sábado, 9 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 11





Pedro sacó su teléfono móvil y marcó el número que le había dado A.J. Rodríguez. Se había quedado sentado en el coche, con el motor en marcha, hasta que se apagó la luz en el piso de Paula. Parecía tardar mucho en acostarse. 


¿Sentiría la misma atracción perturbadora que lo invadía a él? ¿O era él el único que se veía asaltado por impulsos prohibidos?


En algún momento de esa noche, sus sentimientos de protección y apreciación estética de Paula Chaves se habían mezclado con una tensión sexual que resultaba a un tiempo irresistible, curiosa y muy inconveniente.


Había sentido deseos de tocarla, de besarla, de acariciar su vientre y sentir la vida que latía en su interior.


Sabía que lo de la fiesta a la que había admitido ir la había decepcionado. Quizá eso había hecho que lo incluyera en el mismo grupo de Daniel Brown y sus amigos borrachos.


Porque ella no sabía cómo luchaba él para que los jóvenes no tomaran drogas. Cómo arriesgaba su futuro y quizá incluso su vida para aclarar la muerte de Billy Matthews, retirar la droga de las calles y proteger a los chicos de aquel tipo de infierno.


Rió en voz alta, burlándose de sus ideales. Encendió los faros y miró si se acercaba algún coche. Sabía que no podía salvar a todos los chicos, pero era un Alfonso y tenía que poner sus objetivos muy altos.


Salió a la calle desierta y se dirigió a su apartamento temporal en la calle 63, cerca de Swope Park. El barrio carecía de la historia y la personalidad de la zona del City Market, donde se había criado, pero por el momento era su hogar. Estaba más cerca de la universidad y tenía una cama. 


Y a las dos de la mañana no necesitaba nada más.


Después del segundo timbrazo de su móvil, oyó una serie de maldiciones en español.


—¿Qué pasa?


Al parecer, al inspector Rodríguez no le gustaba que lo despertaran.


—Soy Pedro —dijo.


—¿Qué ocurre? —el tono de A.J. cambió de plano en el tiempo que tardó en sentarse en la cama.


—Puede que no sea nada, pero quiero que me investigues algo mañana por la mañana.


Oyó unos ruidos apagados. Seguramente A.J. buscaba bolígrafo y papel.



—Dame los nombres.


—Daniel Brown, Lucio Arnold y Sergio Parrish. Son estudiantes. Me he peleado con ellos.


—¿Te has peleado con ellos?


—Se estaban metiendo con alguien más pequeño.


—¿De verdad quieres esa fama? ¿Estás bien?


Pedro se encogió de hombros y lamentó en el acto ese movimiento. Lanzó una maldición entre dientes.


—¿Es muy malo?


—Sólo unas costillas doloridas. Me las han vendado.


—¿Quién?


—No tengo que informarte de todo.


El inspector se echó a reír.


—Eres el único hombre que conozco al que pueden darle una paliza y salir contento. ¿Ella es guapa?


—Guapísima. ¿Me vas a investigar esos nombres?


—Desde luego. ¿Qué tal la fiesta de esta noche?


—Nada. En la parte de atrás tenían marihuana, no anfeta.


—No te preocupes. El noventa por cien de lo que hacemos es aburrido, preparar el terreno para la gran final. Esta noche habrás hecho contactos y ya es algo.


—Si tú lo dices.


—Lo digo. Cuando metas la pata, también te lo diré.


Pedro movió la cabeza.


—Si no lo haces tú, lo hará el teniente Cutler.


—Hablando de lo cual, Cutler también quiere que investigues tú un nombre. Kevin Washburn. Está en primer curso. Lo han detenido dos veces por posesión de anfetamina. Hazte amigo de él y puede que te lleve hasta su suministrador.


Pedro anotó el nombre y la dirección familiar del estudiante en el suburbio de Mission Hills.


—Lo tengo. No está en mi clase, pero encontraré el modo de contactar con él.


Guardó la libreta de notas. Su siguiente petición era extraoficial.


—¿Puedes hacerme otro favor?


—Claro.


—Quiero que averigües lo que puedas sobre la profesora Paula Chaves. Está en el Departamento de Psicología.


—¿Es sospechosa?


—Es la razón por la que me he metido en la pelea.


—¡Madre de Dios! —siguió un largo silencio—. Sabes que no debes tener relaciones personales cuando estás en un caso. Eso también las pone a ellas en peligro.


—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que les dejara atacar a una mujer embarazada?


—¿Ha sido un robo? ¿Un intento de violación?


Pedro suspiró.


—No. Pero había un peligro real.


—No te metas en eso, Pedro.


—Es evidente que no puedo denunciarlos, pero ella sí debería comunicar lo ocurrido. Así habría antecedentes si la cosa se repite.


—Pues deja que lo haga ella —le aconsejó A.J.—. Podemos dejar tu nombre fuera.


—No lo hará. Tampoco quiere publicidad.


—Entonces es su elección.


Pedro movió la cabeza.


—El tipo que la ha atacado es un maníaco. No creo que la deje en paz. Ella no está segura.


—Está bien, lo investigaré y veré qué relación puedo encontrar. Si es necesario, designaré a alguien para que la vigile.


—Lo es.


—Veremos. Yo me ocuparé de la profesora, pero tú vuelve a lo tuyo. Tal vez la pelea acabe beneficiándote. Demostrará que eres un chico malo. Quizá así los ilegales se acerquen más a ti. Los traficantes siempre necesitan protección muscular.


—Veré lo que puedo hacer.


—Pero no olvides que a veces los malos no quieren competencia. Recuerda a Randall Pittmon y cuídate.


—Bien.


Colgó el teléfono con la firme intención de cuidar también de la hermosa Paula Chaves.





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