La ducha le sentó bien, despejó un poco la neblina que envolvía su mente; tenía el cerebro embotado con una mezcla de falta de sueño y el tipo de ira que podía llevar a un hombre a hacer cosas de las que tendría que arrepentirse.
Sería fácil perder la cabeza y tratar a Jorge Chaves utilizando el único lenguaje que el hombre parecía entender.
Pero eso sería ponerse a su nivel y era lo último que deseaba. Además, no le haría ningún bien a Paula.
Se puso unos vaqueros limpios y una sudadera, sin poder quitarse de la cabeza la mirada de Jorge cuando dijo que la encontraría. El hombre creía tener derecho a ella de una forma demencial que Pedro nunca entendería.
Pensar en lo que podía hacerle lo dejaba helado. Pero él estaría a su lado, garantizaría su seguridad.
En el pasillo, oyó que la otra ducha seguía corriendo. Llamó a la puerta con los nudillos.
****
El taxi paró delante de la casa con un chirrido de frenos, que enervó a Paula más de lo que ya estaba.
Durante todo el camino había centrado sus pensamientos en Santy, rezando porque estuviera allí y a salvo. No podía pensar en otra cosa.
Pagó al conductor y bajó del coche. Había dejado sus llaves en la casa cuando escapó, pensando que nunca volvería, o quizá como un símbolo de su esperanza. Ante la puerta, cerró los ojos un momento y entonó otra oración silenciosa por la seguridad de Santy. Llamo a la puerta.
Tras el minuto más largo de su vida, se abrió.
Jorge, con los brazos cruzados sobre el pecho, la miró con complacencia; era obvio que no le sorprendía su llegada.
—Hola, Paula—dijo.
—¿Dónde está? —preguntó ella, intentando controlar el temblor de su voz.
Jorge la miró fijamente. Sus ojos se oscurecieron con la ira que ella conocía tan bien.
—¿Qué clase de saludo es ése? Por lo menos entra.
—Jorge…
—Entra, Paula—dijo, con voz suave como el cristal.
Ella entró, con el corazón desbocado. Él cerró la puerta a su espalda.
—Necesito verlo.
—No está aquí.
—¿Qué has hecho con él? —la pregunta sonó histérica. Se había controlado durante el viaje de avión, pero tenía los nervios desatados y apenas podía contener el deseo de abofetearlo y borrar la expresión de poder de su rostro.
—No te preocupes. Está en un lugar seguro.
—Lo quiero de vuelta, Jorge.
Él sonrió con frialdad.
—Ahora sabes lo que se siente cuando te quitan a tu hijo. A tu propia sangre.
—No me dejaste otra opción —dijo ella, moviendo la cabeza.
—Oh, siempre tuviste otra opción —metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una navaja. La alzó contra la luz y contempló su filo. —¿De veras pensabas que te saldrías con la tuya, Paula? ¿No te dije lo que ocurriría si volvías a dejarme?
—Jorge… —Paula dio unos pasos atrás.
—Me has convertido en el hazmerreír de la gente. Tú, mi propia esposa. ¿Cómo voy a dejar pasar eso?
Los ojos de Paula no se apartaban de la navaja. Intentó respirar pausadamente, controlar el pánico.
—Jorge, guarda eso.
Él soltó una risa dura y fue hacia ella, obligándola a adentrarse en la sala. Se lanzó sobre ella y la derribó. Ella intentó levantarse, pero la sujetó poniéndole un codo en el cuello, dejándola sin aire.
—Te di todo lo que una mujer podría desear —dijo él con voz gélida—. Y me lo escupiste en la cara. Como si no fuera nada.
Paula sintió que la cólera la quemaba por dentro. Empujó su brazo y giró la cabeza, intentando respirar.
—Lo único que quería era un hogar en el que mi hijo se sintiera seguro. Donde no tuviera que preocuparme de cuándo sería tu siguiente explosión de ira ni de qué podría provocarla.
Él rodeó su cuello con una mano y apretó. En la otra mano sujetaba la navaja.
—Te dije que nunca permitiría que otro te tuviera. ¿Esperabas que me desdijera de eso?
Paula vio la ira que ardía en sus ojos y supo que la escena que estaba viviendo era inevitable.
—Debería haber intentado hablar contigo antes de irme —dijo, culpándose con la esperanza de calmarlo.
Él se puso rígido y la miró con expresión gélida. Apoyó la punta de la navaja en su cuello.
—¿Antes de empezar a acostarte con Alfonso, quieres decir?
Las lágrimas llenaron los ojos de Paula y empezaron a surcar sus mejillas.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe, chocando contra la pared.
—¡Policía! ¡Levante las manos! ¡Tire el arma!
Paula aprovechó la sorpresa de Jorge para intentar escabullirse. Pero él agarró su pierna y la arrastró a su lado.
Rodeó sus hombros con un brazo y volvió a ponerle la navaja en el cuello.
Había tres policías en la entrada al salón. Los tres apuntaban a Jorge con una pistola.
—¡Suéltela! —ordenó el que estaba en medio. Jorger apretó el brazo que la rodeaba. Ella notó que se había producido un cambio; su confianza empezaba a transformarse en incertidumbre.
—Jorge, déjalo ya —pidió con voz suave—. Por favor.
Él apretó la punta de la navaja contra su cuello. Ella tragó aire, aterrorizada.
—Sólo hay un final posible, Paula. Y lo has escrito tú.
Se oyó un clic a su espalda. El seguro de una pistola. Paula sintió que Jorge se tensaba.
—Suéltala —la palabra sonó gélida.
Pedro. Paula parpadeó, sintió una oleada de esperanza y terror al mismo tiempo.
Jorge soltó una risotada irónica.
—Leí tu expediente, Alfonso. Webster se informó bien. ¿Crees que vas a matarme y así compensarás la muerte de esa hermanita a quien no protegiste? Eso es Paula para ti, ¿no? Una oportunidad de pagar tu culpa.
—Jorge, no —Paula cerró los ojos.
—Eres un auténtico bastardo, Chaves —dijo Pedro.
Por el rabillo del ojo, Paula vio a Pedro apoyar el revólver en la cabeza de Jorge. Jorge se inclinó hacia delante, pero se irguió de nuevo, sin apartar la navaja de su cuello.
—¡No! —gritó Paula—. No lo hagas, Pedro. Si lo haces estarás siguiendo su juego. No quiero que hagas eso.
Un pesado silencio siguió a sus palabras.
—Suelte la navaja, señor Chaves —volvió a decir el policía, con voz tranquila.
Paula percibía la batalla que se estaba librando dentro de Pedro.
—Por favor —musitó—. Así no, Pedro.
Tras un tenso silencio, que a Paula le pareció interminable, Pedro apartó el revólver.
—Tienes razón. Él no merece la pena.
—Ya suponía que no tendrías el valor suficiente, Alfonso —dijo Jorge, relajándose.
Un instante después, Pedro golpeó su cabeza con la culata del revólver. Jorge se desplomó sobre el suelo.
—Tiene que decirme dónde está Santy —dijo.
—Vamos —dijo Pedro—. Tengo la sensación de que ahora cooperará.
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