sábado, 2 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 25





Relacionarse con clientes importantes era lo normal en el negocio de Pedro. Normalmente acudía solo a las cenas y nunca le había parecido que el cliente lo respetase menos por ser soltero. Pero esa noche veía su mundo con otros ojos, ojos de hombre casado, y se quedó sorprendido al comprobar que su padre podría tener razón al decir que un hombre era más respetado por tener al lado una esposa.


Su esposa se había alejado de él en ese momento, pero sólo para charlar con otras personas, algo que Pedro no le había pedido que hiciera cuando salieron de la limusina para entrar en Nanni, en la calle 46.


AMS había reservado el restaurante para aquel evento. 


Reunir a los ejecutivos de las cadenas de televisión afiliadas en la costa Oeste era importante, sobre todo para Pedro, que sería el anfitrión por primera vez. Su padre estaba fuera del país, de modo que Paula y él eran los únicos Alfonso en aquella fiesta.


La observó charlando con un grupo de mujeres, algunas ejecutivas, otras esposas de empleados, con la gracia y la naturalidad de alguien que hacía eso todos los días. Estaba guapísima con un vestido rosa pálido sin mangas que se ajustaba a sus pechos y caía haciendo suaves ondas hasta las rodillas, el pelo sujeto en un sencillo moño y el maquillaje joven y natural, como ella.


Se había dado cuenta unos días antes de que estaba loco por su mujer. Y reconocerlo había puesto su relación en perspectiva, dando por terminada la moratoria para el matrimonio. Su relación con la chica a la que conoció en la universidad, con la que estuvo a punto de casarse, había sido el enamoramiento loco de un crío, el deseo haciéndose pasar por algo más importante.


Lo sabía porque ahora sentía eso más importante por su esposa.


Cada vez que la miraba deseaba abrazarla, cada vez que otro hombre la miraba le entraban ganas de golpear la pared con el puño.


—Nunca había sentido envidia, Alfonso.


Pedro se volvió para mirar al hombre que le había dado una palmadita en la espalda. Alan Dowd era el director de una de las mayores cadenas afiliadas a AMS en Los Ángeles y amigo de toda la vida de su padre.


—¿Perdona?


—Nunca había sentido envidia de otro hombre hasta hoy —sonrió Alan, mirando a Paula.


—Soy muy afortunado.


—Desde luego que sí. No la dejes escapar.


—No pienso hacerlo. Por eso me he casado con ella.


—Eso no es una garantía. Mi ex mujer está ahora viviendo con su amante en mi casa de Tahiti y yo tengo que dormir con una carpeta llena de quejas absurdas del departamento de Recursos Humanos.


Aunque la respuesta debería haber sido simplemente una broma o algún comentario burlón, Pedro era un profesional y sabía que allí debía terminar la conversación. De modo que, dándole una palmadita en el hombro, se alejó para hablar con el director de la filial de Chicago.


Y una hora después se acercaba a Paula, que lo recibió con una sonrisa.


—¿Nos vamos?


—Cuando quieras.


Tras despedirse de los invitados que quedaban, Pedro le abrió la puerta de la limusina.


—Muy bien, no me gusta decirlo porque sé que haces negocios con esta gente, pero lo de esta noche ha sido…


—¿Aburrido?


—Ya te he advertido que no quería decirlo.


—Mi trabajo puede ser tedioso a veces.


—No, no es tu trabajo.


—Bueno, la gente puede ser tediosa a veces.


—En realidad, la mayoría eran muy agradables. Pero había un par de ejecutivos…


—¿Daniel Embry?


—Ah, ése es el más aburrido de todos. Se dedica a pescar y colecciona canicas…


—¿Qué tal Megan Frost?


—Yo creo que está loca.


—Y ese novio suyo…


—No —lo interrumpió ella—. No era su novio, creo que era un acompañante pagado. Y un actor. El tipo no paraba de preguntar si conocíamos a Andrew Lloyd Webber —Paula puso los ojos en blanco—. El pobre se ha quedado en los ochenta.


—Sí, pero el tatuaje no estaba mal —rió Pedro—. Y tú lo has hecho muy bien.


—Gracias.


—Se te da de maravilla.


—Sólo estaba cumpliendo con mi deber.


—Bueno, entonces mi deber es darte las gracias como es debido —Pedro le indicó al conductor que diese tres vueltas por el parque antes de llevarlos a casa.


—Sí, señor Alfonso.


—¿Tres veces? —rió Paula—. ¿Qué estás planeando, Alfonso?


Pedro pulsó un botón y el cristal tintado que los separaba del conductor se deslizó hacia arriba silenciosamente. Y, por si acaso, decidió poner el estéreo.


—¿Qué haces? —rió Paula.


Pedro se sentó en el suelo del coche y empezó a quitarle los zapatos.


—Has pasado muchas horas de pie, imagino que te dolerán un poco —murmuró, dándole un masaje.


Ella suspiró, encantada, mientras Pedro la miraba con un ansia que no podía disimular. La vida de casado lo había sorprendido por completo. Se sentía feliz, satisfecho y completamente despreocupado por su regla de «las cuatro semanas». Paula era diferente. Era suya, su esposa.


Paula lo había curado de todo eso.


Siguió dándole un masaje en los tobillos, las pantorrillas… pero notó que se ponía rígida cuando levantó su falda hasta las caderas.


Pedro


—Calla.


Paula, que había abierto los ojos, vio cómo metía la mano entre sus piernas para acariciar su húmedo centro y Pedro pensó que iba a terminar allí mismo al oírla gemir. Pero, haciendo un esfuerzo para contenerse, tiró del encaje que cubría aquel paraíso. El paraíso que quería probar inmediatamente.


En unos segundos, las bragas estaban en el bolsillo de su chaqueta.


Casi sin respiración, separó sus piernas y pasó un dedo por el centro, tan despacio que Paula levantó las caderas para seguir el movimiento de su mano.


Pedro lanzó una especie de gruñido.


—¿Qué ocurre?


—Nada, es que estás tan húmeda…


—Por tu culpa. Por cómo me tocas…


Su sinceridad, su forma de mirarlo como si confiara totalmente en él, lo hizo sentir el hombre más importante del mundo.


—Eres mía, Paula, ningún hombre puede tocarte. Sólo yo. ¿Lo entiendes?


Pedro se colocó entre sus piernas y, sin dejar de acariciarla, inclinó la cabeza. Cuando su lengua rozó el sensible capullo, ella echó la cabeza hacia atrás, levantando las caderas. Casi no podía controlar su cuerpo mientras se movía y ondulaba, suplicándole que continuase. Y Pedro lo hizo, metiendo una mano bajo sus nalgas mientras con la otra trazaba círculos sobre la húmeda abertura. Cuando introdujo dos dedos, Paula tuvo que contener un grito. Estaba al borde del orgasmo y Pedro debió de sentirlo, porque seguía simulando la cópula con dos dedos mientras lamía el hinchado capullo.


Ella se movía, se arqueaba, clavando las uñas en el asiento de cuero hasta que por fin llegó el clímax, los espasmos como una tormenta.


No podía respirar, no podía pensar.


Unos segundos después la tormenta amainó, pero ella seguía moviendo las caderas, cada vez más lentamente hasta que por fin se detuvo.


Pedro se apartó, sin sacar los dedos, aún empujando suavemente, mirándola a los ojos. Y cuando dieron la tercera vuelta al parque, Paula por fin encontró su voz:
—Muchas gracias, cariño.


Cuando salieron de la limusina los dos estaban despeinados, riendo y excitados como dos adolescentes. Entraron en el portal de la mano, besándose. Ese viaje en limusina por el parque sólo había sido el principio y Paula odiaba admitirlo, pero ahora entendía por qué las mujeres aparecían en casa de Pedro Alfonso a las tantas de la madrugada.


Era asombroso.


Y era todo suyo.


Pero quería que él sintiera lo mismo, quería notar cómo se deshacía entre sus manos, quería verlo temblar y…


Vivian Vannick-Smythe estaba hablando con el conserje, Henry Brown, pero al oír el repiqueteo de los tacones de Paula sobre el suelo de mármol, los dos se quedaron en silencio.


—Hola, Vivian —la saludó Pedro mientras iban hacia el ascensor.


La mujer parecía extrañamente asustada.


—Hola, Pedro—murmuró, tirando de la correa de sus perritos. Pero los animales parecían haberse quedado clavados al suelo.


Irritada, la señora Vannick-Smythe dio un fuerte tirón de la correa para sacarlos a la calle.


—¿Qué le pasará? —murmuró Paula.


—Con esa mujer nunca se sabe.


Y eso fue todo lo que dijeron sobre el tema, porque en cuanto las puertas del ascensor se cerraron, Pedro la empujó contra la pared, sus ojos azules brillando, traviesos, mientras metía una rodilla entre su piernas.


—Quiero hacerte el amor durante toda la noche.


Paula sonrió. Si se salía con la suya, Pedro Alfonso no iba a decirle esas palabras a ninguna otra mujer.


Lograron salir del ascensor sin dejar de besarse, pero cuando entraban en casa estaba sonando el teléfono.


—No contestes.


—Claro que no —rió él.


Paula quería tocarlo como la había tocado Pedro, ponerse de rodillas para acariciarlo con la boca como había hecho en la limusina… pero el teléfono seguía sonando mientras desabrochaba la hebilla del cinturón.


—Señor Alfonso, soy el detective McGray… —la voz masculina salía del contestador.


Paula se quedó parada.


—Se dejó su Blackberry en la comisaría la otra noche. Cuando venga a recogerlo, por favor, pase por mi despacho. Tengo que hacerle una pregunta sobre la nota y sobre su… 
—el hombre hizo una pausa— sobre los días que pasó con la señorita Endicott.


Ella dio un paso atrás.


—¿Quién es el detective McGray?


—Nadie —Pedro intentó volver a besarla, pero Paula se apartó un poco más.


—¿Estaba hablando de Marie Endicott?


Percatándose de que el mensaje del detective había sido como un jarro de agua fría, él dejó escapar un suspiro.


—Sí, me temo que sí.


—¿Es allí donde fuiste la otra noche, a la comisaría?


—Paula, tienes que calmarte…


—¿Te han llamado para preguntarte algo sobre su muerte?


—Sí.


—Pero si fue un suicidio.


—Ya no están seguros de eso.


—¿Qué? —Paula lo miró, con el corazón golpeando sus costillas—. Dios mío, ¿y tú eres sospechoso de su muerte?




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