domingo, 21 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 7





Gracias a Dios aquella era su última noche, se dijo Paula mientras se ponía el vestido de odalisca. Las noches de baile después de los largos días de oficina empezaban a pasarle factura. Además, había empezado la mudanza y seguía preocupada por su madre. Mientras se ponía los címbalos en las manos, no dejaba de rogar a Dios para que se pusiera bien. Por alguna razón, aquella noche sentía una desesperación abrumadora. Tal vez había puesto demasiadas esperanzas en el trasplante de médula ósea. 


Ese procedimiento, le había dicho el doctor, estaba aún en fase experimental, y algunos pacientes no respondían favorablemente.


Pero, ¿por qué tenía que pensar así'?, se dijo. No podía permitirse ningún pensamiento negativo. Mientras se ponía el cinturón enjoyado se obligó a sonreír. Todo iba a marchar bien. Su madre había pasado todos los análisis y el trasplante tendría lugar al día siguiente. Aquella era su última noche en Spike's, así que el fin de semana podría ir a visitarla al hospital.,Cerró los ojos y se imaginó hablando con el doctor. Este le decía: «Un éxito espectacular. No ha habido ninguna complicación. Todo indica que su madre se recuperará por completo».


Con aquel pensamiento y una sonrisa en los labios, se dirigió al escenario.


Al terminar, se puso el vestido blanco y salió al bar para cumplir con sus deberes sociales. Y se encontró cara a cara con Pedro Alfonso.


—¿Sigue aquí? ¡Qué suerte! —dijo él apretando los dientes—. Creo que el asunto del otro día no está zanjado del todo.


Paula tragó saliva, pero no pudo controlar el pánico.


—No. Quiero decir, nosotros...


No sabía qué quería decir, pero Pedro no le dio oportunidad de intentarlo. Le puso la mano en el hombro, la llevó hasta el reservado y la obligó a sentarse.


—Me engañó —dijo casi en voz baja. Parecía una nube de tormenta a punto de descargar.


¡Lo sabía! Robbie se lo había dicho y él había vuelto por el dinero. Pero ella ya había empleado casi todo para pagar la operación, así que no podía hacer nada. De todas formas, se alegraba de que él no supiera dónde estaba.


—Me hizo tragar un montón de mentiras, ¿no?


Paul negó con la cabeza, incapaz de hablar.


—Oh, sí, claro que sí. Y no ponga esa cara tan inocente, sé cómo es usted. Una mentirosa, traidora, canalla... ¡Fuera!


Paula se sobresaltó, pero Pedro se dirigía a Vashti.


—Y llévese ese maldito champán —añadió Pedro dándole un manotazo a la cubitera que se deslizó por la mesa.


Vashti la atrapó justo antes de que cayera, miró a Paula y se escabulló. La mirada de Vashti, llena de temor, le hizo armarse de valor. Aquel hombre, con toda su arrogancia, no la intimidaría. Ella no le había buscado, había sido él el que había insistido en hacer un trato. Ella no le había pedido nada, había sido él el que le había ofrecido todo.


—Está usted equivocado. No le mentí.


—¿Ah, no? ¿Y todas aquellas lágrimas, aquellas protestas? ¿Toda aquella patraña sobre lo que había entre usted y Robbie?


—Usted lo asumió, yo no dije...


—¿No? ¿Y qué hay de la química que había entre los dos, de la piel de gallina que se le ponía cada vez que lo veía, de no luchar contra la madre naturaleza?


—Usted mismo dijo que eso no significaba que hubiera un gran afecto entre nosotros —dijo Paula a punto de reírse, porque en realidad estaba de acuerdo con esa opinión.


—Señorita Divine, el juego se acabó. Me engañó y se quedó con una enorme suma de dinero. Hay leyes contra el engaño, y lo castigan con la prisión.


Paual dio un respingo. ¿Podía mandarla a la cárcel? Ella no...


—Pero si me devuelve el dinero olvidaré el incidente.


—No puedo devolvérselo...


Se interrumpió. ¿Podría aquel hombre impedir el pago de la operación? No, se estaba poniendo paranoica. El pago había sido hecho con un nombre distinto y a un médico de Seattle, su madre estaba a salvo. Le harían el trasplante al día siguiente, y nada iba a impedirlo, y mucho menos aquel hombre.


—Señor Alfonso, yo no le eng... no fui yo quien le pidió el dinero. Usted se ofreció a pagarme —dijo y tragó saliva—. Por prestarle un servicio.


—Por romper un compromiso que ni siquiera existía.


Paula se puso en pie.


—Creo que el pago fue a cambio de prometerle que no me casaría con Roberto Goodrich, una promesa que pienso mantener.


—Nunca tuvo intención de casarse con él.


—No se trataba de eso.


—¡Al diablo si se trataba de eso o no! —dijo Pedro dando un manotazo sobre la mesa—. Deliberadamente, me indujo a creer que iba a casarse con mi sobrino.


—Se equivoca. Fue usted el que sacó el tema del matrimonio, fue usted el que habló de la oposición de su familia y de lo joven que era. Fue usted el que dijo que debía prevalecer la opinión de los mayores.


—Y usted la que puso el precio para que así fuera.


—No, señor. Dijo que la familia sería compasiva y compensaría la pérdida.


—¿La pérdida? ¿La pérdida de la química y la piel de gallina?


Paula se encogió de hombros.


—Lo que sea. Usted ofreció una compensación.


—Yo le ofrecí cien mil dólares, tonto de mí.


—Exacto, fue usted el que ofreció, yo no...


—¿Usted no qué? ¡Usted hizo una interpretación digna del Óscar! Toda esa historia de que lo que había entre usted y Robbie no estaba en venta.


—Y no lo estaba.


—¡Sí, no lo estaba hasta que le ofrecieron medio millón de dólares!


—Cuatrocientos mil.


—¡Por nada!


—Por mi promesa de no casarme con él.


—Usted no se iba a casar con él.


—Eso no tiene nada que ver con nuestro acuerdo. Yo hice una promesa y usted me pagó, así que yo sigo manteniendo mi promesa, y me quedo con la compensación.


—Mire, señorita, y lo digo por llamarla de alguna manera, si se cree que vamos a dejar que se quede con medio millón de dólares, un dinero que ha conseguido mediante un engaño urdido con insinuaciones y medias verdades, está muy equivocada —dijo Pedro y se levantó. Luego se inclinó sobre la mesa y miró a Paula a los ojos—. A no ser que devuelva todo, o casi todo, nos veremos en los tribunales. Y muy pronto.


Paula se quedó sentada, inmóvil, mientras Pedro se alejaba.


Estaba aterrorizada. La amenaza de Pedro Alfonso no era ociosa. ¿La haría arrestar? ¿Podía hacerlo?


—¿Qué tal con el pez gordo? —dijo Vashti entrando en el reservado con una bandeja llena—. No estaba precisamente tranquilo, ¿eh?


Paula, todavía aturdida, guardaba silencio.


—Creí que iba a pegarme —dijo Vashti, y le dirigió a Paula una mirada penetrante—. ¿Estás bien, nena?


—Sí, sí. No te preocupes.


—Así me gusta, guapa. No dejes que ningún tío te haga pasar un mal rato. ¡Hay cada tipejo en este antro! —dijo Vashti y apoyó la mano en el hombro de Paula —. Será mejor que vayas entrando, queda poco para tu número.


Paula se levantó. Le pesaban mucho las piernas. Era el peso de la culpa. Alfonso tenía razón, se decía a sí misma.


Un engaño urdido con insinuaciones y medias verdades. Le había mentido, engañado e inducido a ofrecerle cuatrocientos mil dólares.


Pero iba a devolvérselos. Tan pronto como...


«¡Deja de engañarte!», se dijo. «¿Cuatrocientos mil dólares? ¡Ni en toda la vida!»


¿Podía devolver el dinero? ¿Detener la operación?


No, no lo haría aunque pudiera. Su madre iba a tener su oportunidad. Se alegraba de haber conseguido el dinero, sin importar cómo. Las consecuencias no importaban.




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