explorado por Pedro. Y viceversa. De hecho, no pasaba una sola noche que no lo recordase en detalle.


—¿Estoy diciendo tonterías? ¿Por qué si no habrías vuelto aquí? ¿Por qué te habrías marchado de Londres sin terminar tus estudios si no fuera por un hombre?


El silencio que siguió a esa pregunta se alargó como una banda elástica estirada hasta el límite.


—No todo lo que hace una mujer tiene que ver con un hombre —dijo Paula por fin, intentando que su voz sonara más o menos normal.


‐Pero la mayoría de las veces sí lo es. Al menos, ésa es mi experiencia.


Paula hizo un esfuerzo para no mirar el reloj. 


Aunque le costaba trabajo.


‐Muy bien, si quieres saberlo, estaba haciendo la cena para mis padres. Han ido al Ayuntamiento... están recaudando dinero para un orfanato en África, pero volverán enseguida. Y supongo que no querrás estar aquí cuando lleguen.


Pedro no saltó de la silla como había esperado. 


Ni siquiera sabía si creía una palabra de lo que le había dicho. Y en cualquier caso daba igual porque la puerta se abrió en ese momento y Paula oyó la voz de su madre en el pasillo:
‐¡Cariño, ya estamos en casa!




1 comentario:

  1. Uyyyyyyyyyyyyy la que se va a armar ahora!!!!! Embarazada y él que la encontró y encima los padres. Pobre Pau!!!

    ResponderBorrar