—Un hombre… —dijo Celina, cuando Pedro consiguió quitarle la cinta de la boca—. Estábamos afuera esta tarde y apareció en el jardín trasero de pronto. No oí ningún coche. Encerró a George en el cobertizo y a mí me obligó a entrar en la casa. Dios mío, Paula, lo siento tanto… —gimió—. Lo siento tanto…
Paula se dejó caer en la cama y puso las manos sobre el regazo.
—¿Santy conocía al hombre?
—No —Celina movió la cabeza—. Le dijo a Santy que lo había enviado su padre.
—¿Santy estaba bien? —preguntó Paula con esfuerzo; estaba helada a causa del miedo.
—Es un chico muy valiente, Paula.
—Lo encontraremos —aseguró Pedro con voz cascada—. Te lo prometo.
—Tengo que volver —dijo ella, sintiendo que su nueva vida se derrumbaba. El día había sido demasiado perfecto.
Debería haber sabido que no terminaría así. Si la vida le había enseñado algo en los últimos diez años, era que la felicidad siempre tenía un precio que había que pagar.
****
Las palabras se repetían en la cabeza de Pedro una y otra vez, la misma cantinela que llevaba oyendo desde la muerte de su hermana.
Él los había conducido hasta Paula. Había creído que estaba siendo cuidadoso, que era imposible que lo hubieran seguido.
Estaban en el coche, de camino al aeropuerto. Pedro llevaba el pasaporte encima y no había querido perder tiempo regresando al hotel a por cosas que podía reemplazar fácilmente. Paula había tomado algunas cosas básicas y le había dicho, con voz temblorosa, que faltaba el pasaporte de Santy, pero habían dejado el suyo. Sin duda, siguiendo instrucciones de Jorge. Ese desgraciado sabía bien que llevándose a Santy la obligaría a regresar.
Tenía que arreglarlo. De alguna manera tenía que solucionarlo. Agarró la mano de Paula y la apretó. Pero no reaccionó, su mano siguió flácida, como si ya no le quedaran sentimientos.
****
El avión corrió por la pista y se alzó en el aire. Santy, junto a la ventana, miró el suelo que iba desapareciendo, apretando los brazos del asiento con todas sus fuerzas.
El hombre que había a su lado se inclinó hacia él y le habló cerca del oído.
—Recuerda, si haces lo que yo te diga, todo irá bien. Si no lo haces, nunca volverás a ver a tu mamá.
Santy miró las nubes que había bajo el avión. Le dolía el pecho de anhelo por su madre y su nueva vida. Nunca debió creer que duraría. Él había querido que durase con todas sus fuerzas.
Pero todo el tiempo había sabido que nada bueno duraba mucho
****
Paula y Pedro aterrizaron unas doce horas después de salir de Florencia. Tomaron un vuelo de conexión de Nueva York a Atlanta. Paula no había dormido; había pasado el viaje mirando por la ventana, imaginando una docena de escenarios distintos a los que podría tener que enfrentarse a su llegada.
Pero siempre volvía al mismo. Nada había cambiado. Jorge nunca dejaría que se marchase. Había sido una tonta al pensar que podía huir de él. Y tenía a Santy. Sólo con pensarlo se le cerraba la garganta y sentía un asfixiante deseo de poner las manos sobre su hijo, de comprobar que estaba bien. Justo cuando empezaba a hundirse bajo el peso de su miedo, comprendió que era a ella a quien Jorge quería. No a Santy. Santy no era más que una garantía para su vuelta. Por encima de todo, lo odió por eso.
En el asiento de al lado, Pedro tenía expresión solemne.
Sabía que se culpaba por lo ocurrido. Deseaba poder encontrar palabras para hacerle comprender que no tenía importancia. Al final, el resultado habría sido el mismo.
No podía ayudarla. Se lo había dicho desde el principio. Pero no la había creído; lo curioso era que ella había empezado a pensar que estaba equivocada. Pero había tenido razón, y sabía que tenía que enfrentarse sola a lo que ocurriera en adelante.
Pedro había dejado su coche en el aeropuerto. Tomaron el autobús hasta el aparcamiento y se incorporaron al tráfico.
—¿Podríamos pasar antes por tu casa? —pidió ella—. Creo que una ducha me ayudaría a pensar con más claridad.
—¿Estás segura? —preguntó él, sorprendido.
—Sí —le contestó—. Estoy segura.
****
Pedro vivía en Buckhead, pero en un barrio más antiguo.
Paula lo siguió al interior de la casa y la llevó a la habitación de invitados, que tenía cuarto de baño.
—No tardaré —le dijo.
—De acuerdo —él cerró la puerta y ella echó el pestillo.
Entró al baño y abrió el grifo de la ducha. Sintió un pinchazo de culpabilidad por engañarlo. Pero tenía que enfrentarse a Jorge sola, sin poner en peligro a Pedro ni a ninguna otra persona.
Esperó unos minutos. Luego abrió la puerta y salió al pasillo.
Oyó otra ducha en la habitación de al lado.
Cerró la puerta y corrió fuera de la casa.
***
—¿Paula?
No hubo respuesta. Esperó un minuto y volvió a llamar antes de entrar en la habitación.
—¿Estás bien? —llamó—. ¡Paula!
Al no recibir contestación, abrió la puerta del cuarto de baño.
Tras la mampara de la ducha no había nadie. No estaba allí.
El pánico comprimió sus pulmones.
Se había ido sin él.
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