miércoles, 27 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 25





CON BENJAMIN caminando entre los dos, avanzaban hacia la mansión. Paula, que veía el mundo con las lentes rosadas del amor, tenía la impresión de que la elegante fachada de piedra les sonreía con benignidad.


—Ahí está Edgar —dijo, al divisar la alta figura junto al lago bordeado de juncos, y lo saludó con la mano—. Ahora, sé amable —advirtió a Pedro con severidad.


—Me ofende que me creas capaz de no serlo.


Paula le dirigió una mirada amorosa, pero exasperada.


—Y no hagas muecas —le ordenó, y con la mano alisó sus labios fruncidos.


—Bla... bla... bla —Pedro besó el dedo tan oportunamente dispuesto sobre sus labios y lo introdujo en la boca. Su mirada se intensificó con masculina satisfacción cuando vio el rubor que se extendía por la piel de Paula.


—¡Hablo en serio, Pedro! —replicó ella con voz ronca, y retiró la mano.


—Cariño, por ti tomaría el té con el demonio en persona.


—A juzgar por tu comportamiento, yo diría que eso íbamos a hacer.


Solo estaban a unos cien metros del padre de Pedro, cuando se oyó un sonoro crujido y un gemido de angustia, y la baranda del otro extremo del viejo puente de madera cedió y aterrizó en el lago con estrépito. Contemplaron con horror cómo arrastraba a Edgar al agua.


—¡Maldita sea! —Pedro atravesó el puente en dos zancadas.


Paula, que llevaba a Benjamin de la mano, tardó mucho más.


Cuando alcanzó la orilla repleta de juncos del lago, Edgar estaba emergiendo del agua enfangada, pero poco profunda. 


Paula se agachó a su lado.


—¿Te encuentras bien?


Edgar se pasó una mano por el pelo empapado y plateado.


—Siempre quise aprender a nadar —miró a su alrededor—. ¿Dónde está el chico?


Al principio, Paula creyó que se refería a Benjamin, que parecía interesado más que asustado por aquel inesperado accidente. Entonces, comprendió a quién buscaba.


—¡Pedro! —chilló cuando empezó a ser presa del pánico—. Pedro, ¿dónde estás?


—Estaba a mi lado, en el agua, ayudándome a regresar a la orilla —Edgar se puso en pie con paso tambaleante, se protegió los ojos con la mano y contempló el agua quieta y silenciosa.


El frío se propagó por el cuerpo de Paula hasta reducirla a un bloque de hielo.


—No, no puede ser —balbució con labios lívidos, y siguió llamándolo con desesperación—. ¡Vigila a Benjamin! —dijo a la figura trémula y estupefacta que estaba a su lado—. No dejes que se acerque al agua.


Las lágrimas fluían libremente por sus mejillas mientras se adentraba en el lago y empezaba a vadearlo. Más tarde, sería incapaz de recordar la secuencia de acontecimientos que la indujeron a sumergirse hasta los muslos en aquellas aguas tan poco hospitalarias.


—Por favor, que esté bien. Por favor, que esté bien —repitió como si fuera un mantra—. ¡Pedro, si me haces esto, jamás te lo perdonaré! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Jamás!


—Te oigo.


Con un grito, giró en redondo hacia la voz y vio que estaba en pie en el agua, con un aspecto desastroso y un tajo profundo desde el pómulo hasta la sien. Paula sintió que se mareaba de alivio. Su aspecto no importaba... estaba de una pieza. ¡Estaba vivo!


—¿Paula? ¿Paula? —oyó cómo Pedro repetía su nombre con angustia y, después, la envolvió la oscuridad. No oyó ni vio nada hasta varias horas más tarde.






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