sábado, 23 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 22





Pedro estuvo bajo el chorro de la ducha un largo rato, intentando reunir la energía para moverse. Sentía el cuerpo aplastado por el peso de los recuerdos. Hacía muchos, muchos años que no se había permitido recordar.


Nunca encontraron al asesino de su hermana.


Eso era lo que nunca había podido aceptar: que la crueldad de un ser humano no recibiera castigo, que pudiera perpetuarse y afectar a otras personas.


A lo largo de su carrera, ése era el agujero que había intentado rellenar, sin conseguirlo. Era como si al fondo hubiera una trampilla y, por mucha tierra que echase encima, la trampilla acababa por ceder y él volvía a sentir el mismo vacío, la misma sensación de fracaso.


En su papel de fiscal se había tomado cada caso como algo personal. Sentía el dolor de la familia de las víctimas como algo propio. Porque sabía bien lo que estaban sintiendo.


Y eso era lo que le impedía ignorar la vocecita que le advertía respecto a Paula Chaves. Había visto cómo Jorge aferraba su brazo la noche anterior, y tenía la certeza de que su vida no era en absoluto lo que parecía.


Quería ignorarlo. Pero sabía, a ciencia cierta, que no podía hacerlo.



****


Jorge salió de casa muy temprano a la mañana siguiente, antes de que Paula bajara a la cocina. Después de dejar a Santy en el colegio, tomó dos tazas de café en el Starbucks de la calle Peachtree, mientras esperaba a que abriese el centro comercial. Dos minutos antes de las diez, subió al coche y condujo hasta la plaza Lenox. Empezó por los grandes almacenes del extremo, comprando vestidos, zapatos y lencería.


—Debe ir usted a un sitio muy especial —le dijo la vendedora rubia, apilando sus compras junto a la caja registradora.


—Sí —respondió Paula—. Así es.


Unos minutos después, con el recibo en la mano, llevó todo al coche y se encaminó a la siguiente tienda de su lista.


A las doce ya había llenado el maletero y el asiento trasero con bolsas. Entonces volvió a casa a descargar sus compras.


En calidad de recién llegado, Pedro había heredado un montón de casos de los que nadie quería ocuparse. Eran todos irritantes y tan aburridos que había llegado a pensar que masticar cristal sería una alternativa agradable.


Justo después de mediodía fue hacia el despacho de Ramiro con un expediente en la mano, dispuesto a no mostrar su irritación. Le había enviado la misma pregunta por correo electrónico dos veces el día anterior y dos veces esa mañana. Aún no había recibido respuesta del abogado.


Pedro asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Ramiro estaba al teléfono, pero le hizo un gesto para que entrase y señaló una silla. Pedro se sentó y tardó muy poco en comprender que hablaba con Chaves.


—¿Te ha dado una respuesta? —preguntó Pedro, cuando Ramiro colgó el teléfono.


—Disculpa —Ramiro se pasó la mano por el rostro—. He olvidado preguntarle por esos arrendamientos. ¿Por qué no lo llamas? Está en su oficina.


Pedro asintió y volvió a su despacho. En pie, ante el escritorio, evaluó la sabiduría, o estupidez, de lo que estaba pensando hacer.


Miró el número que había en el expediente; llamó a su secretaria y le dijo que salía a almorzar.


Tomó la autovía en dirección a Buckhead, aparcó junto a un 7-Eleven y marcó el número de Chaves en su teléfono móvil. 


Una secretaria lo puso con él.


—Jorge, soy Pedro. Necesito hacerte un par de preguntas.


—Tengo una reunión aquí dentro de cinco minutos —replicó Chaves con tono cortante.


—Con cinco minutos me sobra.


Pedro consiguió sus respuestas y las apuntó en el expediente. Después, tiró el móvil sobre el asiento del pasajero y arrancó el coche.



*****


Paula aparcó delante de su casa. Subiría alguna de las bolsas arriba, para que Jorge las viera. A él le encantaba que comprase cosas. Se lo tomaba como una muestra de que lo había perdonado.


Echó un vistazo al reloj. En menos de una hora tenía que recoger a Santy. Sacó varias bolsas del asiento trasero y subió los escalones que llevan a la puerta delantera.


Un coche redujo velocidad y se detuvo ante el camino de entrada a su casa. Paula miró por encima del hombro.


Dejó caer las bolsas sobre el suelo de piedra de la entrada. 


El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Qué hacía él allí? 


Se preguntó si habría quedado con Jorge o si, de nuevo, llevaba algo para él.


Paula cerró los ojos un segundo y se obligó a inspirar profundamente. «No reacciones en exceso. Pregúntale qué quiere. Dile que tienes que salir y se irá», se dijo mentalmente.


Él apagó el motor. Paula pensó que no volvería a oír el sonido de un coche como ése sin pensar en él. La idea le resultó tan inesperada que se quedó inmóvil, transfigurada.


—Hola —saludó él, inseguro sobre cómo lo recibiría.


—¿Puedo ayudarlo en algo, señor Alfonso? —dijo, con voz fría. Observó cómo cambiaba la expresión de él. Debía dé considerarla una antipática.


—¿Tiene un minuto para hablar?


—No, en realidad no. Tengo que recoger a mi hijo.


Él llevaba un traje azul marino, una camisa azul claro y la corbata floja sobre el cuello, como si tolerase ese símbolo de respetabilidad pero no lo convenciera del todo.


—No le quitaré mucho tiempo —metió las manos en los bolsillos del pantalón y a ella le pareció un gesto que no encajaba con el abogado seguro de sí mismo que había visto en el Ritz Carlton la noche anterior.


—Me temo que no tengo tiempo que ofrecerle, señor Alfonso.


Él se acercó y se detuvo al principio de los escalones. Su aire inseguro casi pudo con el empeño que tenía Paula en tratarlo con cortesía gélida. Si Jorge volvía a casa… si uno de los vecinos mencionaba haber visto un coche allí…


—No se preocupe —dijo él—. Está en una reunión. Lo comprobé antes de venir.


Esa afirmación dejó muda a Paula, y lo que implicaba hizo que su corazón se desbocara.


—Entre —dijo, metiendo la llave en la cerradura y abriendo. 


Él la siguió y cerró la puerta a su espalda.


Ella dejó caer las bolsas a sus pies y giró en redondo, tan sorprendida que no pudo controlar el miedo y la ira que reflejó su voz al hablar.


—¿Qué está haciendo?


—Paula…


—No me conoce. No tiene idea de lo que está haciendo.


—Tiene razón —aceptó él—. No la tengo. Pero si necesita ayuda…


—No quiero su ayuda —su voz se tiñó de pánico—. Lo que quiero decir es que no necesito su ayuda. ¿Qué lo ha llevado a pensar algo así?


Él la miró un momento, después se miró los pies y alzó la vista de nuevo.


—Sé que parece una locura. A mí me lo parece, pero desde que la conocí he tenido la sensación de que… tal vez sí la necesite.


Paula se quedó inmóvil controlando las emociones que la asaltaban para que no se reflejaran en su rostro. El tono bondadoso de su voz casi la había derrumbado. Había rezado durante tanto tiempo para que alguien viera…


Pero ya no. Y menos ese hombre.


—Señor Alfonso… —apretó los labios— sólo hay una cosa que quiero de usted. Que se vaya. Por favor. Lo que sea que haya imaginado no es más que eso… Cosa de su imaginación. Ahora, por favor, váyase.


Ella abrió la puerta, se hizo a un lado y esperó a que él se moviera. Él sostuvo su mirada unos momentos, después la bajó hacia su hombro, donde había visto el cardenal la última vez que estuvo allí. Salió, miró el coche abierto y las bolsas que se veían en el asiento trasero y el maletero.


—Entonces, supongo que me equivoqué del todo —dijo.


—Sí —contestó ella—. Es obvio que sí.


Fue hacia su coche y subió. Ella lo vio alejarse. Por alguna inexplicable razón, deseó ir tras él, decirle que todas esas cosas materiales no significaban nada para ella. Que al día siguiente devolvería todas y cada una de las bolsas y pediría dinero en metálico.




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