viernes, 8 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 9





—Ya hemos llegado, doctora.


Paula se movió al oír la voz seductora de aquel hombre y se acurrucó más aún en el ambiente de calor que la envolvía.


Algo más cálido todavía se posó en su hombro. Alguien carraspeó.


—El 2415 de Woodley, ¿verdad?


Paula abrió los ojos. El peso gentil sobre su hombro era la mano de un hombre. Y no estaba arrebujada en la cama, sino adormilada en el coche rojo de Pedro Tanner enfundada en su abrigo de lana.


Se despertó en el acto. ¿Cómo podía haber bajado la guardia de aquel modo? Se enderezó y sacudió el hombro para apartar la mano de él.


—Creo que me he dormido.


—No importa —sonrió él—. Es la una de la mañana, y supongo que necesitará dormir horas extra.


—Cuando puedo. Esta niña tiene un horario de sueño propio —la niña se estiró en ese momento y le dio una patada. Paula se llevó una mano al costado y gimió—. Ya está otra vez.


—Debe ser hora de jugar.


—Debe serlo —sonrió ella, aunque se dijo que lo hacía porque se sentía segura con él, no porque sucumbiera al encanto de la sonrisa de Pedro Tanner.


Simon, su ex marido, había tenido una sonrisa así, combinada con una inteligencia despierta y un discurso culto. Y ella había caído fácilmente bajo su embrujo, pero, por desgracia, lo mismo había hecho otra docena de mujeres más.


—Antes ha dicho que era niña —comentó Pedro.


Paula asintió.


—Sí, a mi edad he tenido que tomar precauciones durante el embarazo. En la amniocentesis me dijeron que es niña. Ya he decorado su habitación, en tonos melocotón y azul pastel.


—¿A su edad? No puede ser tan vieja —Pedro se sonrojó—. Perdone. Sé que la edad y el peso son dos temas tabú con las mujeres.


—Tengo treinta y siete años —dijo ella con una especie de fatalismo, de advertencia. Tal vez hablar en alto de su diferencia de edad la ayudaría a no pensar en Pedro de otro modo que como un alumno.


—Una edad perfecta —sonrió él.


Paula frunció el ceño.


Pedro apagó el motor y se metió las llaves al bolsillo.


—Vamos, la acompaño dentro.


—No es necesario.


—Para mí sí.


Salió y dio la vuelta al vehículo. A pesar de que iba encogido por el frío, era un hombre grande. Grande, alto y joven. 


Demasiado joven para las hormonas de ella y para que se fijara tanto en sus hombros anchos y su paso firme.


Y en sus buenos modales.


Su madre lo había educado bien. Cuando Pedro le abrió la puerta, ella tenía ya las llaves en la mano. Él la ayudó a salir y ella apresuró el paso hacia el edificio.


Una ráfaga de aire frío le golpeó la cara. Pedro cerró el coche y la siguió con rapidez; se colocó detrás de ella, cerca de su hombro derecho, para bloquear lo que pudiera del viento ártico que soplaba del norte.


Paula abrió la puerta del edificio y avanzó hacia las escaleras. Pedro esperó a que se cerrara la puerta delantera, subió los escalones de dos en dos y la alcanzó en el rellano.


Cuando Paula abrió la puerta de su piso, se volvió para darle las buenas noches.


—Gracias por todo.


Las llaves se le cayeron de la mano y aterrizaron en el suelo de madera. Ella se agachó a recogerlas, pero él se le adelantó.


Oyó el siseo de dolor que emitió al enderezarse. Vio su mueca antes de que consiguiera enmascarar su expresión con una sonrisa.


Le quitó las llaves y tiró de la manga de su cazadora.


—Ha dicho que no estaba herido.


Tiró de él hacia el piso y cerró la puerta tras ellos.




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