lunes, 18 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 6




La destreza social de Pedro era, en el mejor de los casos, pobre, y cuando aún faltaba media hora para medianoche, salió por uno de los ventanales de la parte trasera de la casa, buscando unos minutos de soledad. Gran parte del jardín estaba ocupado por una terraza de suelo de pizarra. 


Había varias mesas redondas y blancas, con sombrillas en el centro, y sillas a juego. Unos anchos escalones de piedra partían de la casa iluminada.


Cuando había bajado tres cuartas partes de ellos, la vio. 


Tenía el pelo rubio claro, liso y con la raya al centro. 


Acariciaba la curva de su hombro. Unos pendientes de diamantes hacían juego con el anillo que llevaba en la mano izquierda.


Comparado con los escotes que lucían la mayoría de las mujeres, su vestido era bastante conservador. Aun así, no conseguía ocultar las curvas de su cuerpo. Emanaba una elegancia sutil y muy atractiva.


Entonces la reconoció. Había visto su foto en el periódico, en algún acto benéfico.


Chaves. Paula Chaves.


Debería volver a entrar. Pedro siempre había confiado en su intuición. Casi nunca se equivocaba.


Pero decidió ignorar la voz de la razón. Una fuerza mayor lo llevó a cruzar la terraza, como atraído por un campo magnético.


Ella alzó la vista y dio un paso atrás.


—Lo siento —dijo él—. No prendía asustarla.


—No lo había oído —contestó ella, con una mano en el cuello.


—Empezaba a hacer calor ahí dentro —se pasó el dedo por el cuello de la camisa—. El aire fresco sienta muy bien.


—Sí, así es —corroboró ella unos segundos después. Lo observó un momento—. Disculpe —dijo y se encaminó hacia los escalones que llevaban a la casa.


—Es la esposa de Jorge Chaves, ¿verdad? —preguntó él, ignorando de nuevo la voz que le decía que la dejase marchar.


Ella se detuvo en el tercer escalón, y se volvió hacia él, en silencio.


—Soy Pedro Alfonso —añadió él—. Ramiro acaba de contratarme. Trabajaré con su marido.


Ella lo miró un momento y él percibió algo en sus ojos que no supo identificar. Desaprobación, quizá. Tras tomar aire, el rostro se volvió inexpresivo. Él pensó que casi prefería la desaprobación, pero sintió una intensa curiosidad. Interesante.


—Felicidades, señor Alfonso —reemprendió su camino—. Tengo que marcharme.


Pedro había creído que no quedaba mucho en el mundo que pudiera molestarle. Durante nueve años había visto a todo tipo de locos pasar por su despacho, lanzándole insultos que erizarían el vello a la mayoría de la gente. No entendía por qué le molestaba el tono de voz de esa mujer. Tal vez porque parecía haberlo enjuiciado, y quería saber la razón.


—¿He dicho algo que la ofendiera, señora Chaves?


La pregunta hizo que se detuviera de nuevo. Giró lentamente y desanduvo parte del camino. Echó un vistazo rápido hacia la casa, por encima del hombro.


—No sé qué lo ha llevado a pensar eso.


—¿Por qué no empezamos de nuevo? —él le ofreció la mano—. Soy Pedro Alfonso.


—Paula Chaves —con desgana, ella la aceptó.


En su voz se captaba la suavidad sureña. Pero incluso en la penumbra, fueron sus ojos los que lo atraparon. Ojos heridos. Como si ocultaran cicatrices muy profundas.


Ella lanzó otra ojeada hacia la puerta y luego avanzó más hacia la oscuridad, junto al muro de roca que tenían a sus espaldas.


—Toda esa gente… llega a ser agobiante.


Sin saber por qué, aparte de que era la esposa del cliente más importante de su nueva empresa, se sentía intranquilo estando allí con ella. Hacía mucho que no le incomodaba la presencia de una mujer.


—Sí —admitió por fin—. Esa gente puede ser un poco… —se interrumpió, decidiendo que ella no era la persona adecuada para revelarle sus verdaderos sentimientos respecto a la fiesta.


—¿Presuntuosa? —ofreció ella, sorprendiéndolo.


—Usted lo ha dicho —ladeó la cabeza un poco.


—Sí. Lo he dicho yo.


—Pero la música es buena —la música les llegaba por los altavoces de la parte de atrás de la casa. La orquesta debía de estar tomándose un descanso.


Ella volvió a mirar la puerta.


—Veamos —él apoyó la cadera en el muro y cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Tiene alguna resolución para el Año Nuevo?


—Sólo una —contestó ella, tras un largo silencio.


—Yo he hecho una o dos, a pesar de mi cinismo —ofreció él, al ver que no le devolvía la pregunta—. ¿Cree que cumplirá la suya?


—Sí —replicó ella con el rostro serio y tenso.


Se abrió una puerta. Las risas de la fiesta se oyeron en la noche. Paula, sobresaltada, avanzó más hacia las sombras.


Un hombre cruzó la terraza, se detuvo bajo una farola y encendió un cigarrillo.


—¿Está bien? —preguntó Pedro.


—Sí, gracias. Pero debo irme.


Él no pudo explicarse la decepción que sintió. No había nada lógico en la inmediata conexión que había sentido con esa mujer. No sabía nada de ella; sin embargo, inexplicablemente, deseaba saberlo todo.


Rodeándolo, ella corrió escaleras arriba.


—¡Espere! —alzó una mano.


Ella siguió. Y no volvió la vista atrás.



*****


El viaje de vuelta a casa fue silencioso.


En el asiento trasero de la limusina, la atmósfera era pesada como una tarde de verano en Georgia, antes de una tormenta. Paula ocultaba el rostro mirando por la ventanilla.


Sería muy fácil abrir la puerta y lanzarse a la carretera. Y muy cobarde. Eso sólo pondría fin a su sufrimiento. Si fuera tan sencillo, tal vez lo habría hecho mucho tiempo atrás.


Pero estaba Santy.


Cuando el coche se detuvo ante la casa, el conductor les abrió la puerta. Jorge bajó y esperó a que Paula lo siguiera.


—Buenas noches, Thomas —dijo Jorge.


—Buenas noches, señor Chaves. Señora Chaves.


—Buenas noches —Paula fue hacia la puerta de entrada sin esperar a Jorge. Intentaba introducir la llave en la cerradura cuando él se la arrancó de la mano, la clavó en el agujero y abrió con un empujón.


Marsha Lynch, la niñera, apareció en el vestíbulo, llevándose la mano al cuello.


—Ah. Hola, señor y señora Chaves. Al principio temí que no fueran ustedes.


—¿Todo bien, Marsha? —Paula forzó una sonrisa.


—Perfecto. Lleva horas dormido.


Jorge sacó la cartera, pagó a la chica y la despidió con un brusco «buenas noches».


—Llámenme cuando quieran —dijo Marsha, con incertidumbre. Salió y cerró la puerta a su espalda.


Jorge dejó caer su llavero en la consola de la entrada, y el ruido reverberó por toda la casa.


—Jorge, por favor… —musitó ella—. Santy…


—¡Santy! —clamó él—. ¿Es que sólo puedes pensar en Santy? —pronunció el nombre del niño con desdén. Siempre había insistido en que lo llamara Santiago. Le airaba que Paula, por desliz, utilizara el nombre que ella prefería. Fue hacia el salón, se quitó la chaqueta, y la lanzó sobre el respaldo del sofá de cuero.


Paula se quedó en el vestíbulo unos segundos, con los ojos cerrados y un nudo en el estómago. Después fue hacia la escalera. Todavía podía evitarlo. Si lo dejaba en paz, quizá se calmaría. Siempre hacía el mismo razonamiento, aunque los episodios eran como una tormenta que viniera del mar. 


No podía hacer otra cosa que esperar su llegada.


—¿Adonde crees que vas? —dijo él, con voz más alta. Si corría arriba, la seguiría, tiraría la puerta abajo, si fuera necesario. Y Santy se despertaría…


Se detuvo con una mano en la barandilla, giró y se obligó a volver al salón, utilizando toda su fuerza de voluntad.


—Jorge, vamos a la cama. Estoy cansada, y… —le sugirió desde la puerta.


—¿Tan agotadora resultó tu pequeña reunión en la terraza? —preguntó él, sirviéndose whisky escocés en un vaso. Su voz tenía un inquietante tono tranquilo.


—No sé de qué estás hablando.


Él tomó un sorbo de licor, se sirvió un poco más y cruzó la habitación. Sus zapatos resonaron amenazadores en el suelo de madera.


—No estoy de humor para juegos, Paula.


—Salí a tomar un poco de aire fresco. Nada más.


—Aire fresco —repitió él con sarcasmo—. Y el nuevo socio de Webster apareció allí por casualidad.


Paula titubeó, buscando una respuesta que la salvara. Pero no había respuesta. Daría igual lo que dijera. Intentó razonar.


—Salió un par de minutos. Se presentó y me dijo que trabajaría contigo. Eso es todo.


—Sé muy bien cuánto tiempo estuviste allí fuera —Jorge se acercó, entrecerrando los ojos.


Ella se enfrentó a la dura mirada de sus ojos, deseando retarlo. Preguntar si la había visto desde el dormitorio de Lorena. Se mordió los labios para no hacerlo.


—¿Acaso creíste que iba a fijarse en ti? —la miró de arriba abajo—. Me avergonzó que me vieran contigo. No había una sola mujer que no tuviera mejor aspecto que tú esta noche. ¿Cuándo vas a desarrollar algo de gusto? Ya no vives con esa palurda familia tuya.


Ella empezó a recordarle que él había elegido el vestido, pero él la agarró del brazo y pegó un tirón.


—¡Jorge, para! —suplicó ella, tragándose un gemido; casi le había desencajado el hombro.


—Pararé cuando yo quiera —con el dorso de la mano, la golpeó en el cuello. Ella sintió un latigazo de dolor insoportable. Gimió. Antes de que pudiera erguirse, la tiró hacia el sofá. Ella cayó al suelo de medio lado; el hombro, ya dolorido, soportó todo el golpe. Se mordió el labio para no gritar.


Santy. Tenía que pensar en Santy. Estaba arriba. «Por favor, no bajes. Por favor», pensó.


Jorge la levantó de un tirón y la lanzó contra la pared, que ella golpeó con el mismo hombro. Pero esa vez no pudo contener el grito de dolor. Se derrumbó en el suelo, colocó la cabeza entre las piernas y rodeó su cuerpo con los brazos, rezando para no sentir más.


—Esto no ocurriría si me escucharas. ¿Cuántas veces te lo he dicho? Y Santiago. Es igual que tú. Ninguno de los dos escucháis lo que digo.


Para su vergüenza, Paula estaba llorando. Se había jurado no hacerlo más. Llorar era una debilidad. Era lo que él pretendía.


Entonces él le dio una patada en la cadera izquierda. Ella mantuvo los brazos alrededor del cuerpo y la cabeza entre las rodillas, rezando para que acabase pronto. «Puedo soportarlo. Una vez más. Oh, Dios, Dios, por favor haz que pare. Por favor, no me obligues a dejar solo a mi hijo».


«Por faavoooor».


La palabra resonó una vez en su cabeza, y luego se hizo la oscuridad




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