Coronando el pueblo había un pequeño hotel con una pesada puerta de madera y una placa que le otorgaba una categoría de cinco estrellas. Llegaron allí sin aliento; habían subido por la calle principal azuzados por el intenso deseo de estar a solas.
Al menos eso sentía Paula, y percibía lo mismo en las largas zancadas de Pedro. Lo que iba a hacer le resultaba tan natural que no necesitaba explicarlo ni justificarlo. La urgencia por llegar era sencillamente básica, como la respiración; sin ella la vida era imposible.
Paula esperó junto a la puerta mientras Pedro iba al mostrador de recepción y pedía una habitación. Por suerte, la transacción fue rápida. Como no llevaban equipaje, el conserje asintió comprensivamente cuando Pedro rechazó su oferta de enseñarles la habitación. Señaló el ascensor, pulsó el botón de la cuarta planta y los dejó marchar.
—¿He sido maleducado? —preguntó Pedro, cuando se cerraron las puertas.
—No —contestó ella.
Él agarró su mano. El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Dejó que ella saliera primero y la siguió, sin soltarle la mano.
La habitación estaba al final del pasillo. Pedro abrió la puerta y la dejó entrar.
—Es preciosa —dijo ella.
Contra una pared había una cama antigua de madera oscura, cubierta con una pesada colcha de damasco y media docena de almohadones. Paula se acercó a la ventana. Igual que la torre a la que habían subido antes, ofrecía una panorámica de la campiña toscana, más allá de las murallas del pueblo.
Pedro se acercó a ella. Ella cerró los ojos un momento, luego se dio la vuelta y apoyó una mano en su pecho. Él la miró, de nuevo como si intentara memorizar su rostro; después tomó su mano, se la llevó a los labios y besó la palma.
La mirada de Pedro llenó a Paula de júbilo y pánico al mismo tiempo. No tenía nada que ofrecerle. No tenía vida propia. Ningún futuro dibujado al que él pudiera incorporarse en algún momento.
Y era una mujer que siempre miraría hacia atrás por encima del hombro, incapaz de confiar en que el presente pudiera ser más de lo que era.
Pedro tomó su rostro entre las manos.
—No hagas eso —dijo, vislumbrando las sensaciones que ella era incapaz de ocultar—. Por ahora, esto es suficiente.
Paula parpadeó y dejó que las palabras tranquilizaran su corazón inquieto. No quería pensar más allá del momento, ni en lo que podría o no ser. Sólo quería lo que tenía ante sí. Lo quería a él.
Se abrazaron con cariño y determinación. El contacto con Pedro tenía el poder de curar, de borrar centímetro a centímetro las cicatrices que ella había creído que durarían para siempre, impidiéndole sentir nada parecido a lo que sentía en ese momento.
—Eres increíblemente bella —dijo él, mirándola con una mezcla de admiración y deseo en los ojos.
Paula desvió la mirada, no sabiendo cómo responder a la sinceridad que oía en su voz. Se sentía indigna de ella pero, al mismo tiempo, percibía en él vulnerabilidad, un intenso deseo de convencerla de que hablaba muy en serio.
—¿Cómo ocurrió esto? —le preguntó.
—¿El que los dos estemos aquí?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué? —la urgió él.
—Que alguien como yo haya conocido a alguien como tú.
—Paula —el nombre sonó como si le desgarrase la garganta—. No tienes la más mínima idea de lo que veo cuando te miro, ¿verdad?
—Me parece que no me merezco lo que veo en tus ojos —Paula se mordió el labio.
—Te diré lo que veo. Veo a una mujer que me hace querer esforzarme para convertirme en lo que una vez tuve la esperanza de ser.
Ella rodeó su cuello con los brazos y se quedó inmóvil; algo cedió en su interior, como si hubiera estado reservándose una parte de sí misma, por miedo a ser demasiado vulnerable.
Él la alzó en brazos y la llevó a la cama. La depositó en el centro y se tumbó a su lado. La cabeza de Paula se deslizó entre las dos almohadas. Él quitó una de un tirón; ella se rió, puso la mano en su nuca y lo atrajo, besándolo con anhelo y pasión.
Se tomaron su tiempo, mientras el sol de la tarde iluminaba la cama. Él la desvistió con una especie de reverencia desconocida para ella. Después se puso de pie y se desabrochó la camisa, sin dejar de mirarla a los ojos en ningún momento.
Las sombras se fueron alargando en la habitación. Y si no era amor, era lo más parecido que había vivido Paula nunca.
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El sol estaba bajo en el cielo cuando Pedro, despertó a Paula, que seguí acurrucada en la curva de su brazo. Le dio un beso en la frente.
Había tenido mujeres en su vida, no podía negarlo. Pero nunca había habido una mujer como ésa. Al menos no para él. Y sin saber por qué, comprendió que nunca habría otra.
Antes no había sabido que ella era lo que había estado esperando. Pero ya sí. No podía explicar su certeza, simplemente era la verdad.
Y habiéndola encontrado, también sabía que no podía dejarla escapar.
Le había bastado mirar a los ojos de Paula, antes de que hicieran el amor, para ver que ella creía que no tenían futuro.
De alguna manera, tenía que hacerle ver que tenían derecho a un futuro, que ella era dueña de su propia vida y no podía seguir viviendo a la sombra de las amenazas de Jorge.
Sólo pensarlo provocaba en él una ira tan intensa que era como si un ácido lo corroyera. Había aprendido hacía mucho tiempo que el mundo se sostenía a base de injusticias. Y había pasado gran parte de su vida adulta intentando corregir el mayor número posible, para acabar comprendiendo que nunca llegaría a cambiar las cosas.
Lo había aceptado e intentado encaminar su vida en otra dirección; pero había descubierto que no podía soportarse a sí mismo viviendo de esa manera. No podía darle la espalda a alguien. No podía alejarse. Ni de los pequeños cambios a mejor que conseguía realizando el trabajo que le había apasionado en otro tiempo. Ni de esa mujer que, sin intención, lo había obligado a mirarse en el espejo y le había recordado la clase de hombre que había deseado ser una vez. Quería volver a ser esa persona. Por él mismo. Y por ella.
****
—Nunca ha habido algo como esto para mí.
Él le acarició el pelo.
—Sé que nos referimos a cosas distintas, Paula, pero yo siento lo mismo.
Ella se apoyó en un codo y lo miró, interrogante.
—Me he pasado la vida evitando cualquier cosa que se pareciera remotamente al sentimiento auténtico —dijo él—. Resulta que en realidad no sabía cómo era. Pero ahora lo sé.
—¿Y no vas a salir corriendo?
—No, no voy a salir corriendo.
Paula extendió los dedos sobre los músculos de su abdomen. Guardó esas palabras en lo más profundo de su ser, protegiéndolas como protegería a una vela cuya débil llama necesitara para existir.
****
Alrededor de las seis, Paula llamó a Celina para decirle que llegarían tarde. Saltó el contestador y ella dejó un mensaje con el teléfono del hotel, por si quería llamarla. Se sintió un poco rara al reconocer abiertamente lo que estaban haciendo, pero sabía que la otra mujer se alegraría por ella.
Pidieron que les subieran la cena a la habitación, y comieron lentamente, disfrutando con cada bocado como habían disfrutado el uno del otro. Para Paula, esas horas eran un regalo por toda una vida carente de lujos como la ternura.
Eran casi las once cuando llegaron a casa de Celina. Paula había llamado otra vez antes de salir de San Gimignano.
Celina no había contestado, pero como solía acostarse muy temprano, Paula pensó que debía de estar dormida y no había oído el teléfono.
La casa estaba a oscuras cuando Pedro detuvo el coche ante la entrada.
—Celina debe de haberse olvidado de encender la luz de fuera —aventuró Paula, abriendo su puerta—. Entraré a por Santy.
—Iré contigo —dijo Pedro.
A unos pasos de la puerta delantera, Paula oyó un ruido.
—Parece el ladrido de George. En el jardín trasero —arrugó la frente—. Celina nunca lo deja afuera.
—Espera —dijo Pedro—. Voy a por una linterna. He visto una en la guantera.
Paula empezó a rodear la casa, inquieta por los ladridos del perro, que habían subido de intensidad. Pedro la siguió, paseando la linterna por el jardín. Siguieron el sonido hasta el pequeño cobertizo que ella utilizaba para pintar, en la esquina más alejada. El perro gemía y arañaba la puerta con frenesí.
Pedro la abrió y el perro salió como una tromba y corrió hacia la parte delantera de la casa, ladrando con furia.
—Algo va mal —musitó Paula, con el corazón en la garganta.
Pedro agarró su mano y corrieron tras George, que arañaba la puerta de entrada.
—¿Celina? —llamó Paula—. Celina, ¿estás ahí?
Pedro giró el pomo. Estaba cerrada.
—Probemos la puerta de atrás —dijo Paula. Corrieron de vuelta al otro lado de la casa.
También estaba cerrada.
—Tendremos que romper una ventana —dijo él eligiendo una piedra de las que bordeaban un seto de flores.
La urgencia del ladrido temeroso de George provocaba pánico a Paula. Pedro dio un golpe al paño de cristal más cercano a la puerta. Cuando se rompió, metió el brazo y quitó el cerrojo. La puerta se abrió y George entró antes que ellos, aún ladrando.
—¿Celina? ¿Santy? —llamó Paula, asustada.
Siguieron a George por toda la casa. Se había parado ante la puerta del dormitorio de Celina y volvía a aullar frenéticamente.
Pedro abrió la puerta, mientras Paula se estremecía de miedo. Celina estaba en una silla, en el centro de la habitación. Tenía las manos atadas a la espalda y los pies atados a las patas de la silla. Le habían tapado la boca con cinta aislante. Las lágrimas surcaban su rostro y caían sobre su pantalón vaquero, lleno de goterones.
Paula no tuvo que preguntar porque conocía la respuesta.
Santy había desaparecido.
Tan lindo que lo pasaron Pau y Pedro. Ayyyy x favor que no le haga nada a Santy.
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