lunes, 22 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 9





EL hombre de la chaqueta a cuadros se acercó a ella en cuanto entró en Spike's la noche del martes.


—¿Es usted la señorita Deedee Divine?


—Sí —respondió Paula. No era el primero que quería contratarla para bailar en otro lugar—. Pero por ahora no puedo aceptar más trabajo.


Su respuesta pareció asombrar al hombre.


—Éste lo aceptará —dijo el hombre y le dio un sobre.


Observó cómo se marchaba y miró el sobre. Tenía el membrete de un bufete de abogados. Le dieron escalofríos, pero lo abrió resueltamente.


Era una amenaza. La denunciarían ante los tribunales si, en un plazo de treinta días, no reembolsaba la suma de dinero que había obtenido por medios fraudulentos.


Utilizando la jerga legal, le comunicaban que Pedro Alfonso entendía que ella, mediante un contrato verbal, había aceptado la suma de cuatrocientos mil dólares a cambio de que pusiera fin a su compromiso con Roberto Goodrich. En vista de que tal compromiso nunca había existido, el contrato verbal se declaraba nulo. Por lo tanto se la requería para que devolviera la suma de dinero. Si no lo hacía en el plazo de un mes, la denunciarían por fraude. La carta estaba firmada por Diego Collins.


Paula sintió rabia, culpabilidad y temor.


La culpa de todo la tenía Pedro Alfonso. Ella no le había pedido nada: estaba sola, inmersa en sus asuntos, tratando de resolver sus propios problemas, y entonces apareció él, acusándola de seducir a su precioso sobrino y ofreciéndole una compensación por no casarse con él. Ni más ni menos. 


Había sido él el que había mencionado la compensación. A ella ni siquiera se le había pasado por la cabeza.


«Sí, pero te aferraste a ella en cuanto la mencionó», se dijo. «¿Y qué podía hacer si él me ofreció la posibilidad de obtener tanto dinero cuando mamá lo necesitaba? Me alegro de haberlo hecho y volvería a hacerlo otra vez. ¡Sin duda!»


Pero, ¿qué sucedería a continuación? El fraude era un delito castigado con la cárcel. «No puedo ir a la cárcel. Perdería mi trabajo. ¿Y qué sería de mi madre?»


Volvió a mirar la carta. Iba dirigida a la señorita Deedee Divine, Spikes Bar. Pedro Alfonso no sabía su nombre verdadero, ni dónde vivía. Ojalá su madre no hubiera insistido para que fuera al bar a preguntarle a Vashti si tenía el amuleto de la buena suerte que había perdido la noche que se desmayó.


Vashti le había confirmado que lo tenía y ella había ido a recogerlo. Si no hubiera ido, nunca habría recibido el requerimiento.


No le había dicho a nadie adónde se trasladaba, pero la policía encuentra a todo el que se propone.


Tal vez debiera buscar a un abogado.


Pero no podía pagarlo.


«¡Maldita sea, Paula Chaves, usa tu cerebro! Sácale partido al derecho que has estudiado en la universidad».


Podía haber toda clase de malentendidos en un contrato verbal, ¿o no? Y ella no le había engañado, ni había querido estafarlo deliberadamente. Sólo había... Además, desde el principio, tenía la intención de devolver el dinero. Tal vez si empezaba a hacerlo, pensó.


Había reservado cincuenta mil dólares para la estancia de su madre en el hospital de Seattle. 


Pero puede que la estancia no costara tanto. Si devolvía veinte mil...


Se dirigió a su nuevo apartamento y escribió una carta.




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