miércoles, 30 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 10




Paula se preguntó si podría esconder a Pedro, que se había levantado de la silla, aumentando más su desconcierto. Tal vez podría meterlo en un armario o sacarlo de un empujón al jardín y darle con la puerta en las narices.


Lo único bueno de la repentina llegada de sus padres era que al menos sabía que estaba equivocado sobre lo de que esperaba a otro hombre.


Paula corrió al pasillo y encontró a sus padres quitándose los abrigos y comentando que hacía mucho frío en la calle. 


Aparentemente, iba a caer una buena nevada.


—Pero el evento ha sido un éxito —le dijo Aylen Chaves—. Hemos recaudado más de quinientos euros. Ya sé que no parece mucho, pero todo ayuda. El hombre que nos ha explicado dónde iría el dinero era muy interesante, ¿verdad que sí, Mauricio? He estado a punto de decirle que viniera a cenar a casa. El pobre iba a tener que conformarse con un bocadillo en el hostal porque Maura ha ido a visitar a su hija...


Su madre no terminó la frase, un fenómeno que ocurría en raras ocasiones, y Paula no tuvo que darse la vuelta para saber por qué. ¿Por qué no podía haberse quedado en la cocina un rato más? ¿Por qué no le había dado tiempo para advertir a sus padres?


—Mamá, papá, os presento a...


—Soy...


—Sabemos quién eres, hijo —lo interrumpió el padre de Paula—. Y me alegro mucho de conocerte por fin. ¿Verdad que sí, Aylen? Bueno, no te preocupes, ella misma te lo dirá en cuanto pueda respirar —Mauricio Chaves estrechó su mano y le hizo un guiño a su hija, que estaba colorada hasta la raíz del pelo—. Aunque tal vez deberíamos alegrarnos de que se haya quedado sin palabras. No sé si Pau te lo ha contado, pero eso es muy raro.


No tan raro, pensaba Paula rezando para que el suelo se abriera bajo sus pies, como ver que Pedro se quedaba sin palabras. Aunque era lógico, claro. No podía ni imaginar lo que estaría pensando.


Aunque se recuperó enseguida para estrechar la mano de su padre y rozar la de su madre con los labios, en un gesto típicamente italiano que hizo que Aylen Chaves se ruborizase como una adolescente.


—Dijiste que era extraordinario, cariño, pero no nos dijiste que, además, era un caballero.


—¿Extraordinario? —Pedro miró a Paula con una sonrisa que a sus padres podría parecerles inocente pero que estaba cargada de preguntas.


—Lo siento, pero no me ha dado tiempo a hacer la cena —Paula cambió de tema rápidamente y sus padres, por supuesto, se apresuraron a decir que no importaba en absoluto.


—Deberías habernos llamado, habríamos vuelto enseguida —la regañó Aylen, estirando su falda gris—.Aunque imagino que tendríais muchas cosas que contaros.


‐Sí, claro.


—Bueno, tú quédate aquí con Pedro... qué bonito nombre, por cierto. O mejor, ¿por qué no lo llevas al salón? Mauricio, cariño, ve a encender la chimenea.


‐No hace falta, lo haré yo misma —se apresuró a decir Paula.


—Y no te preocupes por la cena —Mauricio se volvió hacia Pedro—. Le he dicho a esta jovencita mil veces que...


—Papá, por favor. Pedro no quiere escuchar historias aburridas.


—¿Aburridas? Si hay algo que he descubierto sobre tu hija, Mauricio, es que el adjetivo «aburrida» jamás se le podría aplicar. ¿Verdad que no, Paula?


¿Era su imaginación o su voz sonaba amenazadora?


—Nosotros iremos al salón mientras vais a cambiaros de ropa. Y luego...


‐Luego podremos conocernos mejor —terminó su padre la frase, con una sonrisa en los labios.


‐Y yo intentaré hacer algo de cena, pero tendrá que ser algo sencillo —dijo su madre.


Pedro, de inmediato, intentó ganar puntos invitándolos a todos a cenar fuera, pero su padre le recordó que estaba a punto de nevar y lo mejor sería quedarse en casa.


‐En ese caso, nada me apetece más que una cena casera. Imagino que tu hija te habrá dicho que soy un hombre de gustos sencillos.


Con eso se ganó una palmadita en la espalda, por supuesto.


—Imagino que es lo normal con los riesgos que corres a diario, ¿eh? —dijo su padre.


Pedro sonrió. Por supuesto, no sabía de qué estaba hablando, pero no dijo nada. Su vida, hasta que conoció a Paula, había sido muy ordenada: trabajo, mujeres, trabajo. Todo en su sitio. Él siempre había creído que ejerciendo un férreo control sobre su vida uno podía limitar las sorpresas desagradables y, por el momento, no había tenido ocasión para dudar de esa filosofía. De modo que no estaba preparado para la sensación de estar caminando sobre arenas movedizas que era lo que sentía en aquel momento.


¿Riesgos? Sí, él se arriesgaba en su trabajo, pero tenía la impresión de que los riesgos a los que se refería el padre de Paula no tenían nada que ver con las altas finanzas.


¿Entonces de qué estaba hablando? ¿Y cómo era posible que conocieran su identidad antes de que Paula los presentase?


Tras él, Paula se aclaró la garganta en ese momento y Pedro se volvió para mirarla mientras sus padres desaparecían escaleras arriba.


Le molestaba, pero incluso en aquella modesta casa, a miles de kilómetros de las lujosas tiendas de Roma, seguía teniendo la presencia de una mujer que podría engañar a cualquier hombre fingiendo haber nacido en una familia privilegiada. No parecía alguien que mirase a los demás por encima del hombro, algo que encontraba terriblemente irritante en muchas de las chicas con las que salía. Paula sencillamente parecía una persona refinada. No sabía por qué, tal vez por el vibrante color de su pelo o tal vez era su piel, transparente y libre de maquillaje. O tal vez su postura, orgullosa y segura, pero siempre de manera discreta.


Enfadado consigo mismo por pensar en ella como algo más que una mujer que había tenido la temeridad de jugar con él, Pedro la fulminó con la mirada.


Y, como siempre, el silencio fue su mejor aliado porque Paula apartó la mirada mientras lo llevaba al salón, contándole que sus padres eran pilares de la comunidad, siempre involucrados en causas benéficas, auténticos santos si había que fiarse de ella.


Mientras escuchaba, Pedro miraba la profusión de fotos familiares y los objetos coleccionados durante toda una vida. 


En realidad, era una casa muy espaciosa y la planta de abajo consistía en una serie de habitaciones que se conectaban unas con otras. En una de ellas, que parecía hacer las veces de estudio, había un gato durmiendo tranquilamente sobre un sillón.


Aquello no tenía nada que ver con la mansión que le había hecho creer era el hogar de su familia y Pedro se agarró a ese pensamiento para seguir furioso con ella.


—Tus padres tienen una casa muy acogedora —le dijo, mientras se dejaba caer en el sofá—. Nada que ver con la mansión de la que tú me hablaste, claro. 


Paula se puso colorada. Ella nunca había visto ese lado brutal de Pedroaunque imaginaba que lo tenía porque todos los hombres poderosos eran implacables. Aun así, le resultaba difícil encajar a esas dos personas: el hombre guapo y divertido que la había llevado a un paraíso tropical y el extraño que la miraba con un brillo cruel en los ojos.


Claro que nunca habría conocido a ese hombre guapo y simpático si le hubiera dicho que era simplemente Paula Chaves, una chica normal.


—Nunca dije que mi familia tuviera una mansión, sólo que había una en mi pueblo. Y es la verdad.


—A veces resulta difícil distinguir entre una mentira y el económico uso de la verdad.


—Te resulta difícil porque ni siquiera quieres intentarlo —replicó ella.


—¿Y por qué debería hacerlo?


—Ya te he pedido disculpas, Pedro —Paula dejó escapar un suspiro.


—Sí, bueno, es verdad que no tiene sentido recordar lo que pasó porque no va a llevarnos a ningún sitio, así que hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?


Su helada sonrisa despertó un escalofrío de auténtico miedo y, al verlo, Pedro se relajó un poco. Se había preguntado muchas veces por qué se molestaba en hacer ese viaje, pero ahora lo sabía. Sí, había tenido que verla cara a cara para exorcizar parte de la furia que sentía contra ella por haberle mentido, contra él mismo por haber caído en su trampa. Y también sentía el deseo de cerrar aquel capítulo de su vida porque lo que había habido entre ellos estaba sin cerrar.


Durante las dos semanas que habían pasado en Barbados había perdido el control por completo. Había sido como un buen estudiante que, de repente, hubiera decidido hacer novillos. Naturalmente, entonces no se daba cuenta.


Pedro no sabía cómo lo había conseguido Paula, pero así era y cuando volvieron a Italia no estaba preparado para decirle adiós.


Sin embargo, verla de nuevo estaba teniendo el efecto negativo de recordarle por qué seguía excitándolo. Había esperado no sentir nada más que desprecio y sí, era una mentirosa, pero saberlo no evitaba que esa extraña atracción siguiera ahí.


Incluso mirándola ahora, sentada en el sofá como una niña, las largas mangas del jersey ocultando sus manos, le parecía excitante y exasperante a la vez.


Como un matemático concentrado en resolver un complicado problema, Pedro intentó usar su frío y lógico cerebro para entender aquella ilógica situación. ¿Qué mejor manera de terminar con su rabia y su frustración que tomando lo que ella le había negado?


¿Podría fingir haber olvidado sus mentiras hasta que la llevase a la cama y se saciara de ella? Porque el ansia seguía corriendo por sus venas, saboteando todos sus esfuerzos por volver a la normalidad.


Tendría que pensarlo, pero se relajó por primera vez desde que puso los pies en la casa. Tener una solución a mano, aunque decidiera no usarla, lo ayudaba a mantener el control.


No había sido capaz de olvidar su cara o el recuerdo de sus gemidos en la cama debajo de él, encima de él, en la bañera de su casa en Barbados, en la piscina, en varias habitaciones de la casa. Y muchas veces en su playa privada donde sólo la luna y las estrellas eran testigo de su inagotable pasión. Sería una dulce venganza, aunque no quería pensar en ello como algo tan primitivo, tomarla de nuevo y luego dejarla plantada. Paula carraspeó entonces, interrumpiendo tan agradables pensamientos.



—¿Me has oído?


—No, repítelo. Estaba pensando en otra cosa.



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