Poco después de las diez, Pedro acompañó a Lorena de vuelta al café de Buckhead, donde había dejado su coche.
Ella sugirió que entraran a tomar una copa, pero él alegó que tenía que levantarse temprano y se despidieron.
Percibió su decepción, pero él quería estar solo, como si poniendo tierra de por medio entre él mismo y lo que había visto en el guardarropa pudiera ayudarlo a creer que no tenía importancia.
Pero cuando el coche de Lorena arrancó, él se quedó allí, pensando en la escena. Se aflojó el cuello de la camisa y apoyó la cabeza en el respaldo.
No era asunto suyo. Debía olvidarlo. Sin duda, ésa era la opción correcta.
Precisamente por eso había abandonado su trabajo como fiscal. Había renunciado a intentar que el mundo funcionase de otra manera.
Además, lo que había visto podría no ser lo que había parecido. Le quedaba esa esperanza.
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En cuanto llegaron a casa después de la cena, Jorge se encerró en su despacho. Había estado en silencio todo el camino de vuelta y Paula, internamente, dio gracias a Dios por ese respiro. Sólo podía suponer que ver a Lorena con Pedro le había molestado lo suficiente como para no centrarse en cualquier transgresión que Paula hubiera podido cometer a lo largo de la velada.
Estaba en el dormitorio de Santy, mirando el jardín por la ventana, reconfortada por la respiración pausada de su hijo.
El sonido la calmaba, aliviaba la preocupación que casi le provocaba náuseas. Habría deseado poder adelantar los relojes, saltarse los días que faltaban para el viaje de Jorge. Una única oportunidad. La anhelaba con tanta desesperación que la idea de que pudiera escapársele dejaba un amargor metálico en su boca, el sabor del fracaso potencial, de la derrota.
Pedro Alfonso era una amenaza para esa oportunidad. Lo había visto en sus ojos esa noche, cuando captó su mirada fija en la mano de Jorge sobre su brazo. Jorge estaba enfadado, la había acusado de coquetear con Teo Wilson, el hombre que estaba sentado a su lado. Paula sabía que Teo estaba muy enamorado de su esposa, pero Jorge era ciego a esos detalles. Lo único importante era que ella había sonreído cuando Teo contó un chiste.
La imposible situación en la que se encontraba le hacía sentirse como estuviera en el mar con un bloque de cemento atado a los pies, que tiraba de ella y no le dejaba esperanza de volver a emerger. Durante mucho tiempo había rezado para que alguien se diera cuenta, le echara una soga y la devolviera a la orilla.
Pero para el resto del mundo, ella flotaba en el agua, viviendo una vida idílica: mimada, adorada, esposa de un hombre por quien habrían hecho cola más de la mitad de las mujeres de Atlanta, si hubiera estado disponible.
Sin embargo, algo le decía a Paula que no era eso lo que veía Pedro Alfonso. No podía explicar cómo lo sabía, pero así era. Intuía sus preguntas, su preocupación. Eso sí que era extraño, que un desconocido se preocupara por ella.
No quería que él interfiriera; tenía la esperanza de que olvidase lo que había visto esa noche.
Durante los días siguientes tenía que mantener todas las piezas en su lugar. Si una, sólo una, resbalara, podría arruinarlo todo. No tenía ninguna duda de que era su última oportunidad. Su única oportunidad. Si fallaba esta vez… ni siquiera podía soportar pensarlo.
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