sábado, 2 de diciembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 26
Pedro seguía en el pasillo, donde diez segundos antes había estado haciendo el amor con su mujer. No le gustaba nada la mirada acusadora de Paula, pero intentó hablar con calma:
—Han llamado a varias personas del edificio, no soy el único.
—A mí no me han llamado.
—Porque tú no la conocías.
—Y tú sí.
—Así es.
—Saliste con ella, ¿verdad?
Pedro levantó las manos al cielo.
—Nos vimos dos veces, nada más —contestó, harto del tema.
Pero, evidentemente, Paula no pensaba dejarlo.
—Si no fuera nada importante, no tendrías que ir a la comisaría a medianoche.
Pedro empezaba a impacientarse. ¿Por qué no le contaba lo de la nota amenazadora?
Tal vez porque nada era sencillo cuando se trataba de las mujeres, sobre todo aquella mujer en particular. Y sospechaba que no iba a creerlo dijera lo que dijera.
—Querían preguntarme si yo sabía por qué se había quitado la vida.
—¿Y lo sabías?
—No.
—No me lo estás contando todo, ¿verdad?
—Mira, déjalo, estoy harto del asunto…
—Espera un momento. Marie dejó una nota antes de suicidarse…
—Buenas noches, Paula.
—¿Adónde vas?
—Me voy a dormir.
—¡Estamos teniendo una conversación!
—Esto no es una conversación, es un interrogatorio.
—Bueno, pues imagino que ya estarás acostumbrado a esas cosas.
—¿Cómo dices? —exclamó Pedro, atónito—. Pero bueno, ¿se puede saber qué te pasa? Hablas como…
—¿Como qué, como tu mujer?
—No, como si hubieras perdido la cabeza —replicó él.
Paula dio un paso atrás y, cuando levantó la mirada, Pedro vio que sus ojos se habían empañado.
—Bueno, a lo mejor he perdido la cabeza al pensar que el nuestro podría ser un matrimonio de verdad. Que tú y yo podríamos compartirlo todo…
—¿Como tú has compartido los problemas de tu familia conmigo, por ejemplo? —le espetó él, airado.
—Mira, déjalo, estoy cansada —murmuró Paula.
—Sí, yo también.
Paula se sentó al borde de la cama, sintiéndose como una tonta, como una cría de dos años que no quería compartir sus juguetes pero esperaba que los demás niños los compartiesen con ella.
¿Qué había pasado? Nunca en su vida había reaccionado de una manera tan poco sensata ni había tratado a nadie con tan poco respeto.
Pedro tenía razón: había perdido la cabeza.
Estaba locamente enamorada de él. ¿Por qué si no habría reaccionado así?
Al otro lado de la ventana, las luces de Nueva York iluminaban el oscuro cielo. Había querido que le contase la verdad, pero si era sincera consigo misma debía admitir que había querido que le confesase algo tan sucio, tan horrible, que tuviera que dejarlo.
Paula enterró la cara entre las manos. ¿Era eso lo que estaba haciendo, buscar una excusa para dejarlo antes de que la dejase Pedro?
Tenía que hablar con él, pensó. Si no lo hacía, aquella discusión quedaría entre ellos para siempre. Y su relación podría no durar un año siquiera.
Tomando el cepillo del pelo y unas braguitas blancas del cajón, Paula salió del dormitorio. Pedro estaba en el salón viendo un partido de béisbol y, colocando las braguitas en el mango del cepillo, las puso delante de su cara, moviéndolas como si fuera una bandera blanca.
Él miró por encima de su hombro.
—¿Es una forma de flirtear o una perversa manera de ofrecer una tregua?
—Lo que tú quieras —suspiró ella—. Perdona por lo de antes. Me he puesto un poco histérica, lo reconozco.
—Yo también lo siento.
—Nunca le había hablado a nadie de esa manera.
—Bueno, entonces me siento honrado de ser el primero —bromeó Pedro.
Paula se dejó caer a su lado en el sofá.
—Tenía nueve años cuando mi padre se marchó —empezó a decir—. Llevaba años advirtiéndonos que lo haría. Solía decir: «un día de éstos no me tendréis aquí para traer comida a casa» o «un día de éstos no estaré aquí para llevarte al colegio»… y un buen día desapareció. En realidad, fue un gran alivio, pero creo que eso ha hecho que desconfíe de los hombres. Aunque la verdad es que no me había dado cuenta hasta ahora —Paula se encogió de hombros—. Siempre he roto mis relaciones sentimentales antes de que se convirtieran en algo serio, ¿entiendes?
—Sí, creo que sí.
—¿Tú también has estado protegiéndote a ti mismo?
—Sí, pero por una razón muy diferente.
Paula no le preguntó. Era su momento de contar la verdad.
—No te conté lo de mi padre porque, si quieres que te sea sincera, aún no sé si puedo confiar en ti del todo.
Pedro tomó su mano para llevársela a los labios.
—Lo entiendo y lo respeto.
—Pero quiero confiar en ti… —Paula hizo una pausa porque estaba a punto de decir las palabras más importantes que le había dicho nunca a un hombre—. Quiero confiar en ti porque te quiero, Pedro.
Esperó que reaccionase, que la mirase con cara de susto o algo peor, pero no fue así. No pudo leer nada en su expresión y eso la asustó tanto que, cuando Pedro por fin abrió la boca, decidió interrumpirlo:
—No, por favor. No tienes que contestar nada. Sólo quería decirlo en voz alta.
Los ojos azules se oscurecieron, pero había algo muy tierno en su mirada.
—Muy bien. Lo dejaremos así.
—Gracias.
—Por el momento. Pero ahora es mi turno.
—De acuerdo —murmuró Paula.
—Salí dos veces con Marie Endicott. Era una chica agradable, divertida, pero no teníamos nada en común y después de la segunda cita decidimos que no habría una tercera. Me encontré con ella un par de veces en el ascensor, nos decíamos hola… y nada más. Luego leí en el periódico que se había suicidado y me quedé atónito, como todo el mundo —Pedro dejó escapar un suspiro—. Hace unas semanas recibí una nota en la que me pedían que ingresara un millón de dólares en una cuenta en las islas Caimán si no quería que revelasen secretos de mi pasado, pero como yo no tengo nada que ocultar no le presté ninguna atención y la tiré a la basura. Unos días después me llamó un policía para preguntarme por mi relación con ella y me dijo que otra persona del edificio había recibido una nota similar.
—¿Quién? —preguntó Paula.
—No lo sé, no quiso decírmelo. Pero la última vez que estuve en comisaría me enseñó esa nota y era muy parecida a la que yo había recibido.
—¿A quién se la enviarían? —murmuró ella, pensativa.
Tal vez Julia o Amanda sabrían algo porque vivían en el mismo edificio, pero no podía preguntarles.
—Una cosa más —dijo Pedro—. Cuando estaba en la comisaría, el capitán, que es amigo de mi familia, me comentó que estaban barajando la posibilidad de que la muerte de Marie no fuera un suicidio.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
—¿No me escondes nada? —insistió ella mirándolo fijamente.
—No —contestó él, tirando de Paula para sentarla en sus rodillas.
—¿Esta ha sido nuestra primera pelea?
—Supongo que sí —respondió Pedro—. Y después de esa desagradable pelea, creo que deberíamos hacer las paces como es debido.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —rió Paula.
—Sí, pero no aquí —contestó él, empujándola suavemente para que se levantara y tirando de su mano.
—¿Adónde vamos?
—A empezar otra vez. Si no recuerdo mal, volvíamos de la fiesta muy felices, jugueteando en el ascensor.
—¿Y los vecinos? No podrán usarlo…
Las puertas metálicas se cerraron tras ellos y Pedro capturó su boca mientras con una mano pulsaba el botón de parada.
—Pero…
—Lo haremos rápido —dijo él, levantando su vestido.
—No demasiado rápido —le advirtió Paula.
—Lo suficiente para darte placer —murmuró Pedro, acariciándola entre las piernas hasta que Paula tuvo que agarrarse a la barandilla de metal.
—Sí, me temo que podría ser muy rápido —suspiró ella—. Oh, Pedro…
Diez minutos después, el conserje había cancelado la llamada de emergencia para reparar el ascensor y los irritados residentes volvían a sus respectivos apartamentos.
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