martes, 19 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 9





Paula se despertó con un dolor tan intenso que tardó un momento en comprender qué ocurría. Tal vez había muerto. 


Quizá la muerte era así cuando uno no vivía la vida según sus expectativas.


Abrió los ojos y miró el techo. La habitación estaba casi a oscuras, sólo llegaba luz de la cocina. Intentó sentarse. Algo se le clavó en la palma de la mano. La retiró de golpe y sintió la sangre deslizarse por su muñeca. Estaba rodeada de trozos de cristal, los restos de la lamparita de mesa; la pantalla estaba tirada en el suelo, como un viejo sombrero abandonado.


Gimiendo, se irguió y se apoyó en la pared, luchando contra las náuseas. Se llevó la mano al hombro e intentó moverlo. 


Una descarga de dolor recorrió su brazo de arriba abajo. Se preguntó cuántos días tendría que esconderse del mundo para ocultar esa última incidencia. Gracias a Dios, era invierno. Podía utilizar suéteres de cuello alto y guantes.


Apretó los ojos con fuerza, limpiándose las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas con el dorso de la mano. Se despreciaba por llorar. Las lágrimas no servían para nada y no la llevarían a ningún sitio. Eran un síntoma de debilidad, impotencia y autocompasión. Y ella no sentía lástima de sí misma.


Hacía mucho que no se reconocía en el despojo de mujer en que se había convertido. Esa mujer encogida y sentada en el suelo de su salón era una desconocida. Alguien extraño que no se parecía en absoluto a la mujer que Paula había pensado que sería. Esa mujer era una víctima. Débil. Despreciable.


Se preguntó por qué no se había marchado en cuanto vio a Pedro Alfonso en la terraza.


Tal vez porque era un desconocido, alguien anónimo que no tenía opiniones formadas sobre ella. En la fiesta apenas había hablado con nadie, sabía que cualquier intercambio largo provocaría la ira de Jorge. Fuera, en la oscuridad, una parte casi olvidada de sí mismo había anhelado unos minutos de conversación sin censura con otro ser humano. 


Un ser humano que desconocía su vida y podía pensar que era tan normal como el resto del mundo.


—¿Mamá?


Paula se enderezó de golpe. Su hijo de nueve años estaba en el umbral, el rostro blanco de miedo. Paula miró el caos que la rodeaba: la lámpara rota, la mesita de café patas arriba… e imaginó cuál sería su propio aspecto.


—Santy. No pasa nada. Quédate ahí.


Tomó aire y se deslizó por el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Cada movimiento era un suplicio. Cuando llegaba a la puerta, el niño se lanzó sobre ella y se aferró a su cuello como si estuviera a punto de ahogarse. Ella hizo una mueca para controlar el espasmo de dolor que la recorrió de arriba abajo, pero lo abrazó con fuerza.


Santy sollozaba. Ella cerró los ojos y lo apretó contra sí, calmándolo con la voz y las manos.


—Creía que estabas muerta —consiguió balbucir el niño—. Te vi contra la pared y pensé…


—Tranquilo, cielo. Estoy bien —las lágrimas anegaron sus ojos—. Shh.


—¿Por qué te hace daño, mami? —preguntó Santy, casi sin voz.


—Santy, lo siento. Lo siento mucho —Paula le apartó el pelo del rostro y limpió sus lágrimas con el pulgar.


Su hijo, su adorado hijo, la miró con miedo y angustia en los ojos. Paula se odió por eso más que por nada.


A pesar del dolor que la atenazaba, subió las escaleras con él, con el brazo sobre sus hombros.


Ya en su dormitorio, lo ayudó a acostarse. Allí, sentada junto al hijo al que quería con todo su corazón, Paula pensó cuan diferente era ésa de la vida que había imaginado para sí y sus hijos. Se preguntó por qué las cosas eran así.


Lo cierto era que la realidad la había pillado por sorpresa.



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