martes, 19 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 8





Eran más de las tres de la mañana cuando Ramiro Webster se puso la bata y bajó las escaleras para servirse un whisky. Se bebió la mitad de un trago, tosió un par de veces y se derrumbó en el sillón más cercano. Apoyó la cabeza y cerró los ojos.


Estaba cansado. Era un cansancio que no desaparecía después de una noche durmiendo. La vida lo estaba agotando.


Ramiro tenía edad suficiente para saber que había elegido caminos equivocados varias veces en su vida. Caminos que cambiaban las cosas de forma permanente. Él había sido un hombre diferente en otros tiempos. O al menos le gustaba creerlo.


Había empezado como abogado defensor de oficio, aunque fuera difícil de creer. Al igual que su nuevo socio, Alfonso, había tenido ideales. Había villanos a los que vencer.


En los ojos de Wakefield aún brillaba esa luz. Aunque él parecía creer que se había apagado. Había abandonado la oficina del fiscal con el rabo entre las piernas porque los malos ganaban demasiados casos.


Hacía tiempo que Ramiro había descubierto, y Wakefield aún no, que ser uno de los buenos no llevaba a nada. Empezó de forma inocente, una pequeña mancha gris fundiéndose con el blanco y el negro.


Y entonces, Jorge Chaves apareció en su despacho. Le mostró cómo conseguir la clase de vida que siempre había deseado. Y firmó. Sin más. Demasiado tarde, comprendió que se había vendido al diablo. Si quería avanzar, Jorge iría a remolque suyo.


Eso implicaba cerrar los ojos ante cosas que no eran asunto suyo. Como el trato que Chaves daba a su esposa.


Que un hombre tuviera una mujer como ésa y no la tratara como porcelana delicada superaba a su imaginación. Las cosas habían llegado al punto de requerir la intervención de la policía un par de veces. Con la ayuda de un detective, que ahorraba para su jubilación, Ramiro había limpiado el nombre de Jorge; desde entonces era incapaz de mirar a Paula a los ojos.


Tomó otro trago de whisky.


Lorena apareció en la puerta, envuelta en una bata blanca. 


Sin maquillaje ni ropa de diseño, se parecía tanto a la niña que había sido no mucho tiempo antes, que él sintió dolor de corazón por no poder dar marcha atrás al reloj.


—¿Qué haces levantado, papi?


—No podía dormir. Los nervios de la fiesta me han desvelado, supongo. ¿Y tú?


Ella se apoyó en la jamba de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho, como si algo le rondara la cabeza.


—¿Qué ocurre, cariño?


—¿Crees que Jorge y Paula son felices? —preguntó ella, unos segundos después.


—Tan felices como cualquiera, supongo —lo había pillado por sorpresa—. ¿Por qué lo preguntas?


—No sé. No parecen felices.


—Eso es asunto suyo, ¿no crees?


—Sólo me pregunto por qué la gente sigue junta, si no son felices —Lorena encogió los hombros.


—Es la naturaleza humana, supongo —comentó él—. Es difícil bajar del tren cuando ya está en marcha —pensó en su propio matrimonio; entendía muy bien por qué Silvia había seguido con él tantos años. Era una situación envidiable para una chica de la Georgia rural. Si alguna vez había pensado que existían otras razones, hacía tiempo que no tenía dudas.


—Esa es una perspectiva muy triste. No creo que la gente deba seguir junta si no funciona.


—Probablemente no —concedió él, demasiado cansado para discutir.


—Entonces, ¿por qué lo haces tú?


Él la miró a los ojos; iba a simular que no sabía de qué hablaba, pero se sorprendió contestando.


—Tu madre y yo llevamos juntos mucho tiempo.


—¿Y eso es una razón?


—Una.


—¿Alguna otra?


—Tiene que ver con la edad, creo. Cosas que uno no se habría imaginado haciendo ni defendiendo cuando era joven, pierden importancia y se deja de luchar contra ellas.


—Eso sí que es un objetivo de vida. Acomodarse. ¿Sabes algo, papi? Yo no pienso hacer eso.


Ramiro captó la desaprobación en la voz de su hija. El día de su nacimiento, su mayor esperanza había sido que al crecer se sintiera orgullosa de él. Había algo demoledor en el hecho de que su propia hija no lo respetara.


—Tal vez tu vida sea completamente diferente.


—Lo será si puedo —afirmó ella con una sonrisa.


Era difícil refutar su certeza. Ramiro deseó que tuviera razón.


—Voy a la cocina —dijo ella con voz alegre, como si hubiera decidido darle un respiro—. ¿Quieres algo caliente para beber?


—Sí, cielo —aceptó él—. Gracias.


—Enseguida vuelvo.


Él la observó dejar la habitación. Hasta su forma de andar denotaba confianza. Tal y como Lorena lo veía, el mundo era suyo. Había consentido demasiado a su hija, para Ramiro era innegable. Pero la quería.


Se preguntó si Paula Chaves tenía un padre que sentía lo mismo por ella.


No podía imaginarse lo que haría si Lorena estuviera con un hombre que la maltratase. Su estómago se tensó. Lorena era una niña mimada, pero era lo único bueno que había creado en su vida. Moriría antes de permitir que acabara como Paula.


Sentía lástima de ella. Mucha. Pero no era un mago. No podía salvarla.


Tendría suerte si conseguía salvarse a sí mismo





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