martes, 29 de mayo de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 8




Paula, que estaba buscando ingredientes en la nevera para hacerle la cena a sus padres, dejó escapar un suspiro de contrariedad. Lo había dejado todo hasta última hora y no tenía tiempo para charlar con lo vecinos. Después de haber pasado los dos últimos años en Londres casi había olvidado cómo era la vida en un pueblo, pero era una costumbre que la gente pasara por las casas de los vecinos para charlar. Y, aunque ya llevaba dos meses allí, se sentirían ofendidos si no les ofrecía una taza de té.


Podría no abrir la puerta, pero todo el pueblo sabía que sus padres habían ido al Ayuntamiento, donde se celebraba un evento para recaudar fondos, y que ella no había podido ir porque se encontraba mal esa mañana. Así era la vida en un pueblo tan pequeño y tendría que acostumbrarse de nuevo.


De modo que dejó las cosas que había sacado de la nevera sobre la encimera de mármol y corrió a la puerta... pero cuando la abrió y vio quién estaba en el porche se quedó helada.


Paula parpadeó, creyendo que era una alucinación, pero cuando volvió a abrir los ojos seguía allí. 


—¡Tú! —exclamó, en un tono que ni ella misma reconocía—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Paula tuvo que agarrarse al marco de la puerta.


—No iras a desmayarte, ¿verdad?


El golpe de la puerta al cerrarse resonó como el eco del hacha de un verdugo.


Ella intentaba ordenar sus pensamientos, pero tenerlo delante hacía muy difícil que pudiera pensar con claridad.


Pedro, qué sorpresa.


Sólo la pared, en la que estaba apoyada, evitaba que cayera al suelo.


‐La vida está llena de sorpresas, como yo he descubierto hace poco.


‐¿Qué estás haciendo aquí? —insistió ella.


—He decidido venir a verte, Amelia. Pero no te llamas Amelia, ¿verdad? Te llamas Paula.


—Me siento mal, en serio —Paula intentó llevar aire a sus pulmones—. Creo que voy a vomitar.


‐Haz lo que quieras. Estaré esperando aquí cuando termines —dijo él, cruzándose de brazos.


—¿Có‐cómo me has encontrado?


—¿No es un poco grosero por tu parte no ofrecerme una taza de café? Y después de venir de tan lejos para verte...


No tenía prisa por marcharse, eso estaba claro. 


Y la ponía nerviosa que estuviera tan cerca. 


Además, sus padres volverían en una hora y para entonces Pedro debería haberse marchado. Cuanto más tiempo estuviera en estado de shock, más tardaría en echarlo y no podía ni pensar que lo vieran sus padres.


Una ola de náuseas amenazó con enviarla corriendo al cuarto de baño, pero consiguió dominarla.


‐Muy bien, te ofreceré una taza de café. Pero si has venido para que te pida perdón te ahorraré el esfuerzo: lo siento. ¿Satisfecho?


—No, en absoluto. ¿Por qué no empezamos por el café y luego charlamos sobre otras cosas? Por cierto, ¿sabías que hacerte pasar por otra persona es un delito?


Paula palideció y Pedro, a quien se le acababa de ocurrir lo del delito, sonrió, satisfecho.


—¿Qué te llevaste del apartamento de Amalia Doni aparte de su vestuario? Si no recuerdo mal, estaba lleno de obras de arte y objetos carísimos.


‐¿Cómo te atreves?


‐Yo que tú me lo pensaría dos veces antes de ponerte digna —dijo él.


Había esperado sorprenderla con su presencia... no, en realidad había esperado que se pusiera a la defensiva, pero no había esperado ver ese brillo de pánico en sus ojos. Claro que era una mujer que hacía cosas inesperadas y no una persona cuyas palabras o actos debiese uno creer.


Paula se sentía como un ratón sujeto por un depredador cuyo objetivo fuera jugar con ella un rato antes de hacerla pedazos. Cuando lo dejó, más por cobardía que por otra cosa, lo último que había esperado era que la buscase en Irlanda. No lo había tomado por un hombre que buscaría a una mujer que lo había dejado plantado sin darle una explicación.


—No estoy haciéndome la digna —Paula dio un paso atrás porque sentía el calor de su aliento en la cara—. Sólo intento decir que no soy una ladrona.


‐Y a mí me resulta difícil creer cualquier cosa que digas.


Como no podía discutir y hacerse la inocente sería imposible, Paula decidió que era hora de hacer café. Merecía una regañina y la aceptaría con genuino arrepentimiento. Luego él se marcharía y todo volvería a la normalidad.


‐El café... voy a hacer el café. Si no te importa esperar en el salón...


—¿Y perderte de vista? No, de eso nada. Seguro que intentarías escapar por la ventana, ese tipo de numeritos se te da muy bien.


—Sí, bueno... —Paula miró al suelo, pero ni así podía escapar de la presencia de Pedro porque tenía delante sus zapatos.


‐Bonita casa —dijo él entonces—. Claro que me dijiste que vivías en Londres.


—Y así era, hasta hace dos meses —respondió ella mientras encendía la cafetera.


Desgraciadamente, no podía refugiarse en la tarea de hacer café para siempre, de modo que se vio obligada a mirarlo. 


Estaba sentado en una silla de tamaño normal, el suficiente para una cocina como aquélla, pero él conseguía reducir el espacio hasta hacerlo parecer una celda.


Pedro la miraba sin disimular su antagonismo y no se parecía nada al hombre divertido, sexy y encantador que la había convencido para pasar dos semanas en un paraíso tropical.


Y no podía dejar de pensar en esa insinuación de que hacerse pasar por otra persona era un delito. ¿Iba a demandarla? No quería ni pensarlo.


Había querido confesarle la verdad muchas veces durante esas dos semanas, pero al final no pudo hacerlo porque no quería dar por terminado aquel encuentro. En lugar de eso había conseguido evitar ciertas preguntas, contar medias verdades... y lo había hecho tan bien que hasta Houdini estaría orgulloso de ella.


En el proceso, Pedro le había robado el corazón y si le hubiera pedido que se quedara en Barbados quince días más estaba segura de que se habría quedado.


Pero el castigo era tan letal como inevitable: Pedro Alfonso se había hecho un sitio en su corazón y no había pasado un solo día que no pensara en él desde entonces. Y en el hecho de que nunca podrían volver a estar juntos.


—No me mires así —le dijo, molesta.


—¿Cómo esperas que mire a una mentirosa, a una falsa y a una ladrona?


—¡Ya te he dicho que yo no le he robado nada a Amelia Doni!


—Pero sí me has robado a mí...



—¿Qué?


—Si contamos las cenas, la ropa que te compré, el billete en primera clase para ir a Barbados...


—Tú no lo entiendes.


—Pues entonces explícamelo —Pedro se echó hacia delante y Paula, instintivamente, se echó hacia atrás, mirando el reloj que había sobre la puerta.


—Yo quería contarte la verdad...


—Ya, claro, pero el infierno está lleno de buenas intenciones —la interrumpió él—. ¿Cuándo desaparecieron esas buenas intenciones? ¿Cuándo te diste cuenta de que sería mucho mejor aprovecharte de mi generosidad? Era mucho más divertido, ¿no? Sexo con todos los gastos pagados.


—¡No seas grosero!


—¿Cuándo decidiste marcharte de Londres?


Desconcertada por el brusco cambio de tema, Paula se quedó callada un momento. Pero enseguida lo entendió. En lugar de lanzarse sobre ella estaba torturándola poco a poco, tirando sus defensas una por una para que no pudiera reconstruirlas.


—¿Cuándo decidiste marcharte? —repitió Pedro—. De repente dejaste la universidad y volviste a este pueblo, en medio de ninguna parte. ¿Pensabas que Londres era demasiado pequeño para los dos? ¿Tenías miedo de encontrarte conmigo?


Paula se puso pálida.


—¿Cómo me has encontrado? ¿Y por qué te has molestado en buscarme?


Pedro se encogió de hombros. Pero incluso furioso, cuando su rostro era una máscara de frío desdén, Paula no podía evitar sentirse atraída por él. Era tan elegante, tan atractivo. 


Se avergonzaba de sí misma, pero estaba grabando aquel momento en su memoria para poder recordarlo una y otra vez en el futuro.


El hombre que una vez le había dicho que con ella sentía lo que nunca había sentido con otra mujer ahora la odiaba y, aun así, su corazón se aceleraba al mirarlo.


—¿Por qué me he molestado? Buena pregunta, aunque la verdad es que no lo sé. Desapareciste de repente, pero soy lo bastante hombre como para soportar que una mujer me deje plantado.




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