lunes, 21 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 29





Al día siguiente, Paula abrió su taquilla, se puso una chaqueta y se dirigió a la reunión del comité de festejos. Era a las tres y media en el comedor.


El comité estaba formado por quinceañeros que se dedicarían a discutir sobre decoración, refrescos, música y cosas por el estilo, y la perspectiva le resultaba bastante agradable. Resultaba muy refrescante, y se sintió en deuda con Donna por haberle permitido que regresara a su juventud.


Se le ocurrió pensar que pondría su nombre a la primera hija que tuviera, pero enseguida se dijo que no esperaba tener hijos pronto. Marcos ya no era un horizonte en su vida. Si conseguía sobrevivir, hablaría con él en cuanto regresara a Dallas.


Antes de contemplar el asesinato de Merrit, nunca había pensado en la posibilidad de tener hijos. Pensaba que no tenía tiempo para ser una buena madre, y no quería cometer los errores que habían cometido sus padres. Marcos estaba de acuerdo, y ésa había sido una de las razones añadidas para plantear un matrimonio de conveniencia.


En cualquier caso, encontrar al hombre adecuado no resultaba nada fácil. Nunca había conocido a ninguno que la satisficiera; al menos, a ninguno que estuviera soltero. Hasta que conoció a Pedro. Estaba segura de que Pedro sería un excelente padre, y un marido igualmente maravilloso.


En aquel momento, se detuvo. Acababa de tener una terrible sospecha. Cabía la posibilidad de que estuviera enamorada de él.


Se dijo que sólo era deseo, pero había deseado a otros hombres a lo largo de su vida y no cabía ninguna comparación. La diferencia entre ellos y Pedro era evidente. 


La diferencia estribaba en que se había enamorado del profesor, pero no sabía qué hacer.


La noche anterior había hablado con Donna. Le había contado que los chicos decían que mantenía una relación con Pedro, y que alguien había dicho que lo había visto salir de su casa a las tres de la madrugada. Donna dijo que no le habría importado que fuera cierto, pero que no era así. Su amiga le confesó que estaba enamorada de él, pero también dijo que Pedro no sentía lo mismo por ella.


Así que tenía el campo libre, y eso la obligaba a tomar una decisión muy difícil. Tenía que decirle a Pedro lo que sentía. 


Era la única solución. De ese modo, no se rendiría sin luchar.


No se alejaría de él sin saber lo que habría podido pasar de haber tenido la valentía necesaria para confesar su amor.


Justo entonces miró a su alrededor y vio que el pasillo estaba casi vacío. Si no se daba prisa, llegaría tarde.


Cuando llego al comedor, contó a los presentes. Siete chicas y cinco chicos. Entre ellos se encontraban Wendy, Jessica y Tony. También reconoció a los demás, aunque no recordaba sus nombres.


Donna presidía la mesa, y tenía una carpeta entre las manos. Cuando la vio, sonrió.


—Vaya, ya has llegado. Estaba a punto de borrarte de mi lista de voluntarios —declaró, antes de volverse a los demás—.Para los que no la conozcáis, me gustaría presentaros a Sabrina Davis. La he invitado a unirse al comité porque su anterior instituto hace unas fiestas magníficas. Pero siéntate, Sabrina. Estábamos hablando sobre el tema a elegir.


Todos los presentes miraron a Paula, que se quitó la chaqueta y se sentó. En su carrera profesional había hecho multitud de presentaciones y conferencias de prensa. Pero estaba convencida de que ningún auditorio era más complicado que un grupo de jóvenes.


—Bueno —dijo Donna—, primero escucharé vuestras propuestas y luego decidiremos. Catherine, ¿por qué no empiezas tú?


—¿Tengo que empezar yo? ¿No podría hablar más tarde?


Donna asintió.


—Por supuesto, no hay ningún problema. ¿Y tú qué dices, Russ? ¿Tienes alguna idea?


—No, la verdad es que no.


—Sería la primera vez que tuviera una idea —murmuró Wendy.


Donna decidió intervenir.


—Os advierto que estoy dispuesta a echar de la reunión a cualquiera que no se comporte como es debido. No te preocupes, Russ, esto no es un examen. Si se te ocurre algo más tarde, dínoslo. ¿Y tú, Kevin, tienes alguna idea?


Kevin bajó la mirada, avergonzado.


Donna sonrió y dijo:
—Bueno, alguien tiene que empezar. Si todos os mantenéis en silencio no llegaremos a ninguna parte.


—Es cierto, tienes razón —dijo Jesica—. Vamos, Kevin, piensa un poco.


Dos días antes, Jesica no se habría atrevido a abrir la boca. 


Y Paula sintió cierto orgullo por la nueva actitud de la joven.


—Ya tuvo que hablar la niña mimada de los profesores —espetó Wendy.


—¿Sabes una cosa, Wendy? Estoy realmente cansada de que intentes ridiculizar a todos los demás. Deja de comportarte de ese modo y empieza a hacerlo con cierta madurez.


Wendy cerró la boca, y varios chicos sonrieron.


—De acuerdo, tengo una idea —empezó a decir Kevin—. El año pasado hicimos una fiesta temática en plan nostálgico, con máquinas de discos y cosas así. De modo que este año podríamos hacer lo opuesto. Una fiesta futurista.


—Buena idea, Kevin. La apuntaré —dijo Donna—. ¿Y tú, Heather, tienes algo que decir?


—El año pasado empecé a hacer submarinismo, y os aseguro que estar bajo el agua es un experiencia increíble. Creo que podríamos utilizar el tema del mar como elemento central de la fiesta.


—Excelente —dijo Donna—. Ya lo he apuntado. ¿Más sugerencias?


En general, las chicas se decantaron por los temas románticos y los chicos por cosas más activas. La idea de Wendy no despertó demasiadas simpatías entre los presentes, y al final le tocó el turno a Paula.


—Creo que podríamos hacer una fiesta mágica. Una fiesta sobre la magia. Es un tema que da mucho de sí.


Paula lo sabía porque había organizado varias funciones benéficas, con magos, en Dallas. Y los resultados habían sido excelentes.


Pasaron la hora siguiente discutiendo sobre la fiesta. Al final, aprobaron por unanimidad que contratar a un mago podía ser un complemento excelente al habitual grupo de música.


Después, decidieron que se reunirían todas las semanas, en el mismo sitio y a la misma hora, para discutir los detalles.


Cuando la reunión terminó, todos estaban de buen humor. 


Todos, excepto Wendy. La reina había perdido el trono, y no le había hecho demasiada gracia. Paula no tenía intención de interponerse en su camino, pero los hechos se habían empeñado en lo contrario.


—Sabrina, espera —dijo Donna, antes de que se marchara—, quería darte las gracias por habernos ayudado. ¿Quieres que te lleve a casa? Nadie pensará nada raro si te llevo a casa después de la reunión. Hace mucho frío, y me sentiría culpable si fueras andando.


Paula no quería acompañarla. Viajar con ella significaba hablar sobre Pedro, y no era un tema que quisiera tratar en aquel momento.


—No te preocupes. Me apetece dar un paseo, en serio. Necesito un poco de ejercicio.


Donna frunció el ceño y suspiró.
—Al menos podías utilizar el coche de mi abuela los días de lluvia. No lo usa nunca, y sólo sirve para acumular polvo. Además, no creo que sea muy conveniente que vayas andando por ahí.


—De acuerdo. La próxima vez que llueva tomaré el coche. Pero me temo que va a llamar la atención.


El coche de la señora Kaiser era muy lujoso, demasiado para un instituto.


—Sí, supongo que es cierto —dijo Donna, sonriendo—. En fin, ve a dar tu paseo. Te llamaré esta noche.


—Estaré en casa.


Paula se despidió de su amiga con un gesto de mano y se dirigió a la salida del instituto. La reunión había sido muy larga y ahora tendría que apresurarse si quería llegar a casa antes de que anocheciera.


A unos cuantos metros de distancia caminaban Wendy y Tony, que iban de la mano. Tony se inclinó sobre la joven para besarla, pero la joven salió corriendo, para jugar, y su acompañante la persiguió de buena gana. Poco después, desaparecieron en un pasillo lateral.


Paula se había detenido sin darse cuenta. Se sentía sola, más sola que nunca. Oyó que alguien cerraba una taquilla en alguna parte del edificio, y que alguien estaba limpiando los suelos con una aspiradora, en una de las clases vacías. 


Siguió caminando, lentamente, pero en seguida sintió la necesidad de salir de allí, de respirar un poco de aire puro. 


Sentía deseos de gritar.


Había acelerado tanto que al llegar al siguiente pasillo tropezó con un hombre. Automáticamente pensó en Bruce, pero era Pedro.


—¡Pedro! —dijo, con ansiedad.


—Tranquilízate. Sí, soy yo. ¿Te he hecho daño?


—No, en absoluto. No estaba mirando y me he tropezado contigo. ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.


—Esperarte a que salieras de la reunión. Tengo algo que decirte.


—Muy bien, te escucho —dijo, ligeramente asustada.


—Hace un rato he comprobado mi correo en la sala de profesores, y había un mensaje nuevo que...


Pedro no terminó la frase, porque en aquel momento oyeron voces que se acercaban.


—Serán el resto de los chicos que han asistido a la reunión —dijo ella.


Pedro echó un vistazo a su alrededor, la tomó de la mano y la llevó a una habitación. En realidad era una sala pequeña que utilizaban para almacenar objetos de limpieza. Entraron en ella y Pedro cerró la puerta.


—Cuando se cierra, no se puede abrir desde afuera. Pero se puede abrir desde dentro —declaró Pedro.


Acto seguido, puso un dedo sobre los labios de Paula para que no dijera nada. Pero no era necesario, porque Paula no habría sido capaz de hablar.


Mientras tres o cuatro alumnos pasaban por delante de la puerta, ella miró a Pedro con los ojos de una mujer enamorada. Su pelo oscuro estaba algo revuelto; tenía una nariz bastante grande, pero recta y noble; y su mandíbula era cuadrada, autoritaria y muy masculina, sobre todo cuando tenía barba de dos días, como entonces.


Habría dado cualquier cosa por tocarlo, por acariciar su cabello, su cara y su boca. De hecho, deseaba besarlo con tantas fuerzas que alzó la cabeza. Pedro lo notó y bajó la mirada.


Acababa de descubrirla mientras lo observaba con admiración, y por si fuera poco no podía alejarse de él. El aire se cargó de tensión y su respiración se aceleró de inmediato. Sin poder hacer nada, notó que el color de los ojos de Pedro cambiaba del marrón al verde.


Sólo podía hacer una cosa. Interesarse por lo que Pedro quería decirle.


—Yo... ¿qué querías contarme, Pedro? has dicho que había un mensaje en tu correo.


Pedro tardó unos segundos en responder, como si estuviera pensando en otra cosa.


—Ah, sí. Era un mensaje de Irving Greenbloom. Quería que me pusiera en contacto con él tan pronto como me fuera posible, así que lo llamé por teléfono desde la sala de profesores. Dos productoras están interesadas en mi guión, e Irving va a ir a Houston el viernes para discutir los términos de la negociación conmigo. Cree que tengo grandes posibilidades de hacer la adaptación del guión, siempre y cuando me interese.


—¿Hacer la adaptación? ¿Para qué?


—Ya sabes, todos los directores cambian los guiones a su antojo. Y generalmente se trata de cambios bastante importantes, así que suelen contratar a escritores o guionistas de confianza para que adapten los guiones al gusto de los directores. Puede ser una magnífica oportunidad para mí, Paula.


—¿Cuándo te marchas a Houston?


—No lo sé. Ni siquiera sé si voy a hacerlo. En realidad, no lo he pensado.


—Lo has conseguido, Pedro, y estoy tan orgullosa de ti... Si pudiera te invitaría a marisco y a champán. Pero tendrás que contentarte con mis felicitaciones.


Paula sonrió, al igual que Pedro, que se pasó una mano por el pelo con cierto nerviosismo.


—Preferiría contentarme con un abrazo —dijo él.


Paula se arrojó a sus brazos de buena gana. 


Apretó la cara contra su pecho, de manera que podía escuchar los latidos de su corazón, y era una sensación tan maravillosa que habría pasado allí el resto de su vida. Después, cerró los ojos y aspiró su aroma.


—Hueles tan bien... —murmuró ella.


—Tú sí que hueles bien —dijo él—. Tu cabello huele a melocotón. ¿Sabías que es mi fruta preferida? A veces he pensado que lo hacías a propósito, para volverme loco.


—No, es que en la casa de invitados de los Kaiser tienen toda una gama de productos con olor a melocotón. Jabón, champú, lociones, polvos de talco y hasta aceite para dar masajes. Pero el aceite no lo he usado hasta ahora. No sé, tal vez lo haga pronto. ¿A ti qué te parece?


—Me parece que te gusta vivir peligrosamente.


—Depende de lo que entiendas por peligro. No me gusta saber que en algún lugar hay una bala con mi nombre, pero me gusta volverte loco. Te está bien empleado, por despertar mis celos. Dime una cosa, Pedro, ¿por qué besaste aquella noche a Donna con tanto apasionamiento, como si quisieras acostarte con ella?


Pedro suspiró.


—Fue una especie de experimento. Quería saber si era capaz de acostarme con ella.


—¿Y qué descubriste?


—Ya te he contestado a eso.


—No, no lo has hecho. Has dicho que no quieres mantener una relación con ella, no que no la desearas.


—Pues no la deseo.


Paula estaba tan aliviada que tardó un segundo antes de darse cuenta de que Pedro le estaba quitando el macuto que llevaba a la espalda.


—¿Qué haces?


—En primer lugar, librarte de eso.


Pedro le quitó el macuto y lo dejó en el suelo.


—Y ahora pienso liberarte de esta maldita chaqueta, que por cierto, no me gusta nada —continuó, mientras se la quitaba—. Así podré ver el vestido morado que llevas. Me encanta. 
Y ahora, Paula Chaves, vamos a hacer un pequeño experimento.


—¿En serio? —preguntó, con debilidad.


—En serio.


Pedro la tomó por la cintura, la atrajo hacia sí y bajó la cabeza.




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