martes, 19 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 7




El confeti apenas se había asentado en el suelo cuando Pedro dio las gracias a los Webster por su hospitalidad y se marchó.


Esperó hasta que el aparcacoches le llevara su vehículo y salió de allí rápidamente, deseando dejar atrás su preocupación respecto a Paula Chaves.


Tres kilómetros después, redujo la velocidad y se preguntó qué lo había inquietado tanto de ella. No podía haberle dejado más claro su deseo de quedarse a solas. Pero aun así, él había sido incapaz de marcharse de la terraza. Se sentía como si todo se hubiera revuelto en su interior tras las pocas palabras que habían mantenido; revuelto hasta el punto de que las distintas partes que componían su yo habían dejado de encajar en su sitio.


Había sido la mirada de sus ojos. Una mirada que había visto demasiadas veces en los ojos de gente que había perdido a un ser amado por causa de un sin sentido. Un destello del alma de una persona rota.


Sin embargo, le extrañaba que fuera el caso de Paula Chaves. Se pasó la mano por el rostro, ordenándose olvidar la cuestión.


Desde esa noche, por decisión propia, empezaba una carrera nueva que podía aceptar. No habría más cruzadas. 


Ni más familias pidiéndole justicia. No más intentos de arreglar algo que nunca tendría solución.


Paula Chaves estaba casada con uno de los hombres más ricos de Georgia. Probablemente, cualquier mujer envidiaría su vida.


Giró en el camino de entrada a su casa y pulsó el control remoto de la puerta del garaje.


Algo salió corriendo, buscando el refugio del seto que separaba su jardín del de su vecino. El foco del garaje iluminaba el centro del camino, pero los arbustos estaban en sombras y no veía nada.


Bajó la ventanilla y apagó el motor. Oyó un tenue gemido bajo el seto.


Pedro salió del coche y se arrodilló junto a los arbustos. Un par de ojos lo miraron fijamente.


El perro, negro como la noche, no llevaba collar e intentó alejarse más, gimiendo.


Pedro suspiró. Estaba deseando irse a la cama y dormir al menos doce horas. Alzó las ramas inferiores del arbusto.


—Eh —dijo—. ¿Estás herido? Sal. Deja que te vea.


Pero el perro no se movió.


Comida. Necesitaba tentarlo con algo, pero en el coche sólo tenía un paquete de chicle. Sacó las llaves, entró en la casa y fue a la cocina. Parecía un monumento a la pizza de encargo; había cuatro cajas vacías sobre la mesa. El fregadero estaba lleno de tazas.


Los lunes un servicio de limpieza se deshacía de las cajas y fregaba los cacharros. Era como vivir en un hotel. Un lugar donde comer y dormir. Temporal.


Sacó dos rebanadas de una bolsa de pan de molde y volvió fuera. Se arrodilló y ofreció el pan al perro, que olisqueó, pero siguió inmóvil. Pedro agitó el pan; el perro no parecía interesado. Esperó un par de minutos, sin resultado.


Por fin, se puso en pie. No podía hacer más. Lo había intentado y tenía la conciencia tranquila.


—De acuerdo, me rindo. Voy adentro.


Sólo había dado un par de pasos cuando triunfó la comida. 


El perro se asomó lo suficiente para alcanzar el pan y se lo tragó de un bocado.


Era de tamaño mediano y no debía de tener más de ocho centímetros de grosor en su parte más ancha. A la luz, vio que tenía manchas blancas en las patas y en el pecho. El pelaje era escaso y sin brillo, quizá por efecto de la desnutrición o los parásitos.


El perro lo miró y se encogió. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Se arrodilló de nuevo.


—No pasa nada. Sólo quería comprobar que estabas bien.


Desconfiado, el perro se puso en pie y trotó hacia la calle.


Hubo un destello de faros en el cruce de la esquina. El perro, nervioso, miró hacia atrás. El coche se acercaba. Pedro corrió a su lado y se lanzó sobre él. El perro se aplastó contra el suelo, como si quisiera que se lo tragara la tierra.


—Eh, tranquilo. No quería que salieras a la carretera —acarició su cabeza y el animal se estremeció.


Había una clínica veterinaria con servicio de veinticuatro horas a unos kilómetros de allí. Podía llevar al perro y ellos decidirían qué hacer con él. Lo alzó en brazos, lo colocó en el asiento delantero del coche y cerró la puerta.


Cinco minutos después aparcaba ante la clínica, que tenía la luz encendida. Salió del coche y llamó al timbre. Una joven abrió treinta segundos después.


—¿Puedo ayudarlo?


—Sí. Tengo un perro fuera. Está herido —dijo él.


—¿Necesita ayuda para traerlo?


—No, vuelvo ahora mismo —fue al coche y abrió la puerta con cuidado. El perro estaba hecho un ovillo en el asiento delantero. Le acarició la espalda y lo levantó con delicadeza—. Perdona —susurró.


La joven le sujetó la puerta y lo guió a través de la sala de espera a la sala de consulta.


—Soy la doctora Filmore, la veterinaria de guardia.


Pedro Alfonso.


Contra las paredes había grandes jaulas en las que dormían algunos perros. Un cocker spaniel marrón oscuro alzó la cabeza y gimió.


—Está bien, Bo —dijo la doctora Filmore—. Duérmete. Póngalo en la mesa —le indicó a Pedro.


Él colocó el perro en la superficie de acero con tanta gentileza como pudo.


—Lo encontré fuera de mi casa.


—La encontró —dijo la veterinaria, tras echar un vistazo al animal—. Es una perra.


—Ah —Pedro asintió.


—Está muerta de hambre —la veterinaria era joven, pero le hablaba a la perra con voz suave mientras la palpaba como si supiera muy bien lo que hacía—. Creo que tiene rota la pata trasera izquierda. Y parece que también tiene un par de costillas rotas. Tendré que hacerle unas radiografías.


—¿Podría haberla golpeado un coche?


—Es posible. Pero más probable que la hayan pateado, juzgando por su comportamiento —dijo la veterinaria con voz plana.


—¿Ve cosas así a menudo? —preguntó Pedro, con el corazón encogido.


—Demasiado a menudo.


Él no supo qué decir. No sabía qué clase de persona daría de patadas a un animal indefenso.


—¿No le afecta? —preguntó.


—Sí, claro —ella suspiró—. Pero la única alternativa es dimitir.


En otro tiempo, él había dicho lo mismo de su propia profesión. Admiró su dedicación y deseó por un momento que el fuego que alimentaba sus propias convicciones no se hubiera extinguido.


—Entonces, ¿la curará?


—Lo mejor que pueda —asintió ella—. Puede esperar o irse a casa; lo llamaré cuando sepa algo.


—No es mía.


—¿Está diciendo que no quiere que la cure? —la doctora frunció el ceño.


—No. Es decir, sí, cúrela. Pero no puedo llevármela a casa conmigo.


—¿Quiere que la curemos antes y que después llamemos a la perrera? —preguntó la joven, tensa.


Él percibió la desaprobación de su voz, pero aceptaba la implicación de que él era responsable por haberse encontrado con el perro.



—No puede tener un animal —dijo—. Trabajo muchas horas. No estoy preparado para…


—Deje sus datos a la recepcionista —lo interrumpió ella; luego le dio la espalda.


Pedro echó un vistazo a la perra. Estaba estirada con la cabeza entre las patas, los ojos cerrados como si deseara olvidar el mundo que la rodeaba. Salió a recepción y rellenó los formularios a toda prisa. Estaba deseando volver a su coche.


Pero una vez allí, pensó: «La perrera».


Dio un manotazo al volante y salió de nuevo. La recepcionista abrió y señaló la consulta.


—Entre directamente.


La veterinaria seguía examinando a la perra. No alzó la cabeza cuando Pedro entró.


—¿Sí, señor Alfonso?


—Llámeme cuando esté lista.


La joven alzó la cabeza y, con una sonrisa radiante, lo borró de su lista de indeseables.


—¿Ha dejado su teléfono?


—Sí.


—Entonces, buenas noches.



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