lunes, 22 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 10





Diego observó a su amigo. Su rostro no revelaba ninguna expresión.


—¿Y bien?


Pedro lo miró, luego miró la carta y la leyó por segunda vez, prestando mayor atención.


Estimado señor Collins,
Con relación a su carta del 4 de mayo, en la que me acusaba de cometer fraude contra la persona de su cliente, el señor Alfonso, me permito decirle que debo dejar claros los siguientes hechos:
Parece darse cierto malentendido en lo que se refiere al contrato verbal existente entre el señor Alfonso y yo: Según yo entendí, como contrapartida al pago de cuatrocientos mil dólares, le prometí no casarme con Roberto Goodrich, y en ningún momento se tuvo en cuenta si había o no había un compromiso previo. Yo estoy cumpliendo tal promesa. Que el señor Pedro Alfonso diga que un compromiso anterior era una consideración necesaria para, que nuestro contrato tenga validez, constituye para mí una gran sorpresa.


—¡Eso es una maldita mentira! —exclamó Pedro—. Deberías haber oído el discurso que me echó sobre la química y la piel de gallina y sobre que su relación no se podía comprar.


Diego frunció los labios y sonrió.


—Te parece divertido, ¿no? ¡Maldita sea! —dijo Pedro y continuó leyendo la carta.


Por otro lado, me doy cuenta de que los contratos verbales están sujetos a malentendidos, y, por lo tanto, el señor Alfonso puede haber sido víctima de una confusión. Su concepto de nuestras obligaciones, evidentemente, difiere del mío. No quiero aprovecharme de tal confusión y dejar que piense que no ha recibido ninguna compensación por los fondos que me cedió. Así pues, consiento en devolverle la suma de cuatrocientos mil dólares
Sin embargo, comprenderá que ha transcurrido algún tiempo desde que recibí tal suma v compromisos prioritarios hacen imposible que pueda devolverle tal cantidad de una vez. Le adjunto un cheque por veinte mil dólares, así como una nota firmada en la que me comprometo a devolverle cien dólares al mes hasta llegar a la suma total, intereses incluidos.
Espero que acepte esta iniciativa como una demostración de buena fe.
Dándole las gracias por adelantado por su comprensión, se despide
Muy sinceramente,

Deedee Divine


—¡Imposible!



Diego hizo un gesto de sorpresa.


—No puede haber gastado trescientos ochenta mil dólares en diez días.


Diego se encogió de hombros.


—Eso no nos importa.


—Claro que sí.


—No. Lo que importa es que nos las vemos con una muñequita que o es muy lista o está recibiendo consejo legal.


—¿Sí?


—Tiene razón. Los contratos verbales, por naturaleza, son... cómo diría, bastante vagos, y a menudo pueden ser, a propósito o no, malinterpretados. Los veinte mil dólares son una señal de sus buenas intenciones y de buena fe.


—Esto... —dijo Pedro poniendo el cheque sobre la mesa— es una fracción muy pequeña de lo que me debe.


—Lo mejor es aceptarlo. Puede pasar bastante tiempo antes de que recibas siquiera otro centavo.


—¡Oh, no! Ahí está su nota.


—Eso no importa. No se puede meter a la gente en la cárcel por deudas, no es lo mismo que el fraude. En otras palabras, Pedro, no hay por dónde pillarla.


—Sí, si no aceptamos el cheque. Si la llevamos a los tribunales...


—Perderíamos el juicio. Y puede que a ti no te importe pasar por imbécil, pero a mi sí.


—Y un cuerno perderíamos. Me estafó deliberadamente y...


Pedro se interrumpió al ver que Diego hacía un gesto irónico.


—¿Quién, en su sano juicio, creería que el afamado columnista Pedro Alfonso podría dar una cantidad de dinero tan monstruosa sin tener sólidas razones para ello?


—Comprendo a qué te refieres.


—Tus colegas periodistas se alegrarían bastante de poder vender semejante noticia. Me temo, viejo amigo, que te tiene atrapado.


Pedro se quedó mirando a su amigo, absorto en sus pensamientos.


No se trataba del dinero, sino de la decepción. 


No parecía la clase de mujer capaz de engañar a un hombre. Tenía una mirada tan inocente, un porte tan digno.


«¡Maldita sea!», se dijo. La pequeña zorra no sólo lo había engañado, sino que se había burlado de él, y no podía hacer nada. Se sentía como un tigre enjaulado. Y al otro lado de la jaula, estaba ella, riendo y riendo.


Pero no iba a salirse con la suya tan fácilmente.


El cheque que había enviado no tenía remite. El bar de Spike's era su única pista.


Pero no estaba allí. Una bailarina de top-less llamada Bootsie Lee la había reemplazado.


—Las bailarinas van y vienen —le dijo Spike—. No me molesto en preguntarles su dirección.


—No sé dónde vive —le dijo la camarera—. De todas formas me dijo que se estaba cambiando de casa.


«Me lo figuraba», pensó Pedro, «y puede que sea mejor así. Si la encuentro le retuerzo el cuello, y acabaría en la cárcel».


—¡Ha volado! —le dijo a Diego—. Probablemente en el Concorde, con todo ese dinero, que no volveré a ver.


—Tranquilo, no es tanto como para que te dé un infarto.


Diego no sabía que la rabia de Pedro Alfonso no tenía que ver con el dinero, sino con la desaparición de un par de ojos azules.

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