viernes, 22 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 16





Pedro fue al gimnasio esa noche. Había renovado su carné de socio en un club de Buckhead, donde la gente realmente iba a hacer ejercicio en vez de utilizarlo como excusa para ligar. Kevin había quedado allí con él, para obligarse a cumplir su resolución anual de ponerse en forma.


Kevin llegó poco después de las ocho, con una bolsa deportiva colgada de uno de sus inmensos hombros. Se reunieron en el mostrador de entrada.


—Nunca pensé que llegaría a decir que te he echado de menos —saludó Pedro.


—Claro que lo pensaste —Kevin le dio una palmada en la espalda—. Veo que no te has vuelto más guapo.


—Tú tampoco —respondió Pedro.


De los altavoces del techo salía una música de ritmo vivo y contagioso, que animaría hasta a un muerto a subirse a una de las máquinas de ejercicio. Pedro y Kevin subieron a la primera planta y empezaron su ronda en la cinta de correr.


—¿Cómo se vive en el mundo civilizado? —preguntó Kevin, subiendo el ritmo de su cinta.


—Muy civilizadamente.


—No estarás ya aburrido, ¿eh? —Kevin sonrió.


—No —Pedro intentó sonar convincente.


—¿Has conocido alguna mujer interesante en esa elegante oficina?


—No exactamente —Pedro subió el ritmo de su máquina y empezó a correr.


—Esa sí que es una respuesta clara.


Pedro siguió corriendo cada vez más rápido, hasta quedar empapado en sudor.


—¿Has comido tarta de postre, o es que algo te ronda la cabeza? —preguntó Kevin, mirándolo de reojo.


—Tengo demasiada imaginación, creo.


—¿Tiene que ver con un caso?


—No.


—Una mujer, entonces. 


Pedro no contestó.


—Ah. ¿Quién es?


—La mujer de un cliente —admitió Pedro, tras un corto titubeo.


—¿Pretendes conservar tu empleo en W&A durante mucho tiempo? —preguntó Kevin, tras secarse el rostro con la toalla que había colgado en la barra de la cinta andadora.


—No estoy liado con ella.


—Pero estás pensando en liarte.


—Tendría que ser un monje para no pensarlo. Tiene algo que me perturba. Como si las cosas no fueran lo que parecen. Tiene esa mirada en los ojos. Sabes a qué me refiero: como si las cosas fueran todo lo mal que pueden ir y nunca fuesen a mejorar.


Kevin se limpió el sudor de nuevo.


—Eres como un detector de víctimas. Todos los necesitados se cruzan en tu camino.


—¿Qué quieres decir con eso? —Pedro decidió no mencionar a la perra.


—Puedes encontrar cosas malas en cualquier dirección en la que mires. Así que no lo hagas. Si yo me permitiera profundizar en todo lo que veo cada día, también tendría que dejar el trabajo.


Pedro bajó la velocidad de la máquina, estaba jadeando tanto que el pecho le dolía. Kevin tenía razón. Debería hacer eso exactamente. Pero no dejaba de ver el cardenal en su hombro. Quizá eso podría explicarse con un accidente de bicicleta. Pero la mirada de sus ojos no.



****


Era más de medianoche.


Paula estaba ante el espejo del cuarto de baño, contemplando su imagen. Se sentía desconectada, como si la mujer que veía fuera una desconocida.


El labio inferior seguía sangrando, tenía un corte interno de más de dos centímetros. Una lágrima se deslizó por su mejilla izquierda.


Al menos, gracias a Dios, Santy no había estado allí. Estaba pasando la noche en casa de un amigo del colegio.


Paula se tocó el labio con un dedo. Seguramente se habría deshinchado por la mañana, pero los cardenales de sus brazos durarían mucho tiempo.


Se arrodilló, abrió el tercer cajón del armario del baño y soltó el teléfono móvil que había escondido y pegado en la parte inferior del segundo cajón.


Marcó el número, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y se apartó el pelo de la cara.


Su madre contestó con voz adormilada.


—¿Mamá?


—¿Paula? Cariño, ¿qué ocurre? —Sara Williams se había despejado en un instante; Paula captó el tono alarmado de su voz.


—Todo va bien. Yo sólo… quería hablar. Siento haberte despertado.


—Sabes cuánto me alegra hablar contigo. No importa la hora que sea —dijo su madre. Se oyeron crujidos, como si estuviera sentándose en la cama.


Paula se quedó callada, con un nudo en la garganta. Con unas pocas palabras de cariño, la voz de su madre la devolvía a la vulnerabilidad de la infancia.


—¿Estás bien? —inquirió su madre, cargando la pregunta de significado.


Sus padres sabían que su matrimonio no era perfecto. Que Jorge y ella tenían problemas. Nunca les había contado toda la verdad. Anhelaba hacerlo, pero había sido ella quien había elegido esa vida. Sin pedirles su bendición. 


Involucrarlos en la historia, con la posibilidad real de que ocurriera algo horrible por su culpa… no podía hacerlo.


Así que ellos pensaban que estaba demasiado inmersa en la excitante vida social de Atlanta para dedicarle tiempo. 


Paula podía contar el número de veces que habían visto a Santy.


—Estoy bien —dijo—. Os echo de menos.


—Nosotros a ti también —a su madre le tembló la voz un segundo. El corazón de Paula casi se rompió en dos al pensar que sus padres creían que ella los rechazaba—. ¿Cómo está Santy?


—Bien. Creciendo.


—Debe de haber cambiado mucho desde la última vez que lo vimos.


—Sí.


Siguió un incómodo silencio. Después, Paula preguntó por su padre, sus hermanos y sus esposas. Todos estaban bien. A su padre le molestaba la artritis de vez en cuando, pero aparte de eso nadie tenía razones para quejarse.


—¿Mamá?


—¿Sí, Paula?


—Sólo quiero decirte cuánto lo lamento. Siento mucho cómo han resultado las cosas.


—¿Por qué tienen que ser así, cariño? —preguntó su madre tras una pausa—. Te queremos y queremos que vuelvas a formar parte de nuestras vidas. ¿Acaso eso sería tan terrible?


—No —Paula apretó los ojos con fuerza—. No lo sería.


—No lo entiendo —musitó su madre.


—Lo sé —tomó aire—, ¿Podrías hacer algo por mí?


—Desde luego.


—¿Tienes una dirección de correo electrónico?


—Tu padre tiene una en el trabajo.


—¿Podrías crear una nueva en casa?


—Sí. Pero ¿qué pasa, Paula?


—Utiliza esta dirección.


—Espera que busque un bolígrafo —se oyó el ruido del cajón de la mesilla al abrirse—. Lista.


—CL24590. La he comprobado, está disponible —le dio a su madre el nombre del proveedor de Internet que debía utilizar.


—Paula, me estás asustando. ¿Algo va mal?


—Por favor, no te preocupes. Espero poder explicártelo algún día. Pero no ahora. ¿Puedes aceptar eso?


—¿Tengo otra opción? —la voz de Sara sonó infinitamente triste.


—Tengo que irme. Llamaré pronto, ¿de acuerdo?


—¿Paula?


—¿Sí?


—Te quiero. Eso no cambiará nunca.


—Yo también te quiero —Paula cortó la comunicación; no quería delatarse. Se quedó sentada mirando el teléfono; apenas podía soportar el dolor que había causado a su familia.


Volvió a esconder el teléfono en el armario y siguió sentada en el suelo, con los codos apoyados en las rodillas. ¿Cómo podía decirle a su madre que debería haberlos escuchado, que ellos habían tenido razón?


Las decisiones que había tomado doce años antes habían sido suyas y nada más que suyas.



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