domingo, 21 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 8





—Vamos a ver si lo he comprendido.


Diego Collins, el astuto abogado que era su mejor amigo desde que fueran juntos al instituto, tiró de las gafas de concha para apoyarlas en la nariz y miró a Pedro por encima de ellas.


—Tengo que sacar cuatrocientos mil dólares de tu cuenta y meterlos en una de las cuentas de Juan Goodrich, diciendo que esa suma proviene de la cuenta de una tal señorita Deedee Divine que la obtuvo mediante procedimientos fraudulentos.


Pedro hizo un vago gesto con la mano.


—Algo así. Tú sabes cómo hacerlo.


Puede que Juan emplease mal su dinero, pero no era justo que se quedara sin cuatrocientos mil dólares cuando a quien habían engañado era a él. Le diría a su tío que había averiguado que Robbie no estaba comprometido, a pesar de lo que creían, y que había obligado a la señorita Divine a devolver el dinero.


—Hum —dijo Diego—, y tengo que decirle que el dinero es de esa señorita Divine.


—Exacto, sí. Pero debes llevar el asunto muy discretamente.
De modo que nadie supiera las intenciones de Juan con aquel dinero, ni lo estúpido que él había sido.


—Comprendo. ¿Y cómo voy a mover una suma como ésa sin que nadie comente nada?


—Ése es tu trabajo. Tú eres el abogado, apáñatelas.


Diego se molestó.


—Me sorprende la facilidad con que personas supuestamente sensatas se meten en los peores líos y esperan que yo los saque.


Pedro sonrió.


—Pero gracias a eso te llenas los bolsillos, ¿no?


—Una manera de vivir como otra cualquiera, para mí y para otros muchos. Pero, de todas formas, puede que sea más barato dejar que se quede con el dinero.


—Prefiero que te lo quedes tú a que lo tenga ella.


—Hablo en serio, Pedro. Este tipo de asuntos son muy complicados, y pueden dilatarse durante mucho tiempo —dijo Diego y suspiró—. Vamos a ver, ¿firmaste un contrato con esa mujer?


—¿Un contrato?


—Un acuerdo escrito, detallando los términos.


—No, no. Nada escrito. Sólo...


—Un acuerdo verbal, entonces, relativo a ciertas consideraciones.


—Exacto. Ella accedió a no casarse con Robbie y yo le di los cuatrocientos mil dólares.


Pedro se interrumpió al ver el gesto de asombro de Diego. 


Más que ser un imbécil, lo que le molestaba era parecerlo.


—El cheque puede probar algo, ¿no?


—Bueno, tranquilo, Pedro. Un contrato verbal puede ser legalmente vinculante. Y si se trata de un engaño... —dijo Diego tomando uno de sus gruesos libros de leyes—. Hay un precedente de engaño donde un hombre que engañó a otro acabó en la cárcel.


—¡No, espera! —dijo Pedro, sobresaltado ante la idea de que aquella muchacha de mirada inocente pudiera ser confinada en una celda con toda clase de maleantes. Sabía que estaba cayendo en sus redes de nuevo, pero no quería llegar tan lejos—. ¿Qué ganaría yo si la metes en la cárcel? Lo que quiero es el dinero. Dile que si no lo devuelve la... la denunciaremos ante la sociedad.


Diego sonrió.


—La experiencia me dice que a mujeres de... de ese calibre, les gusta la publicidad y el escándalo. Les sirve para dar un empujón a su carrera.


Pedro se lo quedó mirando fijamente, con gran frustración.


—Ya veo. Además, no quiero publicidad. A propósito, otra parte del acuerdo era que tenía que mantener la boca cerrada. El tío Juan insistió mucho en que el asunto se llevara con discreción.


—Comprendo —dijo Diego quitándose las gafas—. No quieres meterla en la cárcel, tampoco quieres publicidad. Eso no nos deja muchas posibilidades. ¿Seguro que no prefieres que se quede con el dinero?



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