jueves, 23 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 24




Un rato más tarde aceptó que la tarea no era tan fácil como creyó. Presionó con los dedos el nudo de tensión en la nuca y masajeó con suavidad, luego extendió los brazos para aliviar un poco la tensión en los músculos. Por algún motivo le resultaba difícil aclarar las últimas páginas. Quizás había estudiado las cifras con demasiada intensidad y necesitaba un descanso.


La puerta se abrió y vio que Pedro entraba en la oficina. 


Cansada, concluyó que el destino conspiraba contra ella. 


¿Por qué había regresado él de pronto, para amenazar aún más su equilibrio?


—¿En dónde está Rebecca? —preguntó al acercarse a la mesa para colocar una caja grande de cartón, sin fijarse en los documentos que quedaban abajo.


Paula los levantó deprisa y los metió en su carpeta. Era evidente que a él le agradaba trabajar en el desorden y no se irritaría si algunas hojas se arrugaban. Pero ella no lo toleraba.


—Tuvo que llevarle algunas cosas a Adrian al hospital.


Pedro gruñó algo incomprensible, se acercó al archivador de seguridad, lo cerró de golpe y giró la llave.


—¿Por qué sigues aquí? —exigió—. No tienes qué hacer cuando Rebecca usa el ordenador. Puedes trabajar en otra cosa en tu propia oficina. ¿O esperas que tu querido amante regrese?


—¿Cuántos insultos crees que toleraré? —Paula perdió la serenidad—. No sólo mancillas mi nombre con tus insinuaciones malvadas, también enlodas a un hombre que es tu socio, tu amigo y tu cuñado. ¿De veras crees que pensaría en un encuentro sentimental con un hombre cuya esposa esta internada en el hospital?


—¿Por qué no? —gruñó y golpeó con los nudillos sobre el escritorio—. Parece que no tienes reparo en pasar un fin de semana con él, ni en mostrar vuestra relación ante Adrian día con día. ¿Por qué habrías de ser diferente cuando ella está enferma y desvalida? Si ahora te preocupan sus sentimientos no debiste iniciar esa aventura sentimental.


—Si yo fuera hombre tendrías suerte de que sólo te hiciera sangrar la nariz —sus ojos echaron chispas—. No me juzgues de acuerdo con tus normas. El hecho de que tú no sepas manejar tus aventuras…


—No hablamos de mis aventuras —la interrumpió—. No soy casado y no frecuento a ninguna mujer casada. Hablamos de cuánto ha sufrido mi hermana por tu constante e íntimo contacto con su esposo.


—Que sea tu hermana o no, eso no te da derecho de acusarme sin motivo —declaró—. Mi vida personal es privada y si Adrian desea que su matrimonio no fracase debe aclarar el asunto por su cuenta. Eso no tiene relación contigo.


—Tengo mucho que ver en el asunto —respondió con fiereza—. El hecho de que estés aquí, en mi oficina, me autoriza a hacer preguntas y exigir respuestas, y me dirás lo que quiero saber, Paula.


Apretó la mandíbula y su boca formó una amenazante línea recta.


—¡No te atrevas a amenazarme! —replicó—. Estoy segura de que sabes muy bien por qué estoy aquí, a menos de que vivas en otra dimensión. Elaboro un programa para Adrian. Él debió mencionártelo, a menos de que no os comuniquéis como debe ser. Adrian quiere que el negocio esté bien programado para que funcione con más eficiencia.


—No necesitamos ningún programa, nos va bien como estamos —gruñó—. No te quiero aquí, hurgando en los papeles, dando al traste con el sistema y estorbando.


—Adrian piensa de manera diferente. Me pidió que revisara los expedientes para elaborar un programa que le aligere la vida —resopló con dignidad—. Es posible que no lo hayas notado, pero él hace el trabajo de diez hombres.


—Se debe a que no ha aprendido a establecer un ritmo de trabajo ni a diferenciar entre lo que es importante y lo que no. No necesita ninguna programación nueva, necesita tomar un curso de relajación. Y eso no quiere decir que deba hacerlo con un espíritu maligno de cabello rojizo.


—Tu mala educación es increíble —masculló—. Pero debí imaginar que tomarías esa actitud. En algunos aspectos pareces estar ciego. Permite que te aclare: Estoy aquí por un solo motivo; realizar un trabajo y lo haré lo mejor que pueda, con o sin tu aprobación, y si no te agrada, habla con Adrian al respecto.


—Debí suponer que te aferrarías como una lapa a esto —comentó haciendo una mueca—. Va de acuerdo con tu mentalidad de Escorpión, ¿no? Husmeas en lo que no te atañe e investigas en todos los rincones.


Paula se puso de pie para enfrentarlo.


—¿Qué te hace pensar que eres un experto en el asunto? ¿Desde cuando cambiaste de un ignorante a un sabelotodo?


Pedro se encendió, frunció el ceño y proyectó su barbilla en un gesto agresivo.


—Como es evidente que tendré que estar contigo algún tiempo, más me vale saber qué te hace reaccionar. Así podré eludir los cuchillos cuando me los arrojes.


—Arrojar cuchillos no es mi fuerte —masculló Paula—. No encajo en un circo.


—Tampoco encajas aquí. Quiero que salgas de esta oficina y dejes de fastidiarme. ¿Comprendes o tengo que deletreártelo?


—¿Por qué eres tan inflexible? —sonrió—. ¿Temes que interrumpa las sesiones candentes con tu secretaria?  Discúlpame por estorbaros. Me iré y te dejaré para que sigas con tus retozones febriles. Eso hacen los del signo Piscis, ¿no?


Se volvió, pero él le ciñó la muñeca con fuerza y le impidió alejarse.


—No metas a Rebecca en esto. No tienes derecho a hablar de moral, porque te citas con Adrian en esta oficina. Creer que estás enamorada de él no es excusa.


—No es cierto. ¿Qué sabes del amor y quién eres para decidir qué siento? Suéltame.


Fijó la vista en los dedos que se incrustaban en su muñeca.


—De ninguna manera. ¿A qué se debió la decepción que sufriste en la cabaña? Adrian no se molestó en planear un nidito de amor para que al final nada ocurriera —los ojos azules de Pedro la traspasaron como si fueran lanzas de hielo—. ¿Y tú qué pensaste? ¿Dormir con él era el precio para que te diera un poco de trabajo? —la acercó a su cuerpo—. Debiste acudir a mí, cariño, soy el dueño de la compañía. Poseo la mayoría de las acciones. De haber jugado bien tus cartas, ¿quién sabe qué habrías recibido?


Inclinó la cabeza y presionó su boca contra la de ella, le quitó el aire con los dientes, la obligó a entreabrir los labios. 


La tomó del cuello con una mano y con el pulgar le levantó la barbilla. En vano, Paula trató de soltarse y al moverse, su blusa se desabotonó. Pedro la mantuvo presa con la banda acerada de su brazo y la dominó con la presión de su propio cuerpo. La atacó con los labios y con la mano acarició la cadera como si quisiera fusionarla a él. Paula contuvo un grito y después de lo que le pareció una eternidad, Pedro levantó la cabeza y la observó respirando entrecortado.


La boca de Paula se quemaba por la furiosa posesión del beso, tenía los labios hinchados y pulsantes y en la quietud momentánea que se creó se enfrentaron como dos guerreros dispuestos a continuar la batalla.


Los ojos de Paula chispeaban y cuando él volvió a acercarse a ella, Paula levantó la mano y le asestó una bofetada. 


Después del impacto apareció una mancha roja que se extendió.


—No intentes tus tácticas de macho conmigo —dijo ronca—. Prefiero arrastrarme sobre trozos de vidrio antes de permitir que me manosees. Busca a otra mujer para que practiques con ella.


—¿A quién sugieres, a Rebecca? —observó su esbelto cuerpo—. Eso sigue irritándote, ¿por qué será? Aunque grites, te enfurezcas y golpees con la fuerza de una tormenta en gestación, dentro de ti hay oleadas que crean su propia conmoción, ¿cierto? ¿Qué tratas de ocultar? Quizá tu inmunidad contra mí no es tan fuerte como pensaste.


Paula rió nerviosa.


—Regresa a la escuela, Einstein. Es posible que tengas un error fundamental en tu proceso de pensamiento. Es evidente que vuelves a mezclar la fantasía con los hechos reales.


—¿Eso crees? ¿No será que estás muy asustada como para aceptar tus debilidades emocionales? —colocó una mano en la parte baja de la espalda de ella y a pesar de la resistencia de Paula, la acercó a su cuerpo—. Averigüémoslo, ¿no?


Los dedos de Paula se movieron para rechazarlo temblorosa sobre el frente de la camisa, pero quedaron suavemente aplastados cuando él la abrazó. Ella sintió la cálida caricia del aliento de Pedro sobre la mejilla cuando él inclinó la cabeza para murmurar incitadora:
—¿Cuánto calor se necesita para derretir vidrio roto?


La protesta de ella se perdió en el candente beso que la boca de Pedro reclamó. Le atacó los sentidos, le quitó el deseo de luchar y logró que Paula permitiera que explorara la curva rosada de sus labios con la lengua.


—Eres deliciosa —murmuró ronco—. Como las fresas que maduran al sol.


Volvió a besarla y probó la temblorosa suavidad de su respuesta hasta que ella, desvalida, capituló ante la lenta persuasión de sus labios y le correspondió con un deseo agridulce. El beso se tornó más sensual y agradable y la condujo por un sendero de descubrimiento hacia un distante altiplano donde enfocó todos sus anhelos que se estremecían dentro de sí.


La boca inquieta de Pedro se deslizó al sedoso desorden de la blusa abierta. Paula escuchó que él murmuraba algo sobre el promontorio de sus senos antes de que los labios acariciaran el borde de encaje del sostén. Ella contuvo el aliento y un suspiro se le atoró en la garganta.


—Esto es una rociada de cristales de azúcar —murmuró él—. ¿Tendrá todo en ti el mismo sabor? Me agradaría probar despacio tus apetecibles curvas hasta que haya conocido todas las tentaciones llenas de miel que ocultas. ¿Lo hago, Paula, busco tus secretos para hacerlos míos?


Con lentitud y seguridad Pedro deslizó las manos y Paula emitió un pequeño grito por las alocadas sensaciones que incitaba en ella.


—Suéltame —le pidió ronca—. No permitiré que me hagas esto, Pedro; no permitiré que te aproveches de mí de esta manera.


Durante un momento creyó que él no la había oído. Los labios de él seguían junto a un seno, mientras con las palmas él presionaba la cadera de Paula contra sus muslos duros.


—Quiero que murmures mi nombre —dijo emocionado—. Deseo escuchar tus gemidos cuando te haga el amor… ¿Por qué habría de detenerme ahora que sé que también me deseas?


—Porque es sólo eso, simple deseo —respondió temblorosa—. Todo habrá desaparecido cuando caiga la noche —lo empujó del pecho y unió los bordes de su blusa con dedos temblorosos—. Después, sólo habría disgusto y resentimiento porque no tomas en cuenta mis sentimientos. Piensas lo peor de mí. Cada vez que trato de explicarte la situación me haces a un lado como si lo que pueda decir no tuviera validez —se pasó las manos por el cabello—. No permitiré que te aproveches de mí, deseo más que eso.


La boca de Pedro se torció en un gesto cínico y la soltó antes de dirigirse al escritorio.


—¿Te refieres a palabras tiernas? ¿A frases vacías que te darán la ilusión de que es Adrian quien te abraza y no yo? No lo creo, Paula. Eso no me apetece. Si sufres por los síntomas del alejamiento, lo lamento, pero no esperes que yo te ayude.


—No espero nada de ti. Dije que parecías estar ciego y es la verdad. Le tienes mucho cariño a tu hermana, pero ese cariño te cegó a todo lo demás —su voz se desmoronó y tuvo que respirar profundo—. Crees que Emma sufre, pero no te importa que yo tenga mis propios problemas. No te interesa mi versión. Sólo ves un reto, un peligro para tu familia que debe desaparecer a como dé lugar.


—¿Problemas? —preguntó Pedro—. ¿Cuándo me has dicho lo que realmente tienes en la mente? Cada vez que te lo pregunto me contestas con evasivas y ahora sugieres que debo tenerte confianza sin que me hayas dado un solo motivo para creerte. Las cosas no funcionan de esa manera. Conozco a mi hermana y a Adrian, y estoy enteramente seguro de que antes no había señales exteriores de que algo marchaba mal. Si deseas que confíe en ti tendrás que hacer algo más que declararte inocente, de lo contrario tendrás que arreglártelas sola.


Paula se entiesó y levantó los hombros; sus ojos brillaban por la desesperación.



—Perfecto —contestó y caminó alrededor del escritorio como autómata—. No te necesito a ti ni a nadie —metió unos papeles dentro de su carpeta y la cerró—. Ya pasé bastante tiempo aquí, tengo que ir a ver a algunos clientes.


Caminó hacia la puerta, la abrió de par en par y salió al estacionamiento. Mientras caminaba buscó las llaves en su bolso y casi chocó contra Rebecca.


—¿Buscas esto? —preguntó Rebecca al darle las llaves—. Lo lamento, me equivoqué. Estaban junto a las mías y con la prisa me llevé los dos llaveros.


—Gracias —murmuró Paula después de mirarlas. Luego entró en su coche. Puso en marcha el motor y se alejó sin mirar atrás.




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