lunes, 18 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 5




Lorena Webster estaba en medio de su dormitorio de infancia, bebiendo su segunda copa de vino. Era ridículo, pero la habitación seguía pintada de rosa y blanco, y sus viejos juguetes estaban ordenados en estanterías, junto a la cama.


Miró su reloj. Él se retrasaba. Habían acordado verse a las diez y media. De eso hacía casi una hora.


La paciencia nunca había sido una de sus virtudes. Lorena odiaba que la hiciesen esperar. En su condición de hija única, hasta ese momento la gratificación inmediata había sido una constante en su vida, y no sabía conformarse con menos. Sus padres solían desvivirse para cumplir todos sus caprichos.


Y tenía muchos. El más reciente, su gusto por la ropa de Prada, que había satisfecho en viaje de fin de semana a Manhattan, agotando su visa platino.


Era obvio que su padre aún no había recibido la factura. No le había estallado ninguna vena.


En realidad sus padres eran felices dándole cosas. Eran ellos los que habían instaurado el sistema. «No, Lorena, no podremos ir a verte en la exhibición de salto este fin de semana; pero si lo haces bien, hablaremos de ese nuevo pony que querías».


Había aprendido el valor del soborno a muy corta edad. Y siempre había sido buena estudiante.


Fue al tocador y se pasó una brocha de pelo de marta por la nariz y la barbilla. Se examinó en el espejo y le gustó lo que vio. Nariz pequeña, boca llena, pelo oscuro hasta la barbilla, con sutiles reflejos, cortesía del mejor peluquero de la avenida Madison. Los hombres la admiraban al verla pasar. 


Habría sido muy fácil tener una cita esa noche, y sin embargo allí estaba, esperando.


Llamaron a la puerta.


—Adelante —Lorena alzó la copa de vino y borró de su rostro toda expresión, excepto la indiferencia.


La puerta se abrió. Vio a Jorge en el umbral, silueteado por la luz del pasillo. Él entró y cerró la puerta.


—Ya no contaba con verte.


—Lo siento —dijo él, pero no parecía arrepentido.


Ella controló su irritación, negándose a mostrarla. Llevaba deseándolo desde los dieciséis años. Había empezado a flirtear con él en las fiestas de sus padres, rozándolo con un brazo, captando su mirada. Incitarlo había sido como tirar una cerilla a un charco de gasolina, deseando que prendiera pero sin saber cómo apagar el fuego una vez que se iniciara.


Había tardado seis años en conseguir que prendiera la llama. A veces no estaba segura de controlar lo que había provocado. Pero le gustaba intentarlo.


Cruzó la habitación e introdujo la mano bajo su camisa blanca.


—No tengo mucho tiempo —dijo él, mirándola con un destello de pasión en los ojos.


A Lorena le gustaba eso.


Deslizó las tiras que sujetaban su vestido, que cayó al suelo. 


Debajo estaba desnuda.


La boca de Jorge encontró la curva de su cuello y lo mordisqueó, detrás de la oreja.


No había mucha luz en la habitación, pero las cortinas estaban abiertas y se oía el ruido de la fiesta. Él la llevó hacia la ventana, besándola con tanta fuerza que ella notó el principio de un cardenal en los labios.


Cualquiera que alzase la vista desde fuera los vería con toda claridad.


A Lorena también le gustaba eso.




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