viernes, 24 de noviembre de 2017
MI UNICO AMOR: CAPITULO 27
Con angustia, mientras tocaba los discos que había preparado para Adrian, Paula se dijo que debió tomar en cuenta las advertencias de los anónimos. Todo le había resultado mal desde su regreso a Eastlake. Quizá debería irse para comenzar en otro sitio. Si se quedaba ahí, siempre tendría el tormento de encontrarse con Pedro y de revivir el dolor y la infelicidad de amarlo. Realmente lo amaba.
Aunque ella lo había alejado, no podía negar que la frialdad con la que él se había ido, le dejó un vacío en el corazón.
Pedro la odiaba y por eso la había acusado falsamente. Ella era incapaz de cometer una traición. Había un límite en lo que podía tolerar y no sabía cuándo se presentaría el punto de ruptura.
Pero no era fácil desenraizarse justo cuándo comenzaba a establecerse. Había muchos cabos sueltos, muchos clientes que esperaban sus servicios y no podía defraudarlos. Le entregaría a Adrian los programas terminados y luego se mantendría lo más lejos posible de Lynx y del hombre que dirigía esa empresa.
Pero también existía el problema de las discrepancias que halló en los libros. Ella tenía que señalar los registros de los cuales sospechaba para que averiguaran qué ocurría. Esa sería su última responsabilidad ante Adrian y Pedro y con eso terminaría. Cortaría el cordón que la ataba a ellos de manera tajante e irrevocable.
Horas después, cuando llegó a Lynx, la puerta de la oficina estaba abierta y al entrar, Paula comprendió el motivo. El olor a humo llenaba el ambiente, había manchas negras en las paredes y en el suelo, provocadas por el fuego. Había restos de papel quemado en el suelo y en los escritorios. Y la gaveta de acero del archivador estaba abierta.
—Si viniste a buscar a Adrian, te llevarás una gran desilusión —expresó Pedro y caminó sobre la alfombra ennegrecida—. Esta tarde sacará a Emma del hospital. Hoy no vendrá.
—¿Qué sucedió? —preguntó Paula incrédula. La superficie del escritorio estaba chamuscada y la madera astillada y rugosa—. ¿Está él enterado de esto?
—Lo sabe —habló con severidad y Paula se volvió hacia él con los ojos bien abiertos—. Se mantendrá alejado porque se lo ordené. En este momento su única preocupación debe ser Emma. Esto es algo que nosotros podemos abordar sin él —la miró con enfado—. ¿Para qué viniste? ¿Decidiste que llegaste muy lejos? Tu desesperación te hizo desear verme, ¿quizás para retractarte de algunas de las cosas que me dijiste?
Paula se encogió por dentro por el tono quemante. Pedro no le tenía el más mínimo afecto. Sus comentarios burlones habían ocultado las puyas, pero habían demostrado lo poco que ella le importaba.
—Quería hablar con Adrian con respecto a algo y le traje los programas que me pidió —contestó.
—Dámelos a mí, yo los revisaré.
Extendió la mano y ella titubeó antes de buscarlos en su bolso. Pedro deseaba deshacerse de ella, que saliera de la oficina y se alejara de su vida y eso deseaba Paula también, ¿o no? No existía la confianza mutua, ni tenían afinidades.
Le entregó el pequeño paquete y volvió a observar el caos en la oficina.
—¿Qué ocurrió aquí? —preguntó.
—¿Qué parece? —tronó—. Tuvimos la visita de un pirómano que nos dejó una nota.
Ella lo miró en silencio porque la frialdad en sus ojos la congeló.
—El fuego de los condenados, ¿no fue eso lo que dijiste? ¿Es esto lo que deseabas? ¿Satisfizo tu sed de venganza?
Al recordar sus propias palabras, Paula tragó en seco. ¡No era posible que él la culpara del incendio!
—¿Cómo puedes pensar eso? ¿No me conoces para nada?
Pedro rió con dureza y se acercó a ella.
—Ah, sí, te conozco muy bien, mi bella atormentadora. Te agradaría verme sufrir, ¿no? —le tomó un mechón y lo enroscó en sus dedos. Sin saber en qué estado de ánimo estaba él, Paula trató de soltarse, pero él la ciñó con más fuerza—. ¿Crees que no sé lo que tramas? Atizaste el fuego con todos los señuelos tentadores de Eva, antes de alejarte para reír mientras yo ardía por tu calor. ¿No es esa la verdad? ¿No es eso lo que te divierte?
—No hice eso —murmuró ronca. La sangre le golpeaba la cabeza y las sienes—. Hablas como si yo fuera una coqueta… Nunca fue así.
—¿No? Quizá lo haces sin intentarlo.
Tiró de ella para acercarla y cuando los dos cuerpos chocaron, Paula quedó sin aire. La conmoción eléctrica la cubrió. Él observó su rostro y sus labios entreabiertos.
—Me lastimas —murmuró Paula al intentar soltarse.
—Quiero lastimarte —tronó—. Quiero aplastarte y tomar todo lo que tienes.
La boca de él se apoderó de la de ella con una fuerza hiriente y el clamor dentro de la cabeza de Paula llegó a un crescendo ensordecedor. El mundo giró y la hizo tambalearse. De pronto, Pedro la soltó y ella cayó a la tierra respirando con fiereza y con el pulso descontrolado.
—¿Por qué? —exigió enfadada—. ¿Por qué hiciste eso? ¿Crees que puedes descargar tu mal humor en mí de la manera que se te antoje? No lo permitiré. Si Rebecca no desea aliviar tu libido febril, lo lamento. Tendrás que conformarte con una ducha fría o un remojón en el lago, yo no estoy disponible. ¿Comprendes? ¿Recibiste mi mensaje?
—Comprendo muy bien —replicó con dureza—. Hablaste fuerte y claro. También recibo las otras señales, las que crees que no puedo descifrar. Te conozco, Paula, mucho mejor de lo que piensas y sé exactamente lo que sucede en el laberinto de tu mente. No me engañas ni un segundo.
—¿De veras? —repuso iracunda por la presunción de esa atrevida conjetura—. Supongo que tus facultades superiores decidieron que yo soy la culpable de esta destrucción —señaló la oficina—. No se te ocurrió que pudo ser un accidente por un cigarrillo encendido o algo parecido…
—Sería un accidente muy extraño puesto que el objetivo principal fue el archivador de seguridad —la interrumpió.
—¿No acostumbráis cerrarlo con llave?
—Es evidente que alguien logró meter una cerilla encendida por el ojo de la cerradura —se burló.
—No tienes motivo para ser sarcástico —murmuró.
—No fueron tus expedientes los que se quemaron. Sólo Dios sabe que tardamos mucho tiempo en recuperar la información. ¡Era lo único que nos faltaba!
Un sonido ahogado se escuchó desde la puerta. Rebecca estaba ahí llorando quedo y con lágrimas en las mejillas.
—No fue mi culpa —sollozó la secretaria—. Sabes que la cerradura fallaba y que un herrero iba a venir a revisarla, pero ahora…
Volvió a lloriquear y los gemidos se le atoraron en la garganta.
Pedro se acercó a ella y la llevó a una silla. Después de sentarla, la abrazó y apoyó la cabeza de Rebecca contra su pecho. La mujer gimió junto a la camisa de él y Paula se sintió mal. Él siempre encontraba la excusa para abrazar a esa infeliz. ¿Por qué acostumbraba a mostrarse comprensivo y conmiserativo con otras? Paula sólo había recibido los latigazos de su lengua.
—No te preocupes, Rebecca —murmuró él—. Nadie te culpa. No se destruyó nada valioso, sólo es un inconveniente. Sécate las lágrimas.
Ella volvió a sollozar y Pedro, haciendo una mueca, miró a su alrededor.
—¿En dónde está la maldita cafetera? Una cosa es que hayan allanado la oficina; otra es que se hayan llevado algunas cosas esenciales.
—Pero no fue allanamiento, ¿o sí? —Rebecca se enjugó los ojos con un pañuelo—. Esta mañana dijiste que no había señales de que alguien hubiera forzado la entrada.
—¿Eso dije? —frunció el ceño y metió las manos dentro de sus bolsillos antes de comenzar a pasearse—. Esta mañana dije muchas cosas, entre ellas pregunté en dónde estaba el directorio telefónico, la guía del ordenador y la cafetera. Debo decir que aún no los encontramos. Sobretodo la cafetera, y ya deberías saber que no funciono bien sin cafeína.
Lanzó una mirada hacia Paula.
—No me mires a mí —declaró todavía dolorida por el despliegue de afecto de Pedro hacia su secretaria que tenía los ojos húmedos—. Si tuviera un poco de café te lo vertería encima.
Rebecca pareció intrigada y se dirigió a Pedro:
—Me preguntaste si le había prestado la llave a alguien, se la di al ingeniero de teléfonos que vino a revisar la extensión de atrás —calló y sus ojos azules enfocaron a Paula—. La señorita Chaves también tiene una llave y creo que no la ha devuelto.
Conmocionada por la acusación velada, Paula parpadeó.
Miró a Pedro y notó que sus ojos titilaban. Él no tenía derecho a mirarla de esa manera, porque ella no había hecho algo indebido. Sin embargo, Pedro y Rebecca la hacían sentirse como si fuera el enemigo público número uno.
—Es cierto, tengo una llave. Adrian me la dio unos días antes para que cerrara la oficina. También tengo llave del archivador de seguridad —abrió una bolsita dentro de su bolso, sacó los objetos ofensivos y se los arrojó a Pedro—. ¿Esto me convierte en sospechosa? —preguntó con la espalda rígida.
Pedro no contestó, pero tampoco tuvo necesidad de las palabras. El control que él ejercía en sus facciones, lo decía todo mientras metía las llaves en su propio llavero.
—Me doy cuenta que sí —confirmó Paula con la garganta cerrada—. ¿Qué motivo pudo impulsarme? —no era posible que él la creyera capaz de esa infamia—. No niego que tuve la oportunidad de quedarme sola en la oficina, los dos sabemos que estaba furiosa y que dije muchas cosas sin pensar… Pero, ¿sería tan vengativa como para hacer esto?
—¿El aguijón de la cola del escorpión? —preguntó Pedro, sin dejar de observarla—. En efecto, dijiste muchísimas cosas. Y según recuerdo, me deseaste estar en el infierno. ¿Debo pensar que me has redimido de ese sitio en especial? Pero como te conozco, me atrevo a decir que eso se debe sólo a que se te ocurrió inflingirme otra diabólica venganza.
—¿Y destruir tu archivo e infelicidad?
No tenía manera de probar un diminuto espasmo de rechazo e infelicidad. No tenía manera de probar su inocencia y él no estaba dispuesto a darle el beneficio de la duda. Era como una pesadilla que se agrandaba fuera de toda proporción.
Debía de haber alguna manera de retomar a la realidad.
—Desde luego, hay otro enfoque, pero lo diré si durante un momento, toleras olvidar que pude hacer algo por rencor.
—¿Qué cosa es? —alzó una ceja.
Paula respiró profundo. No tuvo la intención de exponer de ese modo sus sospechas; pero no le quedó otro camino, pues pensó que a la larga quizá se lograría un buen resultado.
—No sé lo que una revisión exhaustiva de tus libros pueda revelar. Quizás había algo incorrecto en los expedientes y en los libros. Tal vez las cuentas no estaban muy exactas —sus ojos brillaron—. ¿Por casualidad esperáis una auditoría en el futuro próximo?
—¿Insinúas que prendieron fuego para deshacerse de alguna evidencia incriminadora? ¿No crees que supones demasiado?
Pedro habló en tono escéptico y ella debió imaginar que así sería. Él estaba decidido a rechazar cualquier sugerencia de Paula.
—Cualquiera puede imaginar algo parecido después de que la evidencia quedó destruida —Rebecca metió el pañuelo dentro de su bolsillo—. Especialmente cuando se les culpa.
Se alisó la falda y despacio, cruzó una esbelta pierna sobre la otra. Pedro volvió la cabeza para seguir ese movimiento.
Paula incrustó las uñas en sus palmas. ¿Cómo podía él hacerle eso? ¿Cómo permitía que lo distrajeran siendo que la integridad de ella estaba en juego? Rebecca la acusaba de haber iniciado el fuego y él no rechazaba la idea. ¿Estaba él tan encandilado por la mujer que no podía ver que la versión de la secretaria podía ser errónea?
—No creo que realmente pienses que yo tuve que ver en esto —murmuró ronca.
Pedro desvió la vista y se encogió de hombros al apoyarse contra el borde de la mesa.
—Estoy seguro de que la policía hallará las pruebas necesarias y sin duda querrán interrogarte en algún momento. Ya tomaron las huellas digitales y revisaron todo lo que creyeron necesario.
Paula bajó las pestañas para ocultar el dolor que reflejaba su mirada. Pedro estaba dispuesto a declararla culpable.
Estaba muy calmado y el hecho de que ella se sintiera desgraciada, no lo molestaba. Quizás le daría gusto que la metieran en la cárcel porque así dejaría de irritarlo y él quedaría libre para divertirse sin freno con su linda muñequita de ojos azules.
—Estoy segura de que a la policía le interesará escuchar tu versión. Aunque no creo que le presten mucha atención, puesto que no tienes manera de demostrar tu inocencia —intercaló Rebecca.
Paula alzó la barbilla y apretó la mandíbula para observar con disgusto a la secretaria. No necesitaba que Rebecca le recalcara ese punto. No era ciega ni tonta. Cualquier tonto comprendería que sin los libros y los documentos, nada quedaba para demostrar que habían alterado la contabilidad. ¿Era ese el caso?
—De hecho, eso no es así —respondió Paula despacio—. Tengo una manera de probar que algo no estaba en orden —miró a Pedro—. Los papeles que te di la otra noche…
—¿Me diste? —preguntó él con desdén—. ¿No es más correcto decir que me los arrojaste?
—Dejaste algo después de que te fuiste con esos documentos —declaró Paula impaciente—. De no haber estado de tan mal humor…
—¿Yo?—repitió en tono candente—. ¿De mal humor? Supongo que tú parecías una perita en dulce.
—Quizá yo habría recogido todo si no te hubieras mostrado tan desagradable —continuó haciendo caso omiso del rechazo—. Dadas las circunstancias, Rebecca tiene razón. Si quiero demostrar mi inocencia estoy segura de que la policía querrá algo más que mis conjeturas —se volvió a Rebecca y consultó su reloj—. Es tarde para ir a molestarlos y es posible que a esta hora cambien de turno. Pero mañana temprano iré a verlos para que se enteren de los hechos.
—Bueno, eso al menos, resuelve el problemita —expresó Rebecca, pensativa, mirando a Paula—. Pero presenta otro… ¿Qué pudo estar mal en la contabilidad? Nada importante, porque de lo contrario Adrian o Pedro se habrían dado cuenta. A menos de que insinúes, que ellos hicieron algunos ajustes.
Alzó una ceja y como Paula no contestó, sonrió y se puso de pie. El traje de lino enfatizó su grácil cuerpo. Pedro volvió la cabeza y la observó caminar hacia el archivador. Admiró el elegante andar y el movimiento de su cadera.
Rebecca cerró la gaveta y se volvió hacia él con la espalda levemente arqueada contra el archivador. La pose parecía una invitación sutil.
—Deberíamos comenzar a asear la oficina para tratar de regresar a la normalidad.
Pedro le correspondió con una agradable sonrisa, pero Paula no oyó su contestación. Giró sobre sus talones y deprisa salió de la oficina. ¡Que ellos se dedicaran a sus flirteos, ella no tenía que quedarse para presenciarlos!
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