sábado, 9 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 10




Pedro Alfonso parecía ocupar todo el espacio del piso. Su presencia dominaba la sala de estar.


Tal vez llevaba mucho tiempo sola. Hacía tanto que no había allí otra persona que ahora que al fin tenía compañía, la casa que parecía ideal para una madre y su hijo, se veía de pronto demasiado pequeña.


O quizá era Pedro el que hacía que su piso hogareño pareciera de pronto demasiado femenino.


Todos los detalles decorativos, desde los cojines de encaje hasta la tapicería de flores o las paredes amarillo pálido daban la impresión de resaltar las cualidades masculinas de aquel huésped inesperado.


Era un hombre atractivo, una montaña peligrosa de fuerza y energía. Un asomo de barba cubría su cuello y barbilla por encima del jersey rojo que llevaba. Sus ojos azules brillaban con una expresión de disculpa cuando se instaló en uno de los sillones.


El fruncimiento de sus labios cuando se inclinó para levantar un cojín del suelo la sacó al fin de su estupor fascinado. 


Estaba entrenada para estudiar las expresiones y reacciones de la gente y el rostro de Pedro reflejaba un dolor oculto.


Le quitó el cojín de las manos y lo lanzó a otro sillón.


—Más vale que me deje ver eso.


Apartó un montón de libros y se sentó en la mesita de café de roble, enfrente de él. Separó las piernas para acomodar la curva de su vientre y tiró del jersey de Pedro hacia arriba, pero no podía agarrar bien la prenda, así que se inclinó más y sus rodillas chocaron.


—Lo siento.


Paula apartó la pierna, pero la rodilla de él le rozó el interior del muslo, produciéndole una sensación de pura electricidad que le subió hasta el corazón.


Por un instante sus ojos se encontraron, como si él hubiera sentido la misma corriente sorprendente.


—Perdón —el tono de él era más burlón que de disculpa.


Paula estuvo a punto de echarse a reír, pero no llegó a hacerlo. Horrorizada de verse sucumbiendo al embrujo de él, apartó la mirada y se puso en pie.


Su intención era poner distancia entre ellos, pero al intentar alejarse, tropezó con la bota de él y se tambaleó. Pedro extendió el brazo para sostenerla y ella le apartó la mano, en un intento por establecer su independencia, y cayó hacia un lado. Sintió la mano de Pedro en la cadera, pero era demasiado tarde y aterrizó sin ceremonias en su regazo.


En un movimiento reflejo, se agarró a su rodilla y al hombro e intentó incorporarse.


—Cuidado, doctora.


Pedro lanzó un respingo y sus brazos la rodearon sujetándola. Paula se quedó paralizada. Le había hecho daño.


—Lo siento.


Él asintió con la cabeza, pero apretaba los labios con fuerza.


—Deme un minuto.


Paula permaneció inmóvil, siguiendo la elevación y caída del pecho de él. Su cuerpo percibía con asombrosa claridad los detalles del cuerpo masculino. El modo en que los músculos de acero de él sujetaban su trasero, el calor del cuerpo masculino, la perfección de la boca de él debajo de la línea recta y orgullosa de la nariz, el olor a cuero e invierno que permanecía en su piel…


El modo en que todos sus instintos femeninos anhelaban responder a esos detalles masculinos.


—No lo he hecho adrede —susurró.


—Lo sé —los labios de él recuperaron algo de color y empezó a respirar con más facilidad. Soltó el hombro de ella y le dio un pequeño masaje—. Yo tampoco pretendía hacerle daño.


Paula pensó que necesitaba cambiar de posición inmediatamente, antes de hacer alguna estupidez como apoyarse en su pecho o besarle la barbilla que tenía delante de los ojos.


—No me ha hecho daño —dijo—. ¿Puedo moverme ya?


La mano de él detuvo el masaje. Sus ojos brillantes se nublaron.


—Sí, pero no apriete mi lado izquierdo.


Paula movió los pies hacia el suelo, pero no le llegaban porque estaba colgada entre las piernas de él. Apoyó las rodillas en su muslo e intentó subirse, pero le resultó imposible elevar el peso del vientre. Extendió una mano detrás y apretó el muslo de él, pero sólo consiguió lanzarse contra su pecho, precisamente el contacto que quería evitar.


No podía empujarse contra el torso de él. Como se sentía como una ballena encallada, optó por tragarse su orgullo.


—¿Un poco de ayuda, por favor?


Pedro colocó las manos debajo de ella y la levantó como si no pesara más que uno de los cojines. En cuanto estuvo sobre sus pies, la soltó, aunque ella podía sentir todavía la marca de sus manos en el trasero.


Paula se llevó una mano a la mejilla sonrojada.


—¡Oh, Dios mío!


—¿Seguro que está bien? —preguntó él.



No lo estaba, pero como no podía decirle que estaba acalorada y más excitada de lo que una mujer embarazada de treinta y siete años tenía derecho a estar, optó por sonreír.


—El herido es usted. Ha entrado para que lo examine. Vamos a hacerlo de una vez.


Pedro tiró de su jersey hacia arriba, pero cuando el brazo izquierdo subió por encima del plano del hombro, lanzó un juramento y apretó el codo al costado.


—Esto es ridículo —dijo Paula, refiriéndose tanto a sus pensamientos absurdos como al esfuerzo imposible de él.


Aquel hombre estaba herido por culpa de ella y tenía que ayudarle. Separó las rodillas y se arrodilló delante de él.


—Doctora…


Paula le sacó la manga izquierda y tiró de la camiseta negra hacia arriba. Le desnudó la parte izquierda del cuerpo, cuidando de mantener siempre el codo por debajo del hombro.


—¡Oh, Dios mío! —se sentó un momento sobre los talones—. Le ha dado con la llave inglesa.


—Sí. Y duele un poco —sonrió él.


—Duele más que un poco.


Acercó la lámpara desde el extremo de la mesa y examinó el daño. Una parte del costado estaba hinchada. En el centro de la hinchazón, la piel mostraba un color rojo profundo. El golpe se prolongaba hacia fuera en tonos azul, negro y púrpura oscuro. La decoloración manchaba la piel tensa de su vientre y desaparecía debajo del vello que cubría sus pectorales.


Paula tocó la herida e inspeccionó la piel hinchada para ver si había heridas internas.


—No parece que haya nada roto, pero yo en su lugar me haría una radiografía por la mañana. Por el momento puedo vendárselo para darle más apoyo y quitar la presión de los músculos que rodean la caja torácica. Así respirará más fácilmente.


—Lo haré cuando llegue a casa.


—¿Cómo?


Levantó la vista y se encontró con los ojos azules de él, unos ojos que parecían brillar de dentro hacia fuera. Por un segundo imaginó que aquellos ojos podían ver lo que no veía ningún otro mortal. Su anhelo por un hogar y una familia. Su determinación de triunfar por sus propios méritos y no por el apellido de su ex marido, su necesidad interior de creer que era lo bastante especial, lo bastante sexy y lo bastante mujer para ser amada.


La mujer a la que Pedro Alfonso amara conocería sus sentimientos con una mirada. La intensidad de aquellos ojos hacía que se le acelerara el pulso y provocaba un montón de anhelos en ella, logrando que se sintiera guapa.


Un dolor agudo debajo de las costillas rompió el embrujo y sus anhelos de mujer dieron paso a la realidad dolorosa de la maternidad inminente.


—¡Ay! —se apretó automáticamente el punto dolorido, justo donde se juntaba su pecho izquierdo con el vientre y urgió a la niña a mover el pie—. ¡Vaya pareja!


—¿Le ocurre algo a la niña? —preguntó él.


Paula sonrió y se apoyó en la rodilla de él y en la mesa para levantarse.


—Estamos las dos bien. Simplemente ha cambiado de posición. Tengo una sábana vieja limpia que puedo romper para vendarlo.


Él la sujetó por la muñeca.


—No quiero causarle molestias.


—Por favor, señor Alfonso —se soltó de él—. Usted ha arriesgado su vida por mi niña y por mí. Lo menos que puedo hacer es romper una sábana vieja —hizo una pausa—. A menos que tenga en casa alguien que prefiera que le ayude.


Pedro sonrió.


—Sólo si fuera a casa de mi madre. Y le daría un ataque si apareciera con un golpe así.


—A una novia también —se sentía casi masoquista.


La última conquista de Simon había tenido la edad de Pedro y, a su lado, ella se había sentido vieja y gastada. Pero algo en su interior necesitaba saber si Pedro Alfonso estaba atado a alguien.


Él negó con la cabeza.


—Vivo solo en mi pisito de soltero, doctora. He vivido así desde que cumplí los veinte años y me fui de casa.


Paula suponía que haría dos o tres años de aquello. 


Aunque tanto en el aparcamiento como allí, al sostenerla, parecía mayor de lo que indicaba su condición de estudiante.


—Entonces está decidido. Pagaré su caballerosidad vendándole las heridas.


—Todo eso suena muy medieval.


Paula sonrió para sí y se acercó al armario. Lo mejor que podía hacer era terminar deprisa y que él se marchara. La atracción que sentía seguramente tenía mucho que ver con gratitud y un poco con su soledad.


Después de años ayudando a pacientes a lidiar con relaciones problemáticas, sabía que la gratitud podía confundirse a menudo por atracción. Y que la soledad podía impulsar a la gente a hacer cosas raras.


Y sabía también lo humillante y duro que sería enamorarse del hombre equivocado. Ella no permitiría que sus hormonas dominaran a su sentido común.


Pedro Alfonso era un chico guapo y todo un héroe.



Pero no era para ella.


Cuando volvió con la sábana cortada, se arrodilló y colocó la mano de Pedro en su hombro mientras lo vendaba. Al hacerlo, la punta de su nariz rozó el jersey subido de él e inhaló de nuevo su aroma masculino a lana y a invierno. 


Pero también algo más, un olor muy característico.


Paula se echó hacia atrás e inhaló aire fresco para limpiar la nariz del olor inesperado.


Marihuana.


Envolvió la segunda tira de algodón en torno a su torso y olfateó de nuevo. El olor era débil pero claro.


Su caballero andante acababa de caerse de su caballo blanco.


—Bueno, señor Alfonso, ¿qué hacía en el campus a medianoche?


Notó que él tardaba un poco en contestar.


—Estaba en una fiesta.


—¿Solo? —se inclinó para apretar la venda lo suficiente para que sirviera de apoyo pero sin llegar a cortarle la respiración. Estaba lo bastante cerca como para sentir el calor que emanaba de su piel desnuda; lo bastante cerca para ocultar la decepción que debía reflejar su cara.


—Ya le he dicho que no tengo novia. La fiesta me aburría y me he ido —su voz profunda había perdido el humor que le daba un toque sexy y musical—. ¿Qué hacía usted allí a medianoche?


Los ojos azules de él eran muy claros y no mostraban ninguna señal de abuso de drogas. Paula respiró aliviada.


—Estaba trabajando hasta tarde.


Siguió vendando el torso.


—¿Por qué querían atacarla Daniel y sus amigos?


—Deja el interrogatorio, Pedro. Mi asunto con Daniel es confidencial.


—Eso parece. ¿Por eso no quería llamar a la policía?


Paula lo miró y enarcó las cejas. Resistió el impulso de alejarse más de él.


—Tú tampoco querías. Y con el olor a marihuana que llevas encima, no me extraña —volvió a centrarse en su trabajo—. El problema de Daniel es un asunto académico. Lidiaremos con él a través de los canales apropiados.


Pedro asintió.


—Yo no tomo drogas. Y espero que esos canales trabajen con la rapidez suficiente para protegerla de más amenazas de borrachos.


Paula creyó su afirmación sobre las drogas y decidió explicarse también.


—En este momento no quiero llamar la atención. El decano Jeffers busca un vicedecano de Artes y Ciencias. Alguien que supervise a los consejeros académicos y hable con los alumnos. Estoy entre los tres candidatos finales.


—Enhorabuena. ¿Quién más está?


—Horacio Norwood. Es un psicólogo del Departamento de Estudios de justicia Criminal. Y Gimena Sargent, de Teatro.



—Yo votaré por usted.


Paula chasqueó la lengua.


—Seguro que tu punto de vista es más liberal que el del decano Jeffers. Sigue sin decidir si aprueba o no a las madres solteras.


Pedro abrió mucho los ojos y ella pensó si habría cruzado el límite profesional al revelar su estatus.


—No puede castigarla por su embarazo, ¿verdad?


—Legalmente no —Paula se encogió de hombros—. Pero la selección se basará en el tipo de imagen que quiera proyectar la universidad. A los donantes les gusta ver que su dinero se usa en investigación y en pagar a profesores que puedan formar a los líderes del futuro. Sus donativos son para ayudar a los estudiantes mejores y más inteligentes y quieren ver algo a cambio, no buscan controversias.


—Por eso es tan estricta en lo de no confraternizar con sus alumnos, ¿verdad?


—No es sólo por las apariencias, Pedro. Tampoco está bien que un profesor se aproveche de un alumno.


—Ni viceversa —le apretó un momento el hombro—. Daniel la ha amenazado. Aunque estuviera borracho y no controlara plenamente sus acciones, debería pagar por ellas.


—Tengo problemas más importantes que Daniel —le apartó la mano para no ceder al impulso de frotar la mejilla contra ella y pensó en el anónimo que seguía aún en el bolsillo de su abrigo.


—¿Se refiere a criar sola a la niña? —preguntó él—. Vamos, doctora. Usted es una de las mujeres más inteligentes y capaces que he conocido. Lo hará de maravilla. ¿Dónde está el padre? ¿No la ayudará en nada?


—Esta conversación termina aquí —declaró ella.


—No pretendía sacar un tema doloroso —afirmó él.


—No es doloroso, sólo personal.


Se incorporó y le ayudó a ponerse la camiseta y el jersey. 


Avanzó la primera hacia la puerta.


—Me parece que tienes que preparar un examen y harías bien en irte a casa. Gracias por haberme traído.


—De nada.


Paula sostuvo la cazadora de cuero de él con ambas manos para ayudarle a ponérsela y no pudo reprimir un bostezo.


—No es nada personal —declaró.


Pedro sonrió, metió los brazos en la chaqueta y la subió hasta los hombros.


—Me iré y la dejaré dormir.


—Gracias por todo.


—Ha sido un placer. Cierre con llave cuando yo salga.


—Lo haré. Y no vayas a muchas fiestas de ésas. Y hazte la radiografía mañana.



Pedro asintió y se puso los guantes.


—Que duerma bien.


—Buenas noches.


No lo oyó moverse hasta que ella hubo cerrado las dos llaves y el cerrojo. Apoyó la frente en la puerta y escuchó sus pasos alejándose por las escaleras. Estaba agotada y lo mejor que podía hacer era comer algo y meterse en la cama.


Estaba terminando de comer una tostada con crema de cacahuete y un vaso de leche cuando sonó el teléfono. Miró el reloj digital del microondas: eran las 2:26 de la mañana.


Con el segundo timbrazo se acercó a observar la sala de estar. Tal vez Pedro había olvidado algo.


El tercer timbrazo le hizo volver a la cocina. Podía ser un paciente. Lucia Holcomb se había mostrado más deprimida que nunca esa tarde.


Respiró hondo y levantó el auricular.


—Aquí la doctora Chaves.


Hubo un silencio, seguido de un susurro ronco, como si alguien hablara a través de un trapo de algodón.


—Soy Papá. ¿Cómo se te ocurre tontear con ese niño bonito mientras llevas dentro a mi hijo? Si quieres conservar ese niño, más vale que tengas cuidado.


—¿Quién es…?


El otro colgó el teléfono y Paula dio un salto, como si le hubieran disparado un tiro al lado del oído. Por un momento no pudo hacer nada más que mirar el auricular con la mente paralizada por el miedo.


Luego la niña dio una patada y la rabia se apoderó de ella.


Aquel hombre la estaba vigilando. ¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo? Colgó el teléfono y se acercó a las ventanas de la sala de estar. Apagó la luz y miró por entre las cortinas. El tráfico era nulo a esas horas. Y aunque en la calle había muchos coches aparcados, no se veían luces y todo estaba tranquilo.


¿Estaría sentado en uno de esos coches con el móvil en la mano?


Asustada, se apartó de la ventana.


Tenía que lidiar con aquel problema, pero no sabía cómo. Tal vez al día siguiente, con la luz del día, se le ocurriera algo, pero por el momento, tendría que conformarse con comprobar de nuevo las cerraduras, desconectar el teléfono y confiar en poder dormir unas horas sin tener pesadillas de que un hombre sin rostro entrara en su casa y le robara a su niña.



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